Decidió trabajar mientras comía. Llevó a la mesa el queso, los higos secos, las aceitunas y el vino y lo colocó todo al lado de las hojas impresas por Catarella. Sacó del cajón cinco folios en blanco y un lápiz.
Al cabo de dos horas había llenado los cinco folios, demostrando con ello que lo que había pensado podía ser confirmado. Se sorprendió de que, en el fondo, todo hubiera sido tan fáciclass="underline" había que pensarlo, porque lo más difícil era dar con el proceso mental adecuado. La posterior demostración de la trascendencia de lo que decían los papeles no era tarea suya, sino del comandante de los carabineros. Como máximo, él podía echarle una mano.
Antes de irse a dormir llamó a Livia. Se mostró tierno, afectuoso y comprensivo. En determinado momento, Livia ya no pudo contenerse.
– El viernes por la tarde cojo un avión y voy para allí.
Tumbado en la cama, leyó unas cuantas páginas de El corazón de las tinieblas, de Conrad, que de vez en cuando releía. Cuando le entró sueño, apagó la luz. La última imagen que le pasó por delante de los ojos fue la de Caterina Corso. Entonces comprendió por qué razón se había mostrado tan vilmente cariñoso con Livia. Le remordía la conciencia. Se insultó a sí mismo.
A la mañana siguiente se quitó el vendaje. Se le había pasado por completo el dolor y podía mover perfectamente el hombro. El día era claro y despejado. Antes de dirigirse a Montelusa para reunirse con el comandante de los carabineros, pasó por la comisaría. Catarella se le echó encima, lo agarró por un brazo, acercó la oreja del comisario a la altura de su boca y le preguntó en un susurro:
– ¿Qué me dice de eso?
– ¿De qué?
– De lo que hicimos anoche juntos, dottori -contestó Catarella con una beatífica sonrisa en los labios.
Menos mal que no había nadie por allí cerca; de lo contrario, habrían podido sospechar que la víspera él y Catarella habían hecho guarradas.
– Me ha ido muy bien.
– ¿Se le ha pasado?
– Por completo.
Catarella emitió un relincho de felicidad. En cuanto Montalbano entró en su despacho, se presentó Fazio con semblante afligido.
– Dottore, tengo que pedirle perdón.
– ¿Por qué?
– Por mi manera de comportarme. He estado hablando con el dottor Augello y me ha hecho comprender que no tenía razón.
– No se hable más del asunto. ¿Alguna novedad?
– Sí, señor. Anoche muy tarde y esta mañana muy pronto ha habido dos atracos muy serios. El primero en…
– Díselo a Augello y resolvedlo vosotros -lo cortó Montalbano-. Yo debo terminar una cosa.
Fazio lo miró y Montalbano comprendió que Fazio había comprendido que la cosa que tenía que terminar, cualquiera que fuera, la haría de acuerdo con los carabineros.
– Pues muy bien -dijo Fazio extendiendo los brazos, resignado.
Verruso, vestido de paisano, ya estaba esperándolo en la proximidad de la cabina. Su rostro estaba amarillento a causa de la enfermedad.
– ¿Cómo está, mi comandante?
– Así, así. Oiga, dottore, ¿le parece que vayamos a un bar de aquí cerca? Son amigos míos, allí podremos hablar con tranquilidad. -Mientras caminaban, el comandante dijo-: Esta mañana he recibido una llamada muy extraña del Alto Mando. Me han comunicado que todos los trámites burocráticos relacionados con el cadáver de Puka los llevará la Prefectura y que, por consiguiente, yo no deberé mantener más contactos con las delegaciones albanesas. No comprendo el motivo.
– Porque Puka, o como se llamara, no era albañil, como ya sabíamos, sino uno de los nuestros.
– ¿De los nuestros? -repitió Verruso, deteniéndose tan de repente que un hombre que caminaba detrás de él se golpeó contra su espalda.
– De Digos, de la Antimafia o del Reagrupamiento Operativo Especial, no sé. Lo enviaron porque sospechaban que detrás de aquellos accidentes se ocultaban verdaderos homicidios. Él consiguió infiltrarse, pero, de alguna manera, se delató. Y lo mataron.
– ¿Cuándo supo que Puka era…?
– Ayer por la tarde. Y la persona que me lo ha dicho es de la máxima confianza.
Por la forma de decirlo, el comandante supo que jamás le revelaría la identidad de aquella persona.
En la parte de atrás del bar había una pequeña sala con dos mesitas. No tenía ni siquiera una ventana. Antes de cerrar la puerta, el comandante de los carabineros le dijo al hombre de la caja que no los molestaran.
– ¿Les sirvo algo? -preguntó el hombre.
– Nada -respondió Montalbano.
– Nada -contestó Verruso.
– Ayer por la tarde -empezó diciendo Montalbano- le hice una visita al vigilante de la obra, Angelo Peluso.
– Un hombre indigno -comentó el comandante.
– Estoy totalmente de acuerdo con usted. Me dijo que Puka llegaba a la obra media hora antes que los demás.
– ¿Y qué hacía?
– Peluso me dijo que lo vio por lo menos dos veces en el piso superior del andamio.
– ¿Y qué hacía? -repitió Verruso.
– Llamaba por el móvil.
– Pero ¿qué necesidad tenía de…?
– Yo también me lo pregunté. La respuesta es que abajo no había cobertura. Pero Puka sólo fingía llamar; en realidad, inspeccionaba y controlaba el andamio para ver si durante la noche habían preparado un falso accidente. Y, de paso, observaba quiénes eran los albañiles que llegaban primero. Ya debía de haberse hecho una idea. Y estaba en guardia. Pero cometió un grave error.
– ¿Cuál?
– Creyó que, en caso de que intentaran hacerle algo, lo harían durante el trabajo, delante de los ojos de todo el mundo para reforzar la idea de accidente. Pero lo mataron antes y después organizaron el falso accidente. Y todos lo habríamos creído si no hubiéramos recibido el anónimo.
– ¿Quién pudo enviarlo?
– Tengo cierta idea que después le expondré. Mientras abandonaba la obra, imaginé cómo había actuado Puka en su investigación. Me dirigí al despacho de Corso y pedí que me facilitaran los nombres de los componentes de las cuadrillas de albañiles y obreros que trabajaban en las tres obras donde ocurrieron los accidentes.
– ¿Tres? -preguntó Verruso, sorprendido.
– Tres. El primero tuvo lugar hace cuatro meses. La barandilla de protección cedió y un albañil cayó al vacío. El señor Corso sostiene que alguien aflojó deliberadamente los tornillos de la barandilla.
– No lo sabía -dijo el comandante.
– Estaba fuera de su jurisdicción. Ocurrió en Gibilrossa. El segundo accidente tuvo lugar hace algo más de un mes. Una viga de hierro cayó de la grúa y alcanzó de lleno a un albañil.
– De eso sí me enteré. Me habló de ello el comandante Cosimato, que se encargó de la investigación. No tenía ninguna duda: había sido una fatalidad.
– Y lo decía de buena fe. El tercer accidente es el de Puka.
– Pero ¿con qué propósito, Dios bendito?
– Para que Corso venda sus empresas por cuatro chavos y se retire. ¿No le parece un buen motivo? Y tenga en cuenta que ya sé de un empresario que se retiró del negocio después de la primera desgracia en una de sus obras. Cogió la indirecta, como suele decirse. Hay un plan concreto de alguien que, sirviéndose de sus conexiones políticas, quiere hacerse con el monopolio de las empresas constructoras.
– 'U zu Cecè -dijo el comandante, hablando casi para sus adentros.
– Tengo una curiosidad. ¿En las obras de 'u zu Cecè ha ocurrido algún accidente laboral?
– Que yo sepa, jamás.
– Estaba seguro. Él es como esos que huyen con el dinero después de atracar un banco, pero circulan despacio con el coche para evitar que los detengan por exceso de velocidad. Volvamos a las listas.
Sacó del bolsillo los folios que había escrito la víspera. Los consultó brevemente.