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– Amedeo Cavaleri y Stefano Dimora formaban parte de la cuadrilla que estaba en la obra cuando ocurrió el primer accidente. En la cuadrilla del segundo accidente estaban Cavaleri, Dimora y Gaetano Miccichè. En la de Puka estaban también Cavaleri, Dimora y Miccichè. Es más, en este último caso fueron ellos quienes dijeron haber descubierto el cuerpo de Puka. Todos los nombres de los demás integrantes de las cuadrillas son distintos.

Verruso permaneció un rato pensativo.

– Eso lo demuestra todo y no demuestra nada -dijo al final.

– Ya. Pero también he descubierto que el vigilante de las tres obras era siempre el mismo: Angelo Peluso. Ellos, para actuar, necesitaban un cómplice que les abriera la puerta de noche sin hacer preguntas. Peluso es el eslabón débil de la cadena.

– ¿Por qué?

– Porque tengo la impresión de que Peluso ha sido arrastrado a esta historia a regañadientes. No es un cómplice voluntario. Los asesinos descubrieron que es un pedófilo y lo sometieron a chantaje. Y él, al darse cuenta de que se disponían a matar también a Puka, trató de escapar.

– ¿Cómo?

– Enviándonos un anónimo.

– ¡¿Él?!

– Estoy más que convencido. Ha ocurrido otras veces.

Se hizo un profundo silencio.

– Muy bien -dijo finalmente Verruso-, lo comunicaré a mis superiores y…

– … y cometerá un error como la copa de un pino -añadió Montalbano.

– ¿Por qué?

– Porque antes de darle la autorización para seguir adelante le harán perder un tiempo precioso. Y su problema es el tiempo, ¿no?

– ¿Qué debería hacer, según usted?

– ¿Cuántos hombres tiene en Tonnarello?

– Tres.

– ¿Y coches?

– Uno.

– No es mucho -dijo Montalbano-, pero puede bastar. Hoy mismo, cinco minutos antes de que termine la jornada laboral, aparece usted en la obra a toda prisa haciendo sonar la sirena. Tiene que armar el mayor alboroto posible. Coloca a uno de los suyos en la entrada haciendo saber que nadie puede abandonar la obra. Después entra en el barracón del vigilante y se encierra allí dentro con él. Tiene que dar la impresión de que está llevando a cabo un interrogatorio decisivo. Hay que procurar que los tres asesinos se caguen de miedo. En caso necesario, espose a Peluso y finja llevárselo. Todo puro teatro, mi querido comandante.

– No me gusta.

– ¿No le gusta el teatro? Pues se equivoca, se lo digo yo. El teatro es…

– No me refería al teatro, sino a lo que usted está sugiriéndome que haga.

Entonces Montalbano se echó un farol.

– ¿Quiere que le diga una cosa? Mañana recibirá una llamada de sus superiores diciéndole que lo apartan de la investigación. Y usted dejará el trabajo a medias y se irá con las manos vacías.

– Pero ¿qué dice?

– Lo que oye. La investigación la llevarán directamente los jefes de Puka.

El comandante se apoyó la frente en una mano, permaneció un rato en la misma posición y después lanzó un profundo suspiro.

– Muy bien. Pero si detengo a Peluso, ¿de qué lo acuso?

– Yo qué sé… De venta de gaseosas caducadas.

– ¿Y después?

– Ya verá como ocurre algo. Dígales a sus hombres que estén en guardia porque esa gente es peligrosa. Ellos saben que Peluso es, ¿cómo he dicho antes?, el eslabón débil. Ya verá como reaccionan y cometen alguna estupidez.

– Así lo espero.

– Oiga, mi comandante, ¿tendrá la bondad de mantenerme informado? Yo estaré en la comisaría a la espera de noticias -añadió Montalbano levantándose.

– Por supuesto que sí.

Por la forma de decirlo, el comisario supo con absoluta certeza que Verruso estaba definitivamente convencido. Se despidieron delante de la entrada del bar.

* * *

Montalbano abrió la portezuela del coche y su mirada se posó en la cabina telefónica. No pudo resistir la tentación.

– Soy Montalbano.

– Me alegro de oírlo. -Pausa-. ¿Alguna novedad? -preguntó a continuación Caterina.

– Sí. ¿Puede hablar? ¿Está sola en el despacho?

– Sí.

– ¿Ya le ha dicho a su padre que tiene intención de…?

– No. No he tenido valor.

– No le diga nada.

– ¿Por qué?

– Creo que ya no será necesario que se vaya con el niño.

– ¿Lo dice en serio?

– Por supuesto que lo digo en serio.

– ¿No puede facilitarme más detalles?

– Mejor que aguardemos a mañana.

Otra pausa, esta vez un poco más larga.

– Podríamos vernos -dijo Caterina.

– Como y cuando usted quiera.

– ¿Mañana por la noche para cenar?

– De acuerdo.

– De todos modos, llámeme mañana por la mañana.

– Por supuesto.

Esa vez la pausa fue muy larga, a ninguno de los dos le apetecía colgar. Al final, Caterina se lanzó.

– Gracias.

– Faltaría más -dijo Montalbano.

Y se sintió un imbécil total.

Satisfecho e insatisfecho. Satisfecho porque estaba más que convencido de que el camino señalado era el correcto, el que llevaría al sitio correcto; insatisfecho porque aquel camino no lo seguiría él sino otro. Paciencia. A veces, en la vida, ciertas cosas no se pueden realizar personalmente, hay que hacerlas camuflado, escondido detrás de otro. Lo importante es que se alcance el objetivo. ¿Débil consuelo? Tal vez sí, pero no deja de ser un consuelo. Animado por esos buenos pensamientos, Montalbano, en lugar de regresar a Vigàta, se quedó en Montelusa y entró en una galería de arte donde la víspera se había inaugurado una exposición de Bruno Caruso. Se quedó extasiado delante de un retrato de mujer, le preguntó el precio al galerista, efectuó una infinita serie de cálculos acerca del dinero que tenía en el banco y, al final, llegó a la conclusión de que, renunciando a la compra de un abrigo que le gustaba mucho y costaba un riñón, aquel grabado podría ser suyo. Se puso de acuerdo con el galerista y después volvió a Vigàta.

La satisfacción culminó en la trattoria San Calogero delante de un plato de crujientes salmonetes de tamaño inferior al dedo meñique de un chiquillo, de esos que se fríen y se comen enteros con la mano. En cambio, la insatisfacción lo asaltó de repente mientras permanecía sentado en la roca de siempre al final del muelle, y le llegó en forma de pensamiento concreto: ¿y si el comandante no lo conseguía? Disponía tan sólo de dos hombres y los asesinos eran tres y capaces de cualquier cosa. Si no lograba encerrarlos en la cárcel aunque sólo fuera por espacio de un día, el vigilante jamás hablaría, jamás confesaría. Y, cuanto más pensaba en el asunto, más aumentaba su mal humor, hasta que al final se le bloqueó la digestión y experimentó un acceso de ardor.

Fue por eso por lo que, en el transcurso de las dos horas escasas que estuvo en la comisaría, buscó la manera de discutir con Mimì Augello, pelearse con Fazio, armar una trifulca con Gallo y provocar una disputa con Galluzzo. Cuando Catarella, que estaba escondido en su cuartito, oyó que lo llamaba el comisario, creyó que había llegado su turno y sintió que el uniforme se le empapaba de sudor.

– Dentro de cinco minutos vendrás conmigo. Procura buscar a alguien que te sustituya en la centralita.

¡Se iba! ¡El comisario se largaba e iba a rascarse los cuernos a otro sitio! Hasta los muebles de la comisaría parecieron lanzar un suspiro de alivio.

9

En el coche, Catarella no abrió la boca; estaba convencido, y con razón, de que su jefe echaría por tierra cualquier cosa que dijera.

– ¿Tienes el celular?

Catarella se sobresaltó, no esperaba que el comisario hablara.

– No, señor dottori, no he pedido que lo envíen.

– ¿Y a quién tenías que pedírselo?