– Pero ¡qué familiar ni qué niño muerto!
– Entonces, disculpe, pero ¿por qué se apoyaba en usted?
– Catarè, esta mañana, cuando he bajado del coche, ¿acaso no me he apoyado en ti?
– Es verdad.
– ¿Y qué somos tú y yo, familiares?
– ¡Virgen santa! ¡Es verdad! ¡Dottori, no hay nadie en el mundo que explique las cosas tan bien como usía las sabe explicar! -Sin embargo, enseguida cambió de opinión-. Pero ¡dottori, el comandante no estaba bajando de su coche! ¡Es distinto!
Estaba levantándose de la mesa, ahíto y satisfecho, cuando vio aparecer a Mimì.
– No te he visto en toda la mañana.
– Esta noche ha habido un robo con violencia. Pero ni era robo ni ha habido violencia.
– ¿Pues qué era entonces?
– Un intento de engañar a la compañía aseguradora.
– ¿Y has venido para decirme eso?
– No, para comer. Pero ya que estamos…
– Pues habla porque me apetece respirar un poco el aire del mar.
– He pasado por la comisaría.
– Entiendo. Y Fazio te ha contado lo del comandante de los carabineros.
– Sí.
– Mimì, he intentado explicarle la situación, pero no quiere saber nada. Ha venido a verme ese tal comandante Verruso. Se había enterado a través del doctor Pasquano de que nosotros llevábamos el caso del albanés. He intentado contarle la historia de que lo creíamos implicado en asuntos de robos, pero no se lo ha creído. Entonces le he dicho la verdad, lo del anónimo y todo lo demás. Y él no ha puesto el grito en el cielo. Ni se ha ofendido ni me ha amenazado, se ha limitado a pedirme amablemente que me retirara del caso. Y yo se lo he prometido. Eso es todo. Y mira que nos podía joder de mala manera… Nosotros somos los que no hemos obrado bien, Mimì, pero él no se ha aprovechado. Trata de hacérselo comprender tú a esa cabeza de calabrés de Fazio.
Mientras iniciaba su paseo de meditación y digestión hacia el faro, pensó que ahora él era el único que llevaba la investigación, pues se veía obligado a ocultársela incluso a Mimì y a Fazio. No podía correr el riesgo de revelar lo que Verruso le había confesado. Se pasó media hora reflexionando, sentado sobre la roca. Después regresó al despacho, consultó la guía y efectuó una llamada. Le dijeron que el señor Corso estaba en la oficina y que podía concederle un cuarto de hora si acudía allí enseguida, puesto que tenía que salir corriendo hacia Fiacca.
Alfredo Corso era un septuagenario de mofletudo y rubicundo rostro sin una sola arruga. Tenía los ojos de color azul claro y debía de ser una persona de humor enfermizo. Montalbano no debió de caerle bien, pues lo atacó nada más verlo entrar.
– ¿Qué quiere de mí? No tengo tiempo que perder.
– Yo tampoco -replicó el comisario-. Vengo por el asunto del albanés que murió en su obra.
– ¿Y dónde está la Policía Judicial? ¿Y la Forestal?
– No lo entiendo.
– Yo creía que estos casos los llevaban los carabineros. ¿Es que ahora se mete también la Policía?
– No, verá, yo no vengo por lo del accidente, sino porque ese tal Pashko Puka era sospechoso de haber cometido algunos robos. -Alfredo Corso lo miró y después se echó a reír-. ¿Le hace gracia?
– No me lo creo.
– Usted es muy dueño de no creérselo… ¿Por qué no se lo cree?
– Porque yo, señor mío, a las personas las capto a la primera. Me basta verlas una vez para saber incluso lo que piensan. Y Puka, el pobrecillo, no era de esos que se ponen a robar.
– ¿Su intuición jamás lo ha engañado?
– Jamás. Yo elijo personalmente a mis trabajadores, uno a uno. Nunca he fallado.
– ¿Ni siquiera con los extranjeros?
– Los extranjeros, señor mío, tanto si tienen la piel negra como amarilla, son hombres como usted y como yo. No hay ninguna diferencia.
– Por cierto, usted tiene muchos extracomunitarios y…
El rostro de Corso se encendió como una cerilla.
– ¿Hay que dejarlos morir de hambre?
– No, señor Corso, yo…
– ¿Hay que obligarlos a robar? ¿A traficar con droga?
– Oiga, señor Corso…
– ¿A vivir de las putas? -Montalbano permaneció en silencio, pues había comprendido que no habría manera, tenía que permitir que se desahogara-. ¿A vender a los hijos? Dígame usted.
– ¿Es usted creyente?
La pregunta del comisario sorprendió a Corso.
– ¿Qué coño tiene que ver que yo sea creyente o no? No, no soy creyente. Pero me ha bastado vivir durante casi treinta años como emigrante, primero en Bélgica y después en Alemania, para comprender a esa gente que abandona su tierra a la desesperada.
– ¿Cómo contrata a los extracomunitarios?
– Me los facilitan.
Montalbano percibió cierto titubeo en la voz de su interlocutor.
– ¿Quién?
– Pues Caritas, organizaciones de ese tipo, el Gobierno Civil…
– ¿Y a Puka en concreto quién se lo facilitó?
– No me acuerdo.
– Haga un esfuerzo.
– ¡Catarina! -Inmediatamente se abrió la puerta de la sala de al lado y apareció una mujer de treinta años, alta, guapa y distinguida. Una secretaria con clase-. Catarina, ¿quién nos facilitó a Puka?
– Voy a mirarlo ahora mismo en el ordenador. -Desapareció y volvió a aparecer-. La Jefatura Superior de Policía.
Corso se encendió y se puso a gritar.
– ¡La Jefatura Superior! ¿Ha comprendido, comisario? ¡La Jefatura Superior! ¡Y usted se presenta aquí contándome chorradas!
Entonces la secretaria hizo una cosa que no hubiera tenido que hacer en presencia de extraños. Se situó detrás del escritorio, rodeó con un brazo los hombros de Corso y le besó la calva.
– No te pongas así, que después te sube la tensión.
– ¿Usted es…? -empezó a preguntar Montalbano.
Estaba a punto de decir «viudo», pero se detuvo a tiempo. Algo en la mirada del hombre le hizo comprender la verdad.
– ¿Qué me preguntaba? -dijo Corso, ya más tranquilo.
– Nada. Es su hija, ¿verdad?
– Sí, la tuve tarde. O sea, señor mío, que, como ve, es muy difícil que la Jefatura Superior me enviara a un ladrón, ¿no le parece?
Montalbano extendió los brazos. Debía buscar la manera de quedarse a solas con la hija-secretaria. La mirada que ésta le había dirigido, un relámpago, mientras se incorporaba tras besar a su padre, era tan clara como si hubiera dicho palabras: «Tengo que hablar contigo.»
– Sé que no tiene tiempo -dijo con expresión desolada-, pero me veo obligado a pedirle más información sobre…
– ¡Ni hablar! ¡Ya estoy retrasándome! -exclamó Corso a voz en grito, y luego se levantó y añadió-: ¡Catarina!
– Sí -dijo la chica, presentándose en un abrir y cerrar de ojos.
Pero ¿es que estaba siempre detrás de la puerta a la espera de que la llamaran?
– Catarì, atiende tú al señor. De todos modos, no tenemos nada que esconder. Buenos días.
Y se fue sin que el comisario tuviera tiempo de despedirse.
– Pase -dijo Catarina, abriendo la puerta de su despacho y apartándose para que entrara.
La estancia era espaciosa y el mobiliario antiguo, sin metales cromados ni formas indescifrables. La única excepción eran el ordenador y los dos teléfonos, de esos que te lo hacen todo, desde poner un fax hasta un café. A un lado había una especie de saloncito. La joven invitó al comisario a sentarse en un sofá y ella se acomodó en un sillón. Se la veía un poco cohibida.
– ¿De veras quería otras informaciones o ha comprendido que yo quería…?
– He comprendido que usted deseaba hablar conmigo, pero no en presencia de su padre.
– Eso es precisamente lo que hace que me sienta incómoda.
– ¿Qué quiere decir?
– No me gusta hablar de mi padre sin que él lo sepa, pero es por su bien. Si yo hubiera dicho delante de él lo que voy a decirle ahora, se habría alterado muchísimo. Tiene la tensión muy alta y ya ha sufrido un infarto.