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– Mire, mi comandante; si se demuestra que la sangre es de Puka, significaría que…

– Quédese tranquilo, dottore. La mandaré examinar junto con la otra.

– ¡¿La otra?!

– Verá, dottore -se dignó explicarle Verruso-, cuando usted abandonó la obra, yo llamé a dos de mis hombres. Examinamos minuciosamente el retrete y detrás de la taza descubrimos otras manchas de sangre que escaparon a la limpieza de los asesinos. Porque a Puka no lo mató una sola persona, ¿no está de acuerdo conmigo?

– Sí, estoy de acuerdo -contestó Montalbano en tono comedido.

Ese tal comandante Verruso quería jugar con él al gato y el ratón. Pero ¿tan seguro estaba Verruso de ser el gato? ¿Y hasta dónde había llegado con su investigación? ¿Con qué interés o con qué distanciamiento se la había tomado? ¿Interés, distanciamiento? Pero ¿qué era aquello? ¿Una competición entre la policía y el Cuerpo de Carabineros? ¡Pues que resolvieran ellos el problema, que se las arreglaran como pudieran!

– Muy bien -dijo Montalbano en tono concluyente-. Se lo he dicho todo y le he entregado el resultado. Y ahora, si me permite, tengo asuntos que…

Se levantó y le tendió la mano. El otro la contempló como si jamás hubiera visto una mano y permaneció sentado.

– Quizá no lo haya comprendido -dijo.

– ¿Qué es lo que habría tenido que comprender?

– Que yo he venido aquí para decirle…, para preguntarle si le apetece echarme una mano… Extraoficialmente, claro.

Montalbano no pudo reprimir una risita.

Pero ¡qué listo era el señor comandante! ¡Él resolvía el caso y el otro se llevaba el mérito!

– ¿Y por qué tendría que hacerlo?

– Porque estoy muriéndome.

Así, con la mayor sencillez.

– Es una broma, ¿verdad?

– No. Padezco un cáncer que está devorándome vivo. Estoy solo, mi mujer murió hace tres años. No tuvimos hijos. La única razón de mi existencia es lo que hago, enviar a la cárcel a quienes se lo merecen.

– ¿Sus superiores lo saben?

– No. Los médicos me han dicho que todavía puedo aguantar un poco, una o dos semanas, después tendré que ingresar en un centro médico para someterme… En resumen, temo que, con el tiempo que me queda, no pueda hacer gran cosa. Pero si usted… En cualquier caso, sea cual sea su decisión, le ruego que no le comente a nadie mi enfermedad.

– ¿Tiene usted un especial interés por este caso?

– Ninguno en absoluto. Pero no me gusta dejar las cosas a medias.

Admiración. No, mucho más que eso: respeto. Por la serena valentía, por la tranquila determinación de aquel hombre. Una vez había leído un verso que decía más o menos que lo que ayuda a vivir es el pensamiento de la muerte. Ya, el pensamiento puede que sí, pero la certeza de la muerte, su cotidiana presencia, su diaria manifestación, su atroz tictac -sí, porque en aquel caso la muerte era como un despertador que sonaría no para el despertar, sino para el sueño eterno-, todo eso ¿no habría tal vez provocado en él, Montalbano, un indecible e insoportable terror? ¿De qué estaba hecho el hombre que tenía delante? «No -pensó-, está hecho de carne, como yo.» Pero, llegado el momento, el instante decisivo, no había ningún hombre que no encontrara en sí mismo una fuerza inesperada y misericordiosa.

– De acuerdo -dijo.

Y volvió a sentarse.

– Gracias -replicó el comandante Verruso.

Montalbano se levantó de golpe.

– Perdone un segundo. -De repente y a traición, había notado un nudo en la garganta; un poco más y se le habrían escapado las lágrimas. Fue al lavabo, bebió un vaso de agua y se lavó la cara. Al regresar se asomó al despacho de Fazio-. ¿Hasta dónde has llegado con las investigaciones?

– Estoy en ello -contestó Fazio en tono descortés y enfurruñado.

Aún no había digerido el asunto del sobrecito.

«Pues todavía no sabes lo que te espera», pensó el comisario, disimulando su regocijo. Luego se sentó de nuevo detrás de su escritorio. Desde que había entrado en el despacho, Verruso no había cambiado de posición, con los zapatos perfectamente alineados, uno al lado del otro.

– ¿De verdad no le apetece tomar algo? ¿Un café, un refresco? -preguntó Montalbano, más que nada para comprobar si conseguía sacarlo de aquella inmovilidad.

– No, gracias.

Al menos esa vez el «gracias» lo había dicho inmediatamente después del «no». Montalbano pasó al ataque.

– ¿Qué cartas tiene usted en la mano?

– De descarte. Pashko Puka vivía en Montelusa en un edificio de cuatro pisos que incomprensiblemente todavía no se ha derrumbado. Un nido de chinches. Allí duermen albaneses, kurdos, árabes, kosovares… Por lo menos cuatro en cada habitación.

– ¿Lo ocuparon?

– ¡No! La casa es propiedad del concejal Francesco Quarantino, que es de derechas y está en contra de la inmigración. Pero como es un hombre generoso, según proclama él mismo a cada momento, se la cedió a esos pobrecillos hasta que los expulsen. A trescientas mil liras mensuales por plaza de cama. Pero Puka pagaba un millón y medio de liras por una habitación para él solo que tenía cuarto de baño privado con una rudimentaria ducha. Lo cual es muy extraño, pues disfrutaba de un lujo que no habría podido permitirse con la paga que cobraba.

– Si es por eso, disfrutaba de otros lujos. El pedicuro, por poner un ejemplo.

El comandante adoptó una expresión pensativa.

– Tuve ocasión de ver el cadáver desnudo. Las partes del cuerpo que normalmente no se exponen al sol estaban muy blancas, y también las zonas del pecho y la espalda protegidas por la camiseta. Me resultó curioso.

Parecía desconcertado e hizo una pausa.

– Cuénteme.

– Verá, dottore, yo no me fío de las impresiones.

«Pues yo sí», pensó Montalbano.

– Cuénteme -repitió.

– No sé, me pareció que aquel cadáver estaba formado por piezas pertenecientes a dos hombres distintos.

– Y puede que fueran dos hombres distintos.

El comandante lo captó al vuelo.

– ¿Usted cree que Puka no era lo que aparentaba ser?

– Exactamente. ¿Qué dicen sus documentos?

– No los hemos encontrado. Ni en su habitación ni entre la ropa que llevaba el día que lo mataron.

– Lo cual quiere decir que se los llevaron. No querían que nosotros lo identificáramos.

– Pero ¡lo hemos identificado!

– A medias. Al albañil. Por cierto, ¿está usted seguro de que se llamaba así?

– Lo único seguro es la muerte.

Se le había escapado. Verruso sonrió ante su propia frase. Una sonrisa sin labios, un corte en el rostro. Siguió adelante.

– El propietario de la empresa para la cual trabajaba, que, por otra parte, es un hombre de conducta intachable y tiene fama de ser buena persona, ha transcrito los datos que figuraban en los permisos de residencia y trabajo. Recuerda que el día en que Puka se presentó llevaba un pasaporte en la mano.

– ¿Y cuántos inmigrantes llegan con su pasaporte? Deben de ser muy pocos.

– En efecto. Pero Puka era uno de ellos.

– ¿Ha interrogado a alguien que lo conociera?

– Lo que se dice interrogar, he interrogado. Pero no he encontrado a nadie que haya intercambiado con él algo más que un simple saludo. No daba muchas confianzas. Y no porque fuera antipático o soberbio, no, era su carácter. Sin embargo, en su habitación había algo que no encajaba. O, mejor dicho, que no había.

– ¿Qué quiere decir?

– No había ni una sola carta de su país. Ni una fotografía. ¿Es posible que no tuviera a nadie en Albania?

– ¿Sabe si tenía alguna mujer aquí?

– Jamás nadie lo ha visto llevarse una mujer a su habitación, ni de día ni de noche.