– ¿Por qué por suerte?
– Porque le dolían las muelas y nos ha tenido despiertos a todos. Menuda nochecita nos ha dado -contestó Taninè.
– ¿Y por qué no va al dentista?
– Porque tiene miedo, Salvo. Ése es capaz de morir de un infarto de ver el torno del dentista.
Se despidió y colgó. Llamó a Catarella y lo envió a comprar el periódico, que dedicaba diariamente dos o tres páginas a la provincia de Montelusa. Encontró la noticia:
Ayer a las siete y media de la mañana un albañil albanés de treinta y ocho años, Pashko Puka, que trabajaba legalmente en la empresa Santa Maña, de Alfredo Corso, cayó de un andamio en un chalet del pueblo de Tonnarello, situado entre Vigàta y Montelusa. Sus compañeros de trabajo, que acudieron de inmediato a socorrerlo, comprendieron inmediatamente que por desgracia ya nada se podía hacer por Puka. El juez ha abierto una investigación.
Y sanseacabó. Nueve líneas, incluyendo el titular, al final de la última columna de la derecha. La página rezumaba la más absoluta indiferencia hacia aquella noticia perdida entre artículos sobre la crisis de los ayuntamientos de Fela y Poggio, sobre la restricción del agua, que se distribuiría no cada cuatro días sino cada cinco, y sobre los preparativos para la fiesta de san Isidoro en Gibilrossa. Nicolò Zito había hecho bien en mostrar el día anterior las imágenes de los muertos en sus propios puestos de trabajo. Pero ¿cuántos telespectadores las habían visto y cuántos, por el contrario, habían cambiado de canal para recrearse la vista con el culo de una bailarina o llenarse las orejas con las vanas palabras de los hombres fuertes del nuevo gobierno?
Mimì Augello aún no había llegado. Llamó a Fazio y le entregó el periódico, señalándole la noticia. Fazio la leyó.
– ¡Pobrecillo!
Sin decir nada, Montalbano le entregó el anónimo. Fazio lo leyó.
– ¡Coño! -exclamó. Después pensó lo mismo que había pensado el comisario-. ¿Cuándo lo recibimos? -preguntó, trastornado.
– Ayer por la mañana, pero no lo he abierto hasta ahora. De todos modos, aunque lo hubiera leído, no habríamos podido evitarlo. Los hechos ya se habían producido.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– Primero dime una cosa. Tonnarello está más cerca de Montelusa que de aquí. Nosotros no hemos sabido nada de ese accidente… o lo que sea; por tanto, quisiera saber quién ha intervenido.
– Comisario, allí cerca hay un cuartel de carabineros. Los manda el comandante Verruso. Es una buena persona. Estoy absolutamente seguro de que se dirigieron a ellos.
– ¿Podrías comprobarlo, de todos modos?
– Dos minutos, voy a hacer una llamada.
Simplemente por pasar el rato, porque estaba seguro de que el nombre que figuraba en el sobre era falso, Montalbano cogió la guía telefónica.
Sólo había un Attilio Siracusa, pero vivía en via Carducci. Marcó el número.
– ¿Se puede saber quién carajo es y por qué carajo llama a este teléfono del carajo?
Un poco limitado el vocabulario del señor Attilio Siracusa, pero de eficacia indudable.
– Soy el comisario Montalbano.
– ¿Y a mí qué carajo me importa?
Montalbano decidió luchar con las mismas armas.
– Oiga, Siracusa, no me toque los cojones y responda a mis preguntas; de lo contrario, voy para allá y le rompo el culo.
La voz de Siracusa adquirió de golpe un tono amable, ceremonioso y ligeramente agradecido por el honor.
– Ah, comisario, ¿es usted? Disculpe, he regresado a casa hace apenas un par de horas. Me he pasado toda la noche despierto en un maldito vuelo procedente de la India. Mire, usted no me creerá, pero el día diez por la mañana embarqué en Bombay y… Disculpe, cuando me pongo a hablar… ¿Qué quería de mí?
– Nada.
– Pero ¡qué carajo…! -exclamó el señor Siracusa mientras el comisario colgaba el auricular.
En ese momento regresó Fazio.
– Lo que yo suponía, comisario. Verruso acudió al lugar de los hechos.
– Eso quiere decir que nosotros quedamos fuera de esto.
– Si usted lo prefiere, sí.
– Explícate mejor.
– Estamos medio fuera y medio dentro, dottore. Fuera porque la investigación no es nuestra, y dentro porque nosotros sabemos algo que Verruso ignora. Es decir, que no ha sido una desgracia, sino un homicidio. A menos que se trate realmente de un accidente y ese tal Siracusa sea uno de esos que ven cosas en una bola de cristal.
– ¿Y?
– Sólo tenemos dos caminos: o cogemos la carta, la quemamos y hacemos como si no la hubiéramos recibido jamás, o nos armamos de valor, porque hay que tener valor para hacer algo así, y enviamos la carta a los carabineros con los mejores saludos de la policía.
Montalbano permaneció un rato pensativo y en silencio, hasta que entró Augello, quien enseguida se dio cuenta de que algo no iba bien.
– ¿Queréis decirme qué pasa? -Montalbano se lo contó todo. El resultado fue que Augello también se quedó pensativo y en silencio. Pero, poco después, decidió hablar-. Podemos ganar tiempo sin hacérselo perder a Verruso. Conviene que nuestras relaciones con los carabineros estén presididas por la máxima lealtad.
– ¿Cómo? -preguntó Fazio.
– Empecemos a movernos nosotros, llevemos a cabo alguna investigación para averiguar cómo están las cosas. Si están bien, es decir, si vemos que tenemos alguna baza en la mano, seguimos adelante y después Dios se encargará de aclarar la situación entre nosotros y el Cuerpo de Carabineros. Si, por el contrario, vemos que nos golpeamos contra un muro…
Dejó la frase sin terminar y Montalbano siguió adelante en su nombre:
– Les pasamos las diligencias a los carabineros y que se las arreglen ellos como puedan. Mimì, ¿quieres explicarme qué significa para ti la palabra lealtad?
– Exactamente lo mismo que para ti -replicó éste.
Entonces el comisario empezó a repartir las tareas. Del asunto se encargarían sólo ellos tres; no convenía armar alboroto, habría que actuar con cautela para que no llegara el menor rumor a los oídos del asesino o, peor todavía, a los de los carabineros. Fazio tendría que dirigirse a via Madonna del Rosario, 38, y comprobar si vivía allí o si era conocido un tal Attilio Siracusa. Fazio trató de decir algo, pero el comisario lo cortó.
– Ya sé que es una pérdida de tiempo. Es un nombre tan falso como la dirección. Pero hay que hacerlo.
Mimì, por su parte, tendría que dirigirse con el sobre a la oficina de correos. No debía de haber muchas personas que utilizaran el correo urgente de Vigàta a Vigàta. Tendría que pedir que le entregaran el resguardo, el que había rellenado el remitente, y comprobar si el funcionario recordaba quién lo había entregado en ventanilla. Además, con carácter secundario y en tono totalmente amistoso, debería pedir que le explicaran cómo coño se las arreglaba una carta llamada urgente para tardar tres días en recorrer menos de un kilómetro.
– ¿Y tú?
– Voy a Montelusa. Quiero hablar con Pasquano.
– Pero ¿a qué se dedica ahora? ¿A tocarles las pelotas incluso a los muertos de los demás?
– No, doctor Pasquano, deje que se lo explique. Se trata de un estudio estadístico que nos ha solicitado el Ministerio, y por eso…
– ¿Cuántos albañiles albaneses caen de los andamios todos los años en Italia?
– No, doctor, el estudio se refiere…
– Mire, Montalbano, a mí usted no me toma el pelo. Si quiere que le diga algo, no me venga con historias. Hable claro.
– Verá, doctor, estábamos realizando una investigación acerca de un robo en una joyería en el que parece, repito, parece, que estaba implicado ese tal Puka. Y hemos pensado que, a lo mejor, lo habían eliminado sus cómplices, eso es todo.