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– No. Lo felicito. Dígame.

– Dimora, que es el autor material de los homicidios, ha conseguido escapar.

– ¿Cómo?

– Pues no sé, supongo que se dio a la fuga nada más oír nuestra sirena. En el barracón hemos encontrado su ropa de calle, ni siquiera se ha cambiado, se ha ido con la ropa de trabajo. A estas horas ya debe de estar lejos.

– ¿Y qué dicen sus amiguetes?

– De momento, nada. En cambio, el que ha hablado ha sido el vigilante. Y creo que esta vez 'u zu Cecè va a pasarlo muy mal.

– Comandante, ¿quiere hacerme un favor?

– Por supuesto, comisario.

– ¿Quiere repetir la frase con una variante?

– No lo entiendo.

– ¿Quiere decirme exactamente lo siguiente?: «Y creo que esta vez a 'u zu Cecè van a darle por culo.»

– Como usted quiera -dijo, resignado, el comandante. Y repitió la frase, modificándola. Luego preguntó-: ¿Quiere explicarme el motivo?

– Mi querido comandante, las palabras para mí tienen peso. Y pesan más las palabrotas. Eso es todo. Y pido perdón si lo he obligado a hablar de una manera que no es la suya. ¿Quiere facilitarme un último dato?

– Naturalmente.

– El número de la matrícula del coche de Dimora.

– ¿Por qué lo quiere?

Habría podido contestar que sus gemelos no tenían tanto alcance. Pero se limitó a decir:

– Porque sí.

El comandante se lo facilitó y después le preguntó:

– ¿Tiene el número de mi casa?

– No. ¿Por qué quiere dármelo?

– Porque sí.

Se despidieron y Montalbano le devolvió el teléfono a Catarella.

– Apágalo tú, yo jamás lo consigo. Y ahora ya podemos irnos.

Alargó la mano para arrancar y, de repente, el instinto cobró vida. No supo definir el fenómeno de ninguna otra manera: el instinto le aconsejaba no moverse de aquel lugar, y lo hacía mediante un efecto de somatización, impidiéndole o dificultándole los movimientos. Sentía las manos flojas, los pies parecían de requesón y no ejercían fuerza sobre los pedales. Sudando a mares, consiguió girar un poco la llave, pero la presión no había sido suficiente y el motor emitió un ronroneo como el de un gato cuando está contento y se apagó.

– ¿Qué ocurre, no se pone en marcha? -preguntó Catarella, alarmado ante la perspectiva de tener que pasar la noche en el interior del vehículo.

– El que no consigue ponerse en marcha soy yo -dijo Montalbano.

A Catarella le impresionó enormemente la respuesta.

– ¿Quiere que vaya a llamar a alguien?

– ¿Y a quién quieres llamar?

– Qué sé yo, a un mecánico, a un médico, en fin, lo que a usía le parezca mejor.

– Mira, Catarè, vamos a organizamos. Ahora yo saldré del coche con los gemelos y me pondré a mirar hacia la obra.

– Dottori, pero ¿usía ve de noche cuando es de noche?

– No. Pero si el hombre que los carabineros no han podido encontrar se ha quedado escondido en el interior del solar, para moverse tendrá que encender una cerilla o un mechero. Y entonces yo lo veré. Yo me pasaré media hora vigilando y después vigilarás tú. Lo haremos por turnos.

A los veinte minutos los ojos se le empezaron a cerrar mientras fugaces relámpagos de luz brillaban por doquier; parecía la noche de san Lorenzo, cuando dicen que caen las estrellas (hacía años y años que él no veía caer ninguna). Finalmente terminó su turno. Subió al coche porque ya empezaba a refrescar y encendió un cigarrillo tomando precauciones para que no se viera la minúscula llama del encendedor y el extremo rojo del pitillo cuando daba una calada. Debió de quedarse dormido, pues enseguida notó que Catarella lo despertaba.

– Le toca otra vez a usía, dottori.

Después volvió a tocarle el turno a Catarella. Y a continuación, a él de nuevo. Cuando subió al coche, el frío le había penetrado en los huesos. Encendió otro cigarrillo y puso cara de preocupación al comprobar que sólo le quedaban dos. Acababa de apagarlo en el cenicero cuando oyó que Catarella lo llamaba en voz baja. Salió disparado.

– ¿Qué pasa?

– Dottori, ha sido un visto y no visto, pero alguien ha encendido algo un momento.

– ¿Estás seguro?

– Pongo la mano en el fuego, dottori. ¿Quiere los gemelos?

– No, sigue tú, yo tengo los ojos cansados.

– Detrás, dottori -dijo de repente Catarella-. Lo ha hecho detrás, ha encendido y apagado. Si no voy errante, ése se está acercando a la puerta de la obra.

Montalbano comprendió. Catarella no iba errante, como el pastor de Asia del poema de Leopardi. Dimora se dirigía a su automóvil, el único que quedaba en el lugar.

Casi como confirmando lo que pensaba, el comisario vio que se encendían las luces traseras del coche y, en medio del silencio, se oyó con toda claridad el rugido del motor al arrancar.

– ¡Dottori, que se escapa!

– Vamos a cortarle el paso.

Corrieron al coche, Montalbano encendió el motor y se puso en marcha con los faros apagados. Pero a los pocos metros se detuvo. Dimora no había seguido el camino normal de subida, sino que avanzaba muy despacio y con gran dificultad a campo traviesa en dirección contraria, y de vez en cuando se veía obligado a encender las luces para evitar rocas, hoyos y árboles.

– Avanzando así tardará veinte minutos en salir de la vaguada. ¿Qué hay al otro lado?

– Está Gallotta -contestó Catarella-. No tendrá más remedio que pasar por el pueblo de Gallotta.

– Pues nosotros lo esperaremos allí.

Tardó menos de veinte minutos en llegar a las puertas de Gallotta, un pueblecito de mil habitantes. Para coger el camino apropiado, el que le permitiría huir a toda velocidad, Dimora tendría que pasar por allí. Dando marcha atrás, Montalbano se apartó del camino y se situó entre dos casas de un callejón. Esperaron con el motor apagado y los nervios a flor de piel. Esperaron y esperaron. Pasaron tres camiones, un Porsche, un Ape. Ni rastro del coche de Dimora.

– ¿Y si ha hecho autostop?

– No creo. Si no viene él, iremos nosotros a buscarlo.

Recorrió cautelosamente las callejuelas de Gallotta. El coche parecía un escarabajo enorme, una alimaña. Llegó a una calle tan desierta como las demás; de las diez farolas que hubieran debido iluminarla, al menos cinco estaban apagadas. Había tres vehículos aparcados junto al bordillo de la acera. El último, Montalbano lo supo con certeza al ver la matrícula, era el de Dimora. Pero daba la impresión de que estaba vacío. ¿Y si Dimora se había bajado y se había refugiado en casa de algún amigo?

– Mira, Catarè. Baja y acércate por detrás al último coche. Puede que Dimora no esté, que ya se haya ido. O puede que esté escondido dentro. Ten cuidado, probablemente vaya armado. Yo te cubro.

Catarella bajó abriendo la funda de la pistola. Se acercó al coche por detrás. Avanzaba pegado al muro de una casa medio en ruinas, con agujeros negros en lugar de ventanas. Y aquí lo que el comisario estaba viendo registró un breve salto, como cuando en una película faltan unos cuantos fotogramas. ¡Era el sueño! ¡Dios santo, aquello era el sueño! Había algún desfase entre la realidad y las imágenes soñadas, pero la esencia era la misma. Abrió en un momento la guantera, cogió la pistola, la amartilló, abrió la portezuela y bajó. La puerta del coche de Dimora también se abrió y salió un hombre con un brazo extendido hacia Catarella, que se quedó petrificado.

– ¡Dimora! -rugió Montalbano.

El hombre se volvió y abrió fuego. Montalbano, a su vez, apretó el gatillo y la detonación de ambos disparos se fundió en una sola. Medio rostro de Dimora salió volando y fue a pegarse, huesos, carne y masa encefálica, al muro de una casa. El comisario corrió hacia el hombre que yacía boca arriba sobre la acera y, nada más verlo, comprendió que estaba muerto. Después se volvió hacia Catarella. Éste permanecía inmóvil y con los ojos desorbitados. Se acercó a él y le sacó el móvil del bolsillo.