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– ¡Ah! ¡Ah! ¡Más! ¡Todo! ¡Dámelo todo! -decía una afanosa voz de mujer.

Era una voz extraña, aguda, casi infantil.

Eso no se lo esperaba. Tanto peor para el vigilante. Llamó tan fuerte que pareció una breve descarga de ametralladora.

En el interior del barracón se hizo el silencio.

– ¿Quién es? -preguntó esta vez una voz masculina.

– Un amigo.

El comisario oyó pasos, estaba claro que el hombre se había levantado. Pero no se acercó a la puerta, sino que caminó un poco, abrió un cajón y lo cerró.

– Clic.

Montalbano se alarmó, pues conocía muy bien aquel sonido. El hombre había amartillado una pistola. Por un instante pensó en la posibilidad de regresar corriendo al coche y coger la que él guardaba en la guantera. Y después, ¿qué? ¿Él y el vigilante se habrían desafiado en un duelo a lo OK Corral? A continuación se abrió la minúscula mirilla que había al lado de la puerta.

– ¿Qué quiere?

– Hablar contigo. Soy Montalbano.

– ¿El comisario?

– Sí.

– Deje que lo vea mejor. -Montalbano dio un paso atrás. La mirilla se cerró mientras se abría la puerta-. Entre.

Lo primero que vio fue una cama estrecha, un somier cubierto de herrumbre con un colchón lleno de manchas de distintos colores. Ni rastro de la mujer. Y el barracón no tenía ni retrete ni trastero de ningún tipo.

– ¿Dónde está la mujer?

– ¿Qué mujer?

– Ésa con la que estabas follando.

– Dutturi, ¿yo follar? ¡Ojalá! Pero ¡si a mí no me quieren ni las putas! ¡Era una película!

Y le mostró el televisor y el vídeo, del que asomaba una cinta evidentemente porno. A pesar de que el ventanuco lateral estaba abierto, se aspiraba en el aire un pestazo que daba ganas de vomitar. ¿Desde cuándo no se lavaba aquel hombre? Era un sexagenario desdentado, en la mano izquierda sólo tenía tres dedos y una enorme cicatriz le cruzaba la cara. Todas las paredes estaban literalmente cubiertas de culos, coños y tetas de actrices de cuarta fila o presuntas actrices. El hombre mantenía los ojos clavados en el comisario.

– ¿Vas a dejar la pistola o no?

El vigilante contempló el arma que todavía sostenía en la mano.

– Perdone, me había olvidado.

Abrió el cajón de la mesa, guardó en él la pistola y se apresuró a cerrarlo. Pero el comisario tuvo tiempo de ver que dentro había varios paquetes de fotografías.

– ¿Siempre abres la puerta con una pistola en la mano?

– Antes no, ahora sí.

– ¿A qué te refieres?

El hombre contestó con otra pregunta.

– ¿Qué quiere de mí?

«Si te apetece jugar al juego de las preguntas, a mí también se me da muy bien», pensó el comisario.

– ¿Cómo te llamas?

– Angelo Peluso.

– ¿Cuántas veces has estado en la cárcel? -Seguro que había estado allí. El hombre levantó la mano izquierda y mostró los tres dedos que le quedaban-. ¿Por qué?

– Pelea, robo y robo con violencia.

– ¿Eres un ladrón y el señor Corso te contrata como vigilante? ¿Cómo es posible?

– ¿Qué se puede robar en una obra?

– Bueno, si uno quiere, muchas cosas.

– ¿El señor Corso me ha denunciado?

– No. He venido por lo del albanés que murió.

Angelo Peluso lo miró asombrado.

– Pero ¿cómo? ¿No se encarga de eso el comandante de los carabineros?

– Sí, pero…

– Pues entonces yo con usía no hablo. -Montalbano le dio un manotazo en el pecho y lo arrojó contra el catre. El vigilante cayó sobre el colchón-. Pero ¿qué coño…?

Montalbano abrió el cajón, apartó la pistola y cogió un paquete de fotografías: niños y niñas desnudos en poses obscenas. Cerró el cajón, se acercó al vídeo y volvió a introducir la cinta.

– Y ahora vamos a ver esta bonita película.

– ¡No! ¡No! -gimoteó el vigilante.

– ¿Tienes licencia de armas?

– Sí, señor.

– Ponte la chaqueta y ven conmigo a comisaría.

– Pero ¡si ya le he dicho que tengo licencia de armas!

– No te llevo por la pistola, sino por las fotografías y la cinta. ¿Sabes lo que significa pedofilia?

El hombre cayó de rodillas al suelo.

– ¡Dutturi, por favor! ¡Yo sólo miro! ¡Miro! ¡Nunca, nunca he estado con un chiquillo o una chiquilla! ¡Se lo juro!

– Ya lo veremos.

– ¡Dutturi, usía quiere mi ruina! ¡El señor Corso, en cuanto se entere, me despide!

– No te preocupes, en la cárcel te mantendrán. Ya lo sabes, ¿no?

El hombre se echó a llorar y se cubrió el rostro con las manos. Montalbano recordó que Caterina Corso había hecho aquel mismo gesto y experimentó un acceso de furia. De un salto se plantó delante del hombre, le apartó las manos de la cara y le soltó con toda su mala leche dos fuertes puñetazos, uno en cada mejilla. El hombre se quedó ligeramente aturdido. Después se levantó y se sentó en la cama con la cabeza gacha.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó en voz baja.

– ¿Por que razón dices que de un tiempo a esta parte llevas arma?

– Porque en esta obra hay demasiada gente forastera, albaneses, turcos, negros… Es gente capaz de cualquier cosa y uno tiene que protegerse las espaldas.

Era una trola, el comisario estaba seguro. Prefirió no insistir en el tema.

– Tú le has dicho al comandante que a veces Puka llegaba antes que los demás.

– Sí, señor, es verdad. Ocurrió tres o cuatro veces.

– ¿Con cuánta antelación?

– Pues… una media hora.

– ¿Y qué hacía?

– No lo sé. Yo le abría el barracón grande, él entraba en él y yo volvía aquí.

– ¿Y cómo explicas que el día de la desgracia, en lugar de quedarse en el barracón, subiera solo al andamio?

– ¿Y yo qué puedo explicar? Ya había subido otra vez. Lo vi yo.

– ¿Y qué hacía?

– Llamaba con el móvil. Decía que abajo, en el barraron, el móvil no cogía línea.

La explicación se podía aceptar si era cierto que no había cobertura. Pero aquel teléfono estaba en condiciones de revelar muchas cosas.

– ¿Quién se quedó con el móvil?

– Pues… yo no lo vi al lado del muerto. A lo mejor se lo llevó el comandante.

– Oye, la mañana de la desgracia, cuando Puka cayó, ¿dónde estabas tú?

– Aquí dentro, señor comisario. No había pegado ojo en toda la noche a causa de un dolor de muelas que…

– ¿Y no oíste un grito?

– No, señor.

– ¿Ni siquiera el ruido de la caída?

– Nada de nada.

Seguía mintiendo, el gusano asqueroso. Montalbano a duras penas podía reprimir el impulso de machacarle la cara a puñetazos. Aquel hombre despertaba en él un deseo tan grande de violencia física que hasta él mismo estaba asustado. Mejor largarse de aquel barracón cuanto antes.

– Cuando lo viste telefoneando en el andamio, ¿cómo iba vestido? ¿Con ropa de trabajo?

– Me parece que se había cambiado de ropa… Sí, señor, ahora que lo pienso, estoy seguro, vestía ropa de trabajo.

– Muy bien -dijo el comisario, encaminándose hacia la puerta.

– ¿Qué hace? ¿No me detiene?

– Hoy no.

El hombre se levantó de un salto, se inclinó, le cogió una mano y empezó a besársela, llenándole de saliva el dorso. Asqueado, el comisario levantó una rodilla y le golpeó en el mentón con toda la fuerza que pudo. El vigilante cayó hacia atrás, medio atontado. Montalbano saltó por encima de él y salió al exterior.

* * *

Mientras subía la maldita cuesta que desde la obra conducía a la cumbre de la loma, lo que acababa de contarle el vigilante empezó a darle vueltas en el cerebro. Había por lo menos una cosa extraña, siempre y cuando fuera verdad. ¿Por qué motivo Puka se encaramaba a la parte superior del andamio para telefonear? El vigilante había dicho que en el barracón no había cobertura, lo cual era una explicación válida. Pero ¿qué necesidad había de llamar en aquel momento y desde aquel lugar? ¿No podía utilizar el móvil antes de llegar a la obra? Habría podido llamar desde su casa o desde cualquier otro punto del trayecto entre Montelusa y Tonnarello que él recorría en ciclomotor. Ya había llegado a lo alto de la loma y se volvió a contemplar la obra. Y, con la rapidez de un rayo, comprendió por qué Puka, a pesar de tener que actuar con precaución para no despertar sospechas en sus compañeros de trabajo, había actuado de aquella manera aparentemente desconsiderada. El pobre se había visto obligado a hacerlo, no tenía otra alternativa.