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Dio resultado. Al doctor Pasquano se le pasó el enfado.

– ¡En fin! No sé qué quiere que le diga. El cuerpo del pobrecillo presentaba fracturas y heridas compatibles con una caída desde unos veinte metros. Si la caída no fue accidental, sino que alguien lo empujó y lo hizo caer…, eso jamás podrá establecerlo ninguna autopsia. ¿Lo comprende? -El médico soltó una risita-. Por otra parte, para más información, ¿por qué no se dirige al comandante Verruso? ¿Quiere que le informe de que está usted investigando?

– Gracias -dijo bruscamente Montalbano, dando media vuelta para retirarse. Pero la voz de Pasquano lo detuvo y lo obligó a volverse.

– Hay algo que me ha llamado la atención. También se lo comentaré a Verruso… Iba habitualmente al pedicuro.

Montalbano lo miró, sorprendido. El doctor Pasquano extendió los brazos como diciendo que así estaban las cosas y que él no podía hacer nada.

Pensó que, a esas horas, tal vez Nicolò Zito ya habría llegado a su oficina. Como no tenía móvil, se detuvo delante de una cabina, bueno, delante de una de esa especie de perchas con dos teléfonos, uno a cada lado, en las que, si llueve, te empapas. Naturalmente, ambos estaban ocupados. Uno de ellos por una mujer negra que gritaba como una loca en un idioma incomprensible. El otro, por un campesino con boina, de unos setenta y tantos años, que mantenía el aparato pegado a la oreja sin decir nada. Se limitaba simplemente a escuchar. Al cabo de unos cinco minutos, mientras la negra gritaba cada vez con más furia, el campesino dijo «Vaya» y siguió escuchando. No había manera. Montalbano subió al coche y se detuvo delante de otra percha. Ambos teléfonos estaban libres. Corrió hacia uno de ellos y observó que había una lucecita roja encendida: estaba fuera de servicio. El segundo, en cambio, funcionaba, sólo que el comisario, tras una afanosa búsqueda, se dio cuenta de que no tenía la tarjeta. Mientras miraba a su alrededor en busca de un estanco, un individuo se acercó al otro teléfono y se puso tranquilamente a charlar. Montalbano se sintió invadido por una rabia incontenible. ¿Por qué la había tomado con él aquel teléfono? ¿Por qué un momento antes había dicho que no funcionaba y un momento después se había puesto a funcionar perfectamente con otro? Descargó el auricular con tal fuerza contra la horquilla que pegó un brinco y se descolgó. Soltando reniegos, el comisario volvió a colocarlo en su sitio y subió al coche. Estaba a punto de arrancar cuando vio que el rostro del hombre que había estado hablando por teléfono se encontraba ahora a la altura de su ventanilla. Era un cincuentón con gafas, un manojo de nervios extremadamente delgado que lo miraba con expresión de reproche.

– ¿Qué quiere?

– Que sea más educado.

– ¿Qué le he hecho yo?

– A mí nada, pero ha estado a punto de estropear un servicio de utilidad pública. Por poco se carga el teléfono. -Sin duda tenía razón, pero a Montalbano el sermón no le hizo efecto. Si aquel hombre quería guerra, la tendría. Abrió la portezuela, bajó muy despacio del coche, se afianzó bien sobre las piernas y miró a los ojos a su coetáneo-. Se lo advierto antes de que actúe precipitadamente. Soy comandante de los carabineros -dijo el otro.

Montalbano se aterrorizó. Lo que faltaba, una pelea entre un comisario de la policía del Estado y un comandante de los carabineros. ¿Quién se encargaría de separarlos, la Policía Judicial? Lo mejor era dar por zanjado inmediatamente el asunto.

– Le pido disculpas, estaba muy nervioso y…

– Bueno, bueno, ya puede irse.

– ¿Me permite una pregunta, mi comandante?

– Dígame.

– ¿Cómo se las ha arreglado para hablar por el teléfono averiado?

– ¿Hablar? No estaba hablando, sólo soltaba maldiciones porque el aparato no me daba línea. Después he visto la lucecita roja.

– O sea, que también usted se ha enfadado.

– Sí, pero yo no he intentado romper el aparato.

* * *

– Sí, señor comisario, el dottor Zito ha venido a la oficina, ha roto un jarrón, ha tirado al suelo unos papeles y se ha ido. Cuando le duelen las muelas es peor que el Orlando Furioso.

– ¿Ha dicho adónde iba?

– Sí, a tirarse al mar. Es lo que dice siempre. No creo que aparezca por aquí, pues ha pedido que en los telediarios lo sustituya el dottor Giordano. Pero si puedo serle útil en algo, yo…

La secretaria de Nicolò era un encanto: una guapa treintañera que le tenía mucha simpatía a Montalbano.

– Pues verá, anoche Nicolò presentó un reportaje estupendo sobre los accidentes laborales.

– ¿Quiere que le haga una grabación?

– Sí, pero mi petición es un poco más complicada. Nicolò montó las imágenes de todos los accidentes, seleccionando evidentemente un material más amplio que tenía a su disposición. ¿Es así?

– Sí, señor comisario.

– Lo que yo necesito es todo el material reunido, no sólo lo que se emitió anoche. Sé que será un poco largo y…

– ¡En absoluto, comisario! -replicó sonriendo la secretaria-. El dottor Zito ya había pedido que realizaran ese trabajo, precisamente para elegir las imágenes más impactantes. La cinta está en el archivo. Lo único que hace falta es grabarla.

– ¿Se tarda mucho?

– Diez minutos.

Cuando llegó a la comisaría, Fazio y Augello lo esperaban en su despacho.

– Antes de que empecemos a hablar debo hacer una llamada. -Marcó un número-. Doctor Pasquano, soy Montalbano. Doctor, se lo ruego, no me cuelgue. Sólo una pregunta y lo dejo tranquilo para que siga descuartizando un nuevo cadáver. ¿Todos los muertos en accidente laboral tenían los pies limpios? -Mientras Fazio y Augello lo miraban perplejos, Montalbano escuchó la airada respuesta del médico, dio las gracias y colgó-. Después os lo explico -dijo-. Fazio, empieza tú.

– Hay muy poco que decir. El número treinta y ocho de via Madonna del Rosario no existe. La calle termina en el número treinta y seis, que es una zapatería. El propietario se llama… -se interrumpió y sacó un trozo de papel del bolsillo- Vincenzo Formica, hijo del difunto Giovanni y de Elisabetta…

– ¡Me cago en la mar, Fazio!

Interrumpido en mitad de uno de aquellos arrebatos censales que le daban de vez en cuando, Fazio enrojeció y se guardó el trozo de papel en el bolsillo.

– Nadie conoce a Attilio Siracusa. Ni siquiera figura entre sus clientes. He ido al número de la otra acera, que es impar, el treinta y uno. Es un barbero. Jamás han oído hablar del tal Siracusa.

– ¿Y tú, Mimì?

– En la ventanilla del correo urgente sólo hay una funcionaria. ¿Habéis visto alguna vez a una bruja? Cuando la he visto, me han entrado ganas de escapar; sin embargo, es una criatura dulcísima y amabilísima.

– ¿Acaso te has enamorado de ella, Mimì?

– No, pero uno jamás deja de asombrarse de lo mucho que engañan las apariencias. Tenías razón, Salvo, son muy pocos los que utilizan el correo urgente de Vigàta a Vigàta. Le he mostrado el sobre. Se acordaba muy bien. La carta se la entregó un chiquillo que se presentó con el impreso rellenado y el dinero a punto.

– Y, de esa manera, nos han dado por aquel sitio -dijo Fazio.

– ¿Y te ha explicado cómo es posible que la carta llegara con tanto retraso?

– Ah, sí -dijo Mimì-. Se ve que hubo huelga.

– Y quien envió la carta no lo sabía… -replicó Montalbano-. Por consiguiente, una cosa es segura. El falso señor Siracusa quería evitar el delito, porque está claro que se trata de un delito.

– ¿Y ese asunto de los pies qué era? -preguntó Mimì.

Montalbano se lo explicó. Y añadió:

– Pasquano me ha dicho que los pies de los demás eran normales, unos más sucios y otros más limpios. Sólo Puka iba al pedicuro.

– Yo no me imagino a un albañil, tanto si es albanés como si no, yendo habitualmente al…