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«Bueno, bueno», se dijo. Y como si quisiera demostrarles a sus pies y a su trasero sus intenciones, viró ligeramente hacia el hueco abierto en la valla. Inmediatamente recuperó la normalidad. La intensidad de la granizada había aumentado y era inútil poner en funcionamiento el limpiaparabrisas, pues no habría servido de nada. Se movió a ciegas, rompió con el coche las cuerdas de nailon que precintaban la obra y llegó a la altura del ventanuco abierto en el barracón grande. Se acercó todo lo que pudo, se armó de valor, bajó, se subió al capó, resbalando, soltando maldiciones y poniéndose perdido, y se catapultó hacia el interior del ventanuco. Aterrizó lastimándose un hombro y le brotaron lágrimas de dolor. Se levantó. Estaba completamente empapado de agua. Dentro reinaba la oscuridad más absoluta; la tormenta había logrado que anocheciera a las cinco de la tarde. Muy bien, y ahora que había obedecido, ¿qué otra cosa le sugería su cuerpo? Su cuerpo no le sugirió nada de nada. Pues entonces, ¿por qué lo había obligado a llegar hasta allí? Era como si estuviera en el interior de un tambor aporreado por centenares de tamborileros; el ruido del granizo sobre el tejado de chapa era insoportable. Medio sordo, ciego y dolorido, con los brazos extendidos hacia delante como un sonámbulo, avanzó tres pasos y, sin saber por qué, llegó al convencimiento de que el barracón estaba vacío. Entonces se encaminó a toda prisa hacia la puerta y se golpeó fuertemente la pierna izquierda contra el ángulo de una banqueta de madera. Justo en el mismo lugar donde dos días atrás se había hecho daño resbalando en el cuarto de baño. El dolor, muy agudo, le subió al cerebro y comprobó con horror que se había vuelto sordo. ¿Cómo era posible que un golpe en la pierna hiciera perder el oído? Entonces comprendió que el silencio de acuario que lo había envuelto de repente se debía a un hecho muy sencillo: había dejado de granizar. Alcanzó la puerta del barracón, buscó el interruptor, lo localizó y encendió la luz. No había peligro de que alguien la viera filtrarse a través de los ventanucos, nadie se acercaría a aquel horrendo barranco con un tiempo tan revuelto. El barracón estaba limpio y ordenado. Había una mesa alargada, dos bancos y cuatro sillas. Al fondo se veían tres cuartos: un retrete y dos duchas. Clavado a la pared que carecía de aberturas había un largo perchero. Cinco colgadores estaban ocupados por monos y prendas con manchas blancas de yeso, y encima de cada colgador había un clavo que sostenía un casco amarillo, mientras que el calzado de trabajo estaba en el suelo bajo el correspondiente mono. Los colgadores ocupados eran cinco, pero, entre el tercero y el cuarto había un hueco, sin casco, sin calzado y sin mono. Montalbano dedujo que aquél debía de ser el lugar asignado a Puka y que los carabineros se habían llevado los efectos personales del albanés. Ahora se oía desde el tejado una especie de música suave; se habría puesto a lloviznar ligeramente. Miró en las dos duchas, pero no encontró nada. Nada más entrar en el retrete, impecablemente limpio, le entraron ganas de mear. De manera instintiva, cerró la puerta. Cuando se volvió para salir, vio que la luz de la bombilla, que colgaba directamente del cable, producía un curioso reflejo de arco iris sobre el metal de la puerta. Se detuvo un instante a mirar y observó que, un poco por encima del nivel de la cabeza de un hombre de estatura media, se veían unas manchas marrones que surgían de una pequeña hendidura en forma de media luna causada por algún objeto que había golpeado violentamente la puerta. Acercó el rostro hasta casi rozarlas con la nariz y ya no le cupo la menor duda, eran manchas de sangre coagulada que se habían conservado intactas sobre la superficie de hierro pintado; si la puerta hubiera sido de madera, tal vez las habría absorbido. Eran unas manchas bastante grandes, lo suficiente para poder analizarlas. ¿Cómo recogerlas? Tenía que regresar forzosamente al coche. Acercó una silla al ventanuco por el que había entrado, se encaramó a él y asomó la cabeza. Al parecer, había escampado y ya no llovía. Se levantó apoyándose en las manos, y cuando ya tenía medio cuerpo fuera, empezó a granizar con más fuerza que antes. El mal tiempo, o quien estuviera actuando en su nombre, le había tendido una emboscada. Empapado nuevamente de agua, subió al coche y sacó de la guantera un cortaplumas y un viejo sobrecito de plástico donde guardaba el resguardo del seguro. Se metió ambas cosas en el bolsillo, encendió un cigarrillo y esperó a que parara de granizar. Cuando lo hizo, se subió en difícil equilibrio sobre el capó, pero en cuanto inclinó el cuerpo hacia delante para agarrarse con las manos al ventanuco, le resbalaron los pies de común acuerdo y fue a golpearse la parte inferior del mentón contra el marco. Mientras caía sobre el barro entre el coche y la pared del barracón, se consoló pensando que las cosas le irían seguramente mejor que al pobre Puka.

* * *

Cuando lo que era una curiosa masa de barro semoviente y no un coche se detuvo delante de la comisaría, Montalbano estaba exhausto. La subida desde el barranco donde se encontraba la obra, derrapando y hundiéndose en el barro, le había costado un enorme esfuerzo, y, por si fuera poco, se le habían agudizado los dolores del hombro y de la pierna. En cuanto reconoció al comisario en la piltrafa que acababa de entrar, Catarella se puso a dar voces cual pavo al que estuvieran retorciendo el pescuezo.

– ¡Virgen santísima, dottori! ¡Virgen santísima! ¿Qué ha pasado? ¡Está lleno de barro! ¡Tiene barro hasta en el pelo!

– Tranquilízate, no es nada, ahora me lavaré.

No hubo manera. Catarella se apresuró a coger del brazo al comisario, el cual trató inútilmente de zafarse de su captor. Juntos avanzaron por el pasillo en perfecta armonía, pues ambos tenían la pierna izquierda mala, y cuando daban un paso, se inclinaban simultáneamente hacia ese lado. Viéndolos por detrás, Fazio a duras penas pudo reprimir la risa.

Mientras Montalbano se lavaba en el cuarto de baño, Catarella lo sujetó por los hombros. El comisario, al comprobar que no conseguía quitárselo de encima, empezó a ponerse nervioso.

– ¡Dottori, tiene todo el traje empapado! ¡Le va a dar algo! Dottori, ¿quiere que le traiga un coñac? ¡Dottori, por favor, hágalo por mí, tómese una «aspirinina»! ¡Tengo en el cajón!

– Está bien, tráemela.

Montalbano se dirigió a su despacho, seguido por Fazio.

– Ya estaba empezando a preocuparme.

– ¿Le has dicho a alguien que he ido a la obra?

– A nadie. Pero si hubiera tardado media hora más, habría ido a buscarlo. ¿Ha encontrado algo?

Estaba a punto de decírselo cuando llegó Catarella con un vaso y la aspirina en una mano y una galleta de anís en la otra.

– La galleta no la quiero.

– ¡No, señor dottori! ¡Es una obligación! ¡Si usía no se mete algo en la tripa, puede que después, cuando se tome la aspirinina, le duela!

Con más paciencia que un santo, Montalbano obedeció. Sólo al final de todo el proceso Catarella se retiró, ya más tranquilo.

– ¿Dónde está Augello?

– Dottore, ha habido un intento de atraco en la joyería Melluso. El dueño se ha puesto a disparar como un loco y los dos atracadores se han dado a la fuga. Las pistolas que llevaban éstos eran de juguete, y, a juzgar por las descripciones de los presentes, se trata de dos chavales. Resumen: dos heridos entre los viandantes.