Ya eran las siete y media. Regresó corriendo a Montelusa, pero cuando se detuvo delante de la puerta del edificio donde estaba la oficina de Alfredo Corso, la encontró cerrada. Llamó a través del portero automático y no contestó nadie. Empezó a soltar palabrotas. No sabía el número de teléfono del domicilio de Corso, aunque, de todos modos, no habría llamado, pues cabía la posibilidad de que hubiera regresado y se pusiera él al teléfono. ¿Qué hacer? Necesitaba aquella información más que el aire que respiraba. Se encontraba inmóvil como un poste delante de la puerta, cuando ésta se abrió y apareció Caterina Corso.
– ¡Comisario!
Poco faltó para que el comisario la abrazara y la besara.
– ¡Cómo me alegro de verla! -se le escapó.
Caterina, al fin mujer, lo miró con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.
– ¿Me esperaba a mí?
– Sí. Le pido perdón, pero es imprescindible que hable con usted. -La sonrisa de Caterina aumentó de voltaje-. Puede creerme, tengo absoluta necesidad de cierta información. Ya sé que se disponía a regresar a su casa, pero…
La sonrisa de Caterina se apagó de golpe como una bombilla fundida. La joven se apartó.
– No se preocupe, acompáñeme. -En el ascensor, añadió-: Me ha llamado mi marido.
– ¿Le ha hablado de Puka?
– No ha sido necesario. Me ha dado a entender que ya lo sabía. Hablaba en monosílabos, creo que llamaba desde el extranjero.
En el rellano, mientras buscaba la llave, dijo que también le había comentado a su marido la idea de llevar a su hijo a Roma, a casa de los otros abuelos.
– ¿Y él qué ha dicho?
– Se ha mostrado totalmente de acuerdo. Lo más difícil será decírselo a mi padre. Le dolerá mucho la partida de su nieto. -Una vez en el despacho, ella se sentó detrás de la mesa y encendió el ordenador-. ¿Qué tipo de información desea? -Montalbano le explicó lo que quería-. Deme diez minutos. Después se lo grabo en un disquete y así podrá estudiarlo tranquilamente en su ordenador.
¿Disquete? ¿Ordenador? El comisario se llevó un susto. Estaba a punto de pedirle que le imprimiera los datos, pero entonces pensó que haría perder más tiempo a aquella mujer que tan amable se mostraba con él. Después, pensar que Catarella podría resolverle el problema lo tranquilizó. Pero el nombre de Catarella le hizo recordar que ambos estaban citados para ir a ver a la viejecita. Fue suficiente para que el hombro, que hasta aquel momento se había distraído con los acontecimientos, cobrara nuevamente vida con cuatro puñaladas seguidas. Soltó un gemido y miró a Caterina, pero ésta no lo había oído, absorta en su búsqueda. Era francamente guapa, no cabía la menor duda. Guapa y sincera. Mientras la contemplaba, tuvo la sensación de encontrarse en alta mar, respirando aire puro. Y ocurrió otra cosa que le alteró los nervios. Caterina, enfrascada en la búsqueda, sacó la punta de la lengua y la apoyó en el labio superior.
Gluglugluglu, le hizo la sangre en las venas.
En determinado momento, Caterina se sintió observada. Levantó los ojos del ordenador y miró a su vez al comisario. La mirada duró una diezmillonésima de segundo más de lo que habría tenido que durar.
– Si quiere fumar… -dijo Caterina, ofreciéndole un cenicero.
– No, gracias -contestó Montalbano-. Prefiero este aire de mar.
Caterina volvió a mirarlo. Sus ojos preguntaron:
«¿Qué aire de mar?»
«El tuyo», contestaron los de Montalbano.
Ella se ruborizó.
Al final, introdujo el disquete en un sobre y se lo entregó al comisario. Ambos se levantaron simultáneamente.
– Gracias. ¿Cuándo se va?
– Creo que dentro de tres días.
– ¿Estará ausente mucho tiempo?
– No, por la mañana tomaré el vuelo de Roma y regresaré por la noche.
En el ascensor permanecieron en silencio. Montalbano la acompañó al coche. Ambos se despidieron. El apretón de manos duró una diezmillonésima de segundo más de lo que habría tenido que durar.
– Carabineros de Tonnarello. ¿Quién habla?
– Soy Salvino Montaperto. ¿Está el comandante Verruso?
– Se lo paso.
Treinta segundos de silencio y, a continuación, la voz de Verruso.
– ¿Comisario? Dígame.
Era un policía nato, no se podía negar, lo había comprendido al vuelo.
– ¿Cómo está?
– Ahora mejor, pero he tenido que quedarme toda la tarde en casa.
– ¿Tiene alguna novedad?
– Yo, no. ¿Y usted?
– Sí, varias. Estoy haciéndome cierta idea. Mañana por la mañana me gustaría verlo, donde y cuando usted quiera.
El comandante lo pensó un momento.
– ¿Recuerda la cabina telefónica donde nos vimos por primera vez? ¿Le parece bien allí a las nueve y media?
En la comisaría sólo estaba Catarella.
– Dottori, tenemos que esperar un cuarto de horita a Galluzzo, que vendrá para el cambio de guardia.
– Muy bien. Haremos una cosa. -Sacó el disquete del bolsillo-. Mientras esperamos a Galluzzo, imprímeme esto. Pero, sobre todo, que no te vea nadie. Yo voy a tomarme un café y te espero en el coche.
Catarella apareció cuando Montalbano ya se había fumado tres cigarrillos y estaba poniéndose nervioso por momentos.
– Le pido perdón, dottori, pero es que ha sido Galluzzo el que ha llegado tarde. -Le entregó un fajo de papeles-. Se lo he imprimido todo.
– Bueno, ¿dónde está esa viejecita? -preguntó Montalbano, poniendo el motor en marcha.
– Usía tome la carretera de Marinella -contestó Catarella con un suspiro y una radiante expresión de felicidad en el rostro.
– ¿Qué te pasa?
– ¡Virgen santa, dottori, qué contento estoy! ¡Ahora usía tiene secretamente dos secretos conmigo en persona personalmente!
– ¿Dos?
– Sí, señor dottori. La viejecita y los papeles que le he imprimido. ¿No son dos?
8
Con la ayuda de Catarella consiguió sujetar el vendaje que envolvía la cataplasma que la viejecita de las hierbas le había proporcionado, cobrándole tanto por ella como por un medicamento caro. Lo más difícil fue lograr que Catarella regresara a su casa: éste se había ofrecido incluso a dormir en el sofá.
– Así, dottori, si de noche durante la noche necesita algo que le haga falta, yo estaré listo para ayudarlo.
Cuando finalmente se quedó solo, sintió que se le había despertado el apetito; pero en el frigorífico no había casi nada: queso de vaca curado, higos secos y aceitunas. Mejor eso que nada. Adelina, la asistenta, a la que, con muy buena voluntad, también se la podría denominar ama de llaves, llevaba una semana brillando poco por sus hallazgos culinarios debido a que sus dos hijos con antecedentes penales habían sido detenidos una vez más y ella tenía que encargarse de cuidar a los nietos.