A Montalbano se le hizo en la garganta un nudo de angustia. Se vio perdido: si no se tomaba la temperatura, la fiebre adquiriría carácter crónico. Justo en ese instante vio al Farola, quien, con un saco a la espalda, se acercaba a la taquilla de la estación. Con la rapidez de un relámpago, el comisario comprendió que el vagabundo tenía intención de largarse, de escapar: quería evitar la ceremonia organizada por el alcalde que inevitablemente habría llevado a su identificación, cosa que, cualquiera sabía desde hacia cuánto tiempo, él trataba de evitar.
– ¡Doctor! -gritó sin saber por qué razón había llamado con aquel título al vagabundo, pero el impulso le salió de dentro, de lo más profundo de su condición de hombre nacido con instinto de caza.
El Farola se detuvo en seco y se dio lentamente la vuelta mientras Montalbano se le acercaba. Cuando llegó hasta él, el comisario comprendió que aquel viejo que tenía delante estaba aterrorizado.
– No tenga miedo -le dijo.
– Sé quién es usted -replicó el Farola-. Usted es comisario. Y me ha reconocido. Tenga compasión de mí, he pagado mi error y sigo pagándolo. Yo era un médico apreciado y ahora sólo soy un desperdicio humano. Pero, aun así, no soportaría la vergüenza, no podría resistir que la vieja historia volviera a aflorar a la superficie. Tenga compasión de mí y deje que me vaya.
Unas gruesas lágrimas le caían sobre la raída chaqueta.
– No se preocupe, doctor -dijo Montalbano-. No tengo ningún motivo para retenerlo. Pero antes tengo que pedirle un favor.
– ¿A mí? -preguntó extrañado el vagabundo.
– Sí, a usted. ¿Puede decirme cuánta fiebre tengo?
Herido de muerte
1
Toda la culpa de la mala noche que estaba pasando, dando vueltas en la cama hasta casi estrangularse con la sábana, no podía ser atribuida en modo alguno a la cena de la víspera, que había sido muy ligera. No, parte de la culpa la tenía probablemente el libro que se había llevado a la cama, el nerviosismo que le habían provocado ciertas páginas insulsas y deslavazadas de aquella novela aclamada por los críticos como una de las cumbres más altas de la literatura mundial de los últimos cincuenta años. El descubrimiento de la cumbre de turno se producía por término medio una vez cada seis meses, y el grito de júbilo solía lanzarlo algún periódico un tanto esnob al que los demás se sumaban de inmediato. Bien mirado, el panorama de la literatura mundial de los últimos cincuenta años se parecía mucho a la cordillera del Himalaya fotografiada desde un satélite. Pero la verdadera culpa, reflexionó, no la tenía el libro. Nada más adormilarse habría podido cerrarlo, arrojarlo al suelo, apagar la luz y santas pascuas. Pero Montalbano estaba mal hecho, tenía un defecto: cuando empezaba a leer algo, cualquier cosa que fuera, un artículo, un ensayo o una novela, era absolutamente incapaz de dejarlo a medias. Tenía que seguir hasta el final.
El timbre del teléfono fue como una liberación. Arrojó el libro contra la pared y miró el reloj. Eran las tres de la madrugada.
– ¿Diga?
– ¿Oiga?
– ¡Catarè!
– ¡Dottori!
– ¿Qué hay?
– Han disparado.
– ¿Contra quién?
– Contra uno.
– ¿Ha muerto?
– Sí.
La concisión del espléndido diálogo habría sido digna del ínclito poeta Vittorio Alfieri.
– A ese señor «difungo» que se llamaba Gerlando Piccolo le han pegado un tiro en su casa -añadió prosaicamente Catarella.
– Dame la dirección.
– Es un sitio muy difícil de encontrar, dottori. Pásese por aquí. Gallo conoce el camino.
– ¿Has avisado al dottor Augello?
– Lo he intentado, pero no lo he encontrado.
– ¿Y Fazio?
– Ya ha ido al escenario del delito.
– Muy bien, voy para allá.
La oscuridad era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo. La casa del «difungo», como decía Catarella, estaba en pleno campo, por lo que Montalbano había podido comprender. Las luces de su coche iluminaron el vehículo de servicio de la comisaría, que estaba aparcado delante de la puerta de entrada, abierta de par en par. Entró, seguido por Gallo, en un espacioso salón que servía a un tiempo de sala de estar y comedor. Todo se veía muy pulcro y ordenado. De una de las tres puertas que daban acceso al salón salió Galluzzo con un vaso de agua en la mano. A su espalda, el comisario entrevió una cocina.
– ¿Adónde vas?
Galluzzo señaló la puerta que tenía delante.
– A la habitación de la sobrina. ¡Pobrecita! Le he dicho que se tumbe en la cama.
– ¿Dónde está Fazio? -Galluzzo indicó por señas la escalera que conducía al piso de arriba-. Tú quédate aquí -le dijo Montalbano a Gallo.
– ¿Y qué hago?
– Repasa las tablas de multiplicar.
El dormitorio en el que se había producido el homicidio presentaba un desorden propio de un lugar recién sacudido por un terremoto. Cajones abiertos, ropa de cama y prendas de vestir tiradas por el suelo, puertas de armario abiertas… Llamaban la atención dos cuadritos, otrora colgados en las paredes y ahora arrancados y rotos a pisotones, y los restos de una pequeña imagen de la Virgen arrojada violentamente contra la pared. ¿Qué tenía que ver aquel vandalismo con un robo? El difunto Gerlando Piccolo, un sexagenario rechoncho y temperamental, yacía en la cama de matrimonio con la parte superior del cuerpo apoyada en la cabecera y una enorme mancha roja a la altura del corazón. Estaba claro que había tenido tiempo de incorporarse un poco antes de que el asesino lo obligara a tumbarse definitivamente. No tenía los ojos abiertos de par en par, sino algo más de lo normal, en una expresión de estupor. Pero semejante hecho no tenía por qué ser objeto de conjeturas, pues cuando uno ve que le ha llegado la hora de la muerte, o se sorprende o se asusta, no hay vuelta de hoja. Por último, a pesar de que en la habitación hacía un frío que pelaba, el hombre no llevaba ni camiseta, ni pijama, ni nada de nada. Fazio, que se encontraba de pie al lado de la cama con pinta de viajante de comercio que muestra la mercancía, interceptó la mirada de su jefe.
– Está completamente desnudo, no lleva ni siquiera los calzoncillos.
– ¿Cómo lo sabes?
– He metido la mano por debajo de la sábana. ¿Qué hago? ¿Llamo a la Científica y aviso a la Fiscalía?
– Espera.
Había algo que no cuadraba. Montalbano se agachó para mirar debajo de la cama por la parte donde estaba tumbado el muerto y observó que la camiseta y los calzoncillos estaban allí. Mientras se incorporaba, se detuvo en seco, como si el lumbago lo hubiera sorprendido a traición. En el suelo, entre la mesilla y los pies de la cama, había un revólver.
– Fazio ¿lo has visto?
– Sí, señor.
– Debe de haberlo dejado el asesino.
– No, señor dottore. Estaba en el cajón de la mesilla. Fue la sobrina la que lo sacó y disparó contra él. Ella misma me lo ha dicho.
– ¿Contra quién disparó?
– Contra el asesino.
– No entiendo un carajo. Quizá sea mejor que vaya a hablar con esa sobrina.
– Quizá sea mejor -dijo enigmáticamente Fazio.
La sobrina era una muchacha de dieciocho años, piel morena, grandes ojos negros enrojecidos por el llanto y una tupida masa de cabello muy rizado. Estaba extremadamente delgada y, en su manera de mirar al comisario y de levantarse de un salto de la cama sobre la que estaba sentada, no tumbada, reveló cierto carácter salvaje y animal. Iba envuelta en una especie de bata y temblaba más a causa del frío que de la impresión.
– Prepárale algo caliente -le dijo el comisario a Galluzzo.
– En la cocina hay un poco de manzanilla -repuso la joven.
– A mí hazme un café -ordenó Montalbano.