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Él y Livia estaban al borde de un acantilado contemplando el mar que se extendía a sus pies. De repente, se oyó un sonoro «crac».

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Livia, asustada.

Y en ese momento se dieron cuenta de que no se encontraban al borde de un precipicio, sino subidos a un andamio de tubos de hierro y tablas de madera. El siniestro crujido procedía de la tabla sobre la cual ellos tenían los pies.

«¡Craaac!», repitió la tabla, rompiéndose, y ambos se precipitaron al vacío.

La caída era interminable. Una vez superado el susto inicial y al ver que caían en algo que parecía no tener fondo, se acostumbraron en cierto modo a la situación. Descendían lenta y pausadamente, casi como si la fuerza de la gravedad se hubiera reducido a la mitad.

– ¿Cómo estás? -preguntó Montalbano.

– Por ahora bien -contestó Livia.

Puesto que se encontraban el uno al lado del otro, caían cogidos de la mano. Después se abrazaban. Y luego se besaban. A continuación, se quitaban la ropa, y las prendas flotaban en el aire a su altura. Cuando llevaban cinco minutos haciendo el amor, aterrizaban finalmente sobre una red de circo, rebotando en ella entre risas hasta que alguien gritaba:

– ¡Esposas! ¡Que les pongan unas esposas! ¡Esas cosas no se hacen en público! ¡Quedan detenidos!

El que gritaba era el comandante de los carabineros que le había echado una bronca en Montelusa por haber colgado violentamente el teléfono. Se despertó maldiciéndolo.

Se le ocurrió una idea descabellada. Eran las cuatro de la madrugada. Se levantó, se fue a la otra habitación y marcó un número de teléfono. La adormilada y pastosa voz de Livia contestó al sexto tono, cuando el comisario ya estaba empezando a extrañarse de que a aquella hora aún no hubiera regresado a casa.

– ¿Quién demonios es?

– Soy Salvo.

– ¡Vete a hacer puñetas! ¡La madre que te parió!…

Se había equivocado de número, aquélla no era la voz de Livia. Pero le sirvió para que se le pasaran las ganas de marcar el número correcto. Se había desvelado por completo. Fue a la cocina a prepararse un café y observó horrorizado que en el bote sólo quedaba un poco, insuficiente incluso para una tacita. Se vistió soltando palabrotas. A cada movimiento que hacía experimentaba una lancinante punzada en el hombro. Subió al coche y se dirigió al puerto, donde había un bar abierto toda la noche. Pidió un café doble muy cargado, compró por si las moscas cien gramos de café molido, se encaminó hacia el coche y se quedó petrificado. Lo había aparcado muy cerca de dos palos que sostenían un letrero que había al lado de la puerta de un recinto de madera. Aquello también era una obra. Miró el cartel. La idea que se le había ocurrido resistió el segundo y el tercer análisis. ¿Por qué no comprobarlo? Podía ser un camino.

El brazo izquierdo le colgaba inerte al costado porque, en cuanto lo movía, el hombro le dolía tanto que parecía soltar alaridos de rabia. Conducir desde Marinella hasta la comisaría le supuso un esfuerzo tan grande que tuvo dificultades para bajar del coche. Catarella, que se encontraba casualmente en la entrada, corrió a su encuentro.

– ¡Ah, dottori, dottor! ¿Todavía le duele? -preguntó, tratando prácticamente de cargárselo sobre los hombros-. ¡Apóyese! ¡Apóyese en mí! ¡A mí ya se me ha pasado el dolor de la pierna! ¡Ahora ya estoy bien!

– ¿Anoche fuiste a ver a la viejecita?

– ¡Sí, señor dottori! ¡Me hizo un emplasto nocturno para que lo llevara por la noche y esta mañana ya estaba perfectamente sano!

¿Cómo era posible? El comisario miró cautelosamente a su alrededor como si fuera un conspirador y preguntó en voz baja:

– ¿Me acompañas allí esta noche?

Catarella se quedó sin respiración.

– ¡Virgen santísima, dottori, qué honor tan grande para mi!

– Pero, sobre todo, Catarè, nadie tiene que saberlo.

– Soy una tumba, dottori.

Le contó a Fazio los detalles de la cinta que había visto. Después le dijo que, como no tenía café en casa, a las cuatro de la madrugada se había levantado y se había ido al bar del puerto.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó Fazio.

– Vaya si tiene. Había aparcado el coche junto a dos postes que sostenían el letrero de una obra donde figura el nombre de la empresa constructora, el permiso de obras y todo lo demás, ¿sabes?

– Sí, señor, ¿y qué?

– En la cinta de las llamadas «desgracias» esos datos no constaban. Tienes que facilitármelos tú. -Sacó una hoja del bolsillo y se la entregó a Fazio-. Aquí he anotado los lugares donde ocurrieron los accidentes y los nombres de las víctimas. Quiero saberlo todo, los nombres de las empresas constructoras y de los que encargaron las obras, el número de los permisos… ¿Me he explicado bien?

– Sí, pero ¿para qué lo quiere?

– Quiero ver si tienen algún punto en común.

– Uno sí tienen -dijo Fazio.

– ¿Cuál?

– La muerte.

En ese momento la puerta del despacho se abrió violentamente, pero en lugar de golpear contra la pared, golpeó contra un montón de papeles para firmar que Fazio había depositado en el suelo y rebotó con la misma violencia tratando de cerrarse de nuevo, aunque no lo consiguió porque en su trayectoria encontró un obstáculo: el rostro de Catarella, el cual soltó una especie de agudo relincho mientras se cubría la cara con una mano.

– ¡Virgen santiiiísima! ¡Se me ha chafado la nariz! -Pero ¿qué era aquello? ¿Una comisaría? Aquello parecía más bien un laboratorio de gags cinematográficos que Charlot hubiera envidiado. Montalbano esperó con la paciencia de un santo a que Catarella se taponara la nariz chafada con un pañuelo-. Dottori, pido perdón, pero ha llegado un comandante de los carabineros que quiere hablar con usted en persona personalmente. Dice que se llama Verruso.

¿Verruso? ¿No era ése el nombre del comandante encargado de investigar la muerte de Puka? ¿Qué coño querría?

– Dile que no estoy. -Pero inmediatamente se arrepintió-. No, Catarè, hazlo pasar.

El comandante, vestido de uniforme y con la gorra bajo el brazo izquierdo, apareció en la puerta con el brazo derecho extendido.

– Ah, ¿es usted?

El comisario, que se incorporaba para saludar, se quedó paralizado a medio camino con el brazo derecho extendido. El comandante era la misma persona que le había echado un rapapolvo en Montelusa por la cuestión del teléfono. Y también era el mismo -aunque eso Verruso no lo sabía- que se le había aparecido en sueños y lo había despertado mientras hacía el amor con Livia.

Después el fotograma congelado volvió a cobrar vida. Montalbano rodeó el escritorio, el comandante avanzó cuatro pasos y finalmente sus manos se estrecharon. Ambos esbozaron una sonrisa tan falsa como un Rolex fabricado en Nápoles.

Se sentaron.

– ¿Le apetece beber algo?

– No. -Transcurrieron diez segundos largos antes de que el visitante añadiera-: Gracias. -¡Madre mía, qué soso era aquel hombre! Montalbano decidió no hacer preguntas y que el otro se las arreglara como pudiera para empezar la conversación-. Disculpe, dottore, pero ¿está usted investigando sobre Pashko Puka?

– ¿Sobre quién?

Se felicitó a sí mismo, la expresión de asombro le había salido francamente bien. Aunque tal vez fuera un error, pues el comandante lo miró y pasó al ataque directo.

– Señor comisario, se lo ruego. He hablado con el doctor Pasquano, el cual me ha informado, como era su deber, de que usted fue a visitarlo, le pidió los resultados de la autopsia y le dijo también que, a lo mejor, Puka estaba implicado en asuntos de robos.