– ¿El joyero tenía licencia de armas?
– Por desgracia, sí.
– ¿Los atracadores eran forasteros?
– Por suerte, no. -Mentalmente, Montalbano aprobó tanto el «por desgracia» como el «por suerte». Habían sido mucho más expresivos que cualquier razonamiento-. ¿Y bien? -preguntó Fazio, que ya no conseguía reprimir la curiosidad.
– He llegado a una primera conclusión -respondió el comisario-, pero no me apetece contártela.
– ¿Y eso por qué?
– Pues porque después tendré que repetírsela a Mimì, y me fastidia.
Fazio lo miró, fue a cerrar la puerta, regresó, se situó junto al escritorio y se puso a hablar en dialecto.
– Pozzu parlari da omu a omu?
– Por supuesto que podemos hablar de hombre a hombre.
– Usía no debe aprovecharse del hecho de que aquí todos lo queremos mucho y vamos de culo para satisfacer sus caprichos. ¿Hablo claro?
– Sí.
– Pues entonces procure librarse del mal humor que le ha causado tener que comerse la galleta de anís y cuénteme qué ha encontrado en la obra. Y si a usía le molesta tener que contarlo dos veces, al dottor Augello se lo contaré yo.
Montalbano se rindió y le reveló con todo detalle a Fazio lo que le había ocurrido, lo que había hecho y lo que había encontrado.
Al final sacó del bolsillo el sobrecito de plástico y se lo entregó a Fazio. La sangre se había pulverizado y se había convertido en una línea casi invisible de polvo oscuro a lo largo del borde inferior del envoltorio.
– Guárdalo tú, Fazio. Tiene mucho valor. Si la sangre pertenece a Puka, como yo creo, es una prueba fundamental.
– ¿De qué?
– De que el albanés fue asesinado. Mira, en mi opinión, Puka fue sorprendido y atacado por el asesino mientras se encontraba meando en el retrete. Puka, vestido con la ropa de trabajo, pero todavía sin el casco protector, deja la puerta del retrete abierta, llega el asesino y le descarga un fuerte golpe en la cabeza con un tubo de hierro. Sin embargo, antes ha cerrado la puerta a su espalda.
– ¿Por qué?
– Porque cualquiera que pase por delante de la puerta del barracón puede ver el interior del retrete. Es una precaución justificada. Puka cae muerto sobre la taza del váter y el asesino lo saca fuera para preparar el montaje. Debía de tener por lo menos un cómplice. Antes de dar la voz de alarma ante la falsa desgracia, limpian cuidadosamente el retrete, pero no se fijan en las manchas de la puerta porque, durante la labor de limpieza, ha permanecido abierta.
– Pero ¿cómo es posible que la sangre haya ido a parar allí?
– Yo la he visto por casualidad, atraído por un efecto de la luz. El asesino descarga el primer golpe y vuelve a levantar el tubo de hierro para asestar un segundo. Pero como el espacio es muy reducido, el hierro golpea contra la puerta cerrada, provocando en ella una pequeña hendidura en forma de media luna, y, con el golpe, la sangre que había en el tubo de hierro salpica a su alrededor. Sin embargo, el segundo golpe ya no es necesario, Puka tiene la cabeza completamente abierta.
Entonces se abrió la puerta y entró Augello.
– Fazio me ha dicho que has ido a la obra. ¿Qué has encontrado?
Montalbano se levantó.
– Nos vemos mañana -dijo.
Y se fue.
4
Seis accidentes laborales en un mes sólo en la provincia de Montelusa es una cantidad considerable. Si seguía esa proporción, ¿cuántas serían las desgracias laborales en toda Italia? ¿Se sabía? Sí, de vez en cuando alguien lo comentaba en la tele y después aparecía el compungido rostro de la periodista proclamando urbi et orbi que el número era sin duda elevado, pero se mantenía dentro de los límites de la media europea. Y ahora, pasemos al deporte. Y adiós muy buenas. Pero ¿cuál era la media europea si se podía saber? No, señor, eso no se decía. Porque el cuento de la «media europea» se había convertido no sólo en una estupenda coartada, sino también en un elemento de profundo consuelo. ¿Que el desempleo había aumentado un cuatro por ciento? No hay que preocuparse, pues sólo es ligeramente superior a la media europea, una nadería. En cambio, los accidentes de tráfico no, ésos eran ligeramente inferiores a la media europea, pero, tranquilos, el Gobierno tomaría medidas: tenían previsto obligar a circular como mínimo a ciento cincuenta kilómetros por hora para que, de esa manera, Italia fuera competitiva con los demás países de esa preciosa Europa que quieren los bancos. Y, además, ¿por qué se empeñaba en llamarlas desgracias? No, Nicolò Zito lo había dicho muy bien: eran homicidios, y así tenían que ser considerados. Todos esos pensamientos cruzaron por su mente mientras se zampaba un plato de deliciosos y tiernos pulpitos que le había preparado Adelina, y poco a poco se le fue pasando el apetito hasta desaparecer por completo. Se levantó, despejó la mesa y se tomó un café para quitarse el amargo sabor que le había quedado en la boca. Después puso la cinta que le había facilitado la secretaria de Nicolò, se sentó y empezó a verla.
La primera muerte que se analizaba era la de un pobrecillo que había caído en el interior de un pozo negro. La segunda, la de un padre de tres hijos que se había quemado vivo. La tercera se había debido a la rotura de un cable que sostenía una viga de hierro, la cual había aplastado a un obrero que estaba debajo. La cuarta había sido una muerte, por así decirlo, menos originaclass="underline" se trataba de la acostumbrada e insignificante caída desde un andamio. La quinta presentaba cierta originalidad: un albañil era sepultado en cemento por un compañero que no se había percatado de su presencia. ¿Cómo se titulaba aquella novela del escritor italoamericano Pietro di Donato en la que se narraba un hecho parecido? Ah, sí, Cristo entre los albañiles. Incluso la habían convertido en una bonita película. La sexta y última era la de Puka.
De ver aquella carnicería se le había revuelto el estómago. Necesitaba un descanso. Salió a la galería, la noche era preciosa. Bajó a la playa y paseó muy despacio por la orilla del mar. Estuvo media hora larga paseando y, poco a poco, el aire salado le despejó la mente. Regresó a casa, encendió el televisor y contempló una y otra vez las imágenes que captaban a Puka muerto. Durante el paseo debía de haber cogido frío, pues en el hombro lastimado empezó a notar punzadas de dolor. Visionó y volvió a visionar las imágenes unas diez veces, adelantando y retrocediendo, parando y acelerando hasta que los ojos se le empezaron a cerrar. No había nada fuera de su sitio. ¿Querían que pareciera una desgracia? Pues parecía una desgracia. Comparó las imágenes de Puka con las del otro albañil que también había caído desde un andamio, Antonio Marchica. Bueno, si algo se podía decir era que el cuerpo de Puka, la posición de sus brazos y piernas era tan idéntica a lo que uno podía esperar en semejantes circunstancias, que resultaba falsa. Parecía puesto allí por un director de cine para rodar una escena. Los brazos de Marchica no se veían, pues estaban debajo del cuerpo. En cambio, el brazo derecho de Puka formaba un perfecto arco por encima de su cabeza mientras que el izquierdo estaba alineado con el cuerpo, ligeramente separado. El rostro de Marchica no se distinguía porque estaba hundido en la tierra, mientras que Puka estaba de perfil y se apreciaba buena parte de la herida de la cabeza. A Montalbano no le habría sorprendido oír la voz de alguien gritando: «¡Silencio! ¡Acción!» Sin embargo, se preguntó: «Si no hubiera recibido el anónimo que me ponía sobre aviso, ¿habría tenido la misma sensación de montaje, de teatro?» No supo responder. Miró el reloj, ya eran las dos. Apagó el televisor y se fue al cuarto de baño. Le dolía mucho el hombro y buscó largo rato en el botiquín una pomada que Ingrid le había aplicado una vez justo en aquel mismo hombro y que tan bien le había ido. Como es natural, no la encontró. Se fue a la cama y, tras haber dado vueltas y más vueltas para encontrar la posición menos dolorosa para el hombro, finalmente se durmió.