– A no ser -lo interrumpió Montalbano- que se hiciera pasar por albañil. ¿Qué acaba de decir ahora mismo el eximio dottor Augello, aquí presente, en un arrebato de estremecedora originalidad? Que las apariencias engañan. O mejor: que no es oro todo lo que reluce. O mejor todavía: que el hábito no hace al monje.
3
Se zampó un buen plato de salmonetes fritos con la concentración de un brahmán hindú, esa que te hace levitar, sólo que la suya iba en dirección contraria, hacia el arraigo más profundo y terreno, es decir, hacia el penetrante aroma y el denso sabor del pescado, con la exclusión más absoluta de cualquier otro pensamiento o sentimiento. Consiguió incluso aislarse del ruido exterior de los coches y las voces, de la radio y los televisores a todo volumen, creando una especie de burbuja de silencio total. Finalmente se levantó no sólo saciado y satisfecho, sino con una sensación de absoluta plenitud. Nada más salir de la trattoria San Calogero estuvo a punto de ser atropellado por un coche que circulaba a toda velocidad y que esquivó por los pelos saltando a la acera. Su armonía con las esferas celestes se había quebrado de golpe. Para librarse de la inquietud que le había provocado su regreso al mundo después de aquel paradisíaco paréntesis, decidió dar su habitual paseo por el muelle hasta el faro. Una vez allí, se sentó en la roca de costumbre, encendió un cigarrillo y se puso a pensar. Muy bien, todo había empezado con una carta anónima que anunciaba un homicidio que posteriormente se había producido. Estaba claro que no se trataba de un desafío del asesino a la policía estilo «A ver si sois capaces de impedírmelo»; no, el anónimo comunicante no sólo no era un asesino, sino que había tratado de evitar un homicidio. Había tenido mala suerte y su carta no había llegado a tiempo. Aunque peor fortuna había corrido el pobre albanés Puka. No obstante, aquello no cuadraba. ¿Por qué le extrañaba tanto que un albanés fuera al pedicuro? ¡Eso era un pensamiento racista! ¿Por fuerza los albaneses tenían que ser feos, sucios y malos? No, lo que le había llamado la atención era que un albañil, fuera albanés o finlandés, acudiera al pedicuro. Pero eso era todavía peor: ¡era un pensamiento clasista!
«¿Por qué no vas a un pedicuro?», le había preguntado poco tiempo atrás Livia al ver que las uñas del dedo gordo de ambos pies eran cada vez más gruesas y se dirigían una hacia Levante y otra hacia Poniente.
Él no había querido ir porque le parecía cosa de ricachones o afeminados. ¡En resumidas cuentas, se trataba de una investigación basada en un prejuicio asentado sobre otro prejuicio!
No le apetecía regresar a la comisaría. Se sentía vacío por dentro. Llegó a la conclusión de que lo que estaba haciendo no era honrado, es decir, ocultarle al comandante de los carabineros un elemento tan importante como la carta anónima. Pero su instinto de policía era como el de un perro, resultaba muy difícil hacerle soltar el hueso que había mordido. ¿Qué decisión tomar?
Se pasó un buen rato arrojando piedrecitas lisas a un tapón de botella que flotaba, pero no consiguió acertar ni una sola vez. Entre tanto, se había levantado un viento frío que provocaba rizos de espuma en el agua. Desde cabo Rossello se acercaban unas nubes negras cargadas de malas intenciones. Intuyó que debía hacer algo antes de que se desencadenara el diluvio. Tenía una desagradable sensación de urgencia, de prisa. Lo único que podía hacer era abandonarse a las sugerencias de su instinto, dejarse guiar por él mismo, seguir sus propios pasos. Regresó a la comisaría y llamó a Fazio.
– ¿Puedes averiguar si la obra aún está precintada?
Lo estaba. Por consiguiente, no había obreros trabajando; como mucho podría encontrar al vigilante.
– ¿Qué piensa hacer? ¿Ir a visitarla?
– Sí, antes de que empiece a llover.
– Dottore, procure que no lo reconozcan. Como Verruso se entere de que está usted husmeando por allí, se arma la de Dios es Cristo, téngalo por seguro.
Tardó unos veinte minutos en llegar a Tonnarello. El último kilómetro de camino era de tierra y estaba lleno de baches. Desde lo alto de una pequeña loma vio la obra, el edificio o lo que fuera que estuvieran construyendo en medio de aquel solitario y siniestro valle sin el menor paisaje alrededor. No había ningún otro edificio ni cultivo de ninguna clase, sólo piedras blancas, pitas y chumberas. ¿A quién carajo se le había ocurrido construir una casa o lo que fuera en medio de aquel desolado pedregal? El lugar parecía más apropiado para un hospital especializado en enfermedades altamente infecciosas o para una cárcel de máxima seguridad. La obra estaba enteramente rodeada por una valla de más de dos metros de altura, hecha con tablas horizontales clavadas a intervalos regulares en unas estacas. En el centro del lado que veía Montalbano había una abertura muy ancha, evidentemente un paso para el acceso de los camiones y la entrada de los obreros. Entornó los ojos para ver mejor: el paso estaba efectivamente abierto, pero de uno a otro extremo habían tendido unas cuerdas de nailon blancas y rojas para indicar que estaba prohibida la entrada. Pero eso, por supuesto, no constituía ningún obstáculo. En el interior, nada más entrar, había un pequeño barracón de chapa metálica que debía de hacer las veces de despacho. A la izquierda y pegado a la valla había otro barracón más grande y alargado, probablemente el vestuario de los albañiles. Permaneció un buen rato mirando, pero no vio nada que se moviera; la obra estaba sin duda desierta, a no ser que hubiera alguien durmiendo en el interior de alguno de los barracones. Las nubes negras habían cubierto el cielo y se oía tronar a lo lejos. Montalbano subió al coche y condujo hasta la abertura de la valla. Un cartel de gran tamaño decía que se trataba de la construcción de un edificio destinado a «vivienda» cuyo propietario era un tal Giacomo di Gennaro. A continuación aparecía el número del permiso de obra, el nombre de la empresa constructora -la Santa Maria de Alfredo Corso- y el nombre del responsable del proyecto, el arquitecto Mario Mattia Manfredi. Montalbano bajó del coche, levantó una cuerda con una mano mientras bajaba otra con un pie y accedió al interior del solar. Se acercó a la puerta del barracón pequeño y vio que estaba cerrada con candado, lo mismo que la del barracón grande, sólo que en éste había dos ventanucos y uno de ellos estaba parcialmente abierto. Echó a andar a lo largo del andamio y enseguida descubrió el lugar donde había caído el pobre Puka: en el suelo estaba dibujada la silueta de un cuerpo, y el polvo de la parte correspondiente a la cabeza estaba oscurecido por la sangre.
Luego levantó los ojos: más o menos a la altura del quinto piso faltaba una tabla de la pasarela, la exterior. Bajó nuevamente la mirada y vio la tabla, rota por la mitad, muy cerca de la silueta del cuerpo. Se acercó para examinar atentamente la línea de rotura: era irregular y no daba la impresión de que la hubieran partido a propósito. Por otra parte, la tabla era vieja. Por consiguiente, querían que pareciera que Puka caminaba por la pasarela y, de pronto, una tabla se había roto accidentalmente y el obrero había caído.
«Un momento -pensó el comisario-, si pretendían que pareciera eso, ¿habían pensado que Puka podía haber caído en la pasarela de abajo, llevándose un susto tremendo pero sin apenas sufrir daños?»
La llamada «dinámica» tenía que haber sido distinta; seguramente el asesino había tenido en cuenta ese detalle, pero no había manera de saberlo, como no fuera trepando por el andamio como un mono hasta el quinto piso. ¡Ni hablar! «Intentaré averiguar lo que han declarado los testigos a los carabineros a través de Fazio, que debe de tener algún buen espía en el Cuerpo», se dijo.
Fue su último pensamiento, pues a continuación el diluvio se desencadenó con violencia bajo la forma de una granizada con unos granos tan grandes que golpeaban la cabeza cual piedras. Maldiciendo, el comisario regresó corriendo al coche. Volvió a saltar el obstáculo de las cuerdas del precinto, abrió la portezuela, subió y puso en marcha el motor. Pero el coche no se movió. No se movió porque sus pies se negaron a pisar los pedales; el trasero le pesaba en el asiento como si fuera un bloque de cemento. Todo su cuerpo se rebelaba, no quería que abandonara aquel lugar.