– Ve al coche.
Catarella no se movió. Montalbano le dio un empujoncito en la espalda y entonces Catarella se movió. Un robot. El comisario marcó un número.
– Soy Montalbano. Lamento llamar a esta hora, pero…
– Esperaba su llamada. -¡¿Que la esperaba?!-. ¿Lo ha atrapado? Estaba seguro de que se había escondido en la obra. No he requisado el coche de Dimora para dejárselo como cebo. Estaba seguro de que picaría y que usted estaría allí con la caña.
Por un instante, al comisario se le ocurrió un pensamiento blasfemo: ¡qué buena pareja habría hecho con aquel comandante de los carabineros!
– He tenido que disparar contra él.
– ¿Lo ha matado?
– Sí.
– ¿Dónde está exactamente? -El comisario se lo explicó-. ¿Alguien lo ha visto?
– No creo. No se ha abierto ninguna ventana. Todo el mundo ha preferido seguir durmiendo.
– Mejor así. No se mueva, dentro de un cuarto de hora como máximo estoy con usted en Gallotta.
Volvió a subir al coche. Catarella estaba temblando.
– Tengo frío, mucho frío, dottori.
Montalbano le rodeó los hombros con un brazo.
– Apóyate en mí.
Catarella se acurrucó contra el cuerpo del comisario y dio rienda suelta a las lágrimas.
– ¡Madre santa! ¡Madre santa, qué cosa tan terrible es matar a un hombre!
Verlo matar había sido terrible para Catarella. Así que matarlo… debía de ser aún mucho peor.
Verruso no perdió el tiempo. Aparcó al lado del coche del comisario y habló a través de la ventanilla abierta:
– Usted se irá ahora mismo, no debe entrar en esta historia. El que ha matado a Dimora he sido yo, en un tiroteo. ¿Está claro? En cuanto usted se vaya, se lo comunicaré a quien corresponda. Ah, para que lo sepa: los dos cómplices de Dimora se han venido abajo, han confesado que fue 'u zu Cecè quien ordenó los homicidios, y, a pesar de la protección política de que goza, tengo la impresión de que esta vez van a darle por culo, como a usted le gusta.
¿Hubo ironía en las últimas palabras de Verruso? La hubo, pero el comisario prefirió no hacer caso.
Acompañó a Catarella a su casa. Éste bajó con unas piernas que todavía se le doblaban y se apoyó en la ventanilla del lado de Montalbano.
– Dottori, y éste vendría a ser y sería nuestro cuarto secreto, ¿no es verdad?
Esta vez su rostro no irradiaba felicidad, muy al contrario. A Montalbano le dio por acariciarle la cabeza como si fuera un perro.
– Por desgracia, sí.
Una vez en Marinella se metió bajo la ducha y tardó una eternidad en salir.
No podía salir, se enjabonaba, se enjuagaba y volvía a empezar. Gastó toda el agua del depósito. De una cosa estaba seguro: aquella noche no pegaría ojo.
Y así fue.
A la mañana siguiente, cuando el sol ya había salido, se pasó una hora nadando en el agua helada. Pero cuando salió todavía se sentía sucio. ¿Qué decía lady Macbeth? «¿Por qué nunca quedan limpias mis manos?» Se vistió, puso al fuego la cafetera grande y después, sentado en la galería, bebiéndose un café tras otro, esperó a que fuera una hora decente para llamar.
– Soy Montalbano. Quisiera hablar con la señora…
– Ah, dottore, ¿es usted? La señora ha llamado, dice que no vendrá a la oficina. Le ruega que la llame usted a su casa. ¿Tiene el número?
Esa vez contestó de inmediato Caterina.
– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡La radio acaba de decir que han detenido a 'u zu Cecè! ¡Gracias!
– ¿Por qué me da las gracias a mí? Yo no he tenido nada que ver… Ha sido el comandante Verruso el que…
– Oiga, quería decirle que lamentablemente esta noche no podremos vernos. Tendremos que esperar unos días.
– ¿No se encuentra bien?
– No, es una bobada. Anoche resbalé y me disloqué un tobillo. No puedo moverme.
– «Apóyate en mí -habría querido decirle Montalbano-. Te llevaré a una viejecita milagrosa que te pondrá un emplasto mágico. En medio día te recuperas y después…»
Pero, en su lugar, se limitó a decir:
– Cuánto lo siento.
Regresó a la galería y se adormeció como una lagartija al sol. No se puede estar con una mujer al día siguiente de haber matado a un hombre. Es cierto que eso ocurre, pero sólo en las películas americanas.
El miedo de Montalbano
Lo comprendió enseguida, nada más sentarse a la mesa del restaurante. El ingeniero Matteo Castellini no le caía bien. En cambio, su mujer, Stefania, la amiga del alma de Livia, era una persona, si no agradable, al menos aceptable. Era una morena de cuarenta y tantos años que sabía hablar en el momento oportuno y decía cosas inteligentes. El ingeniero, por el contrario, le había resultado antipático a primera vista. Se había presentado a la cena vestido de blanco nuclear, como si se tratara de un anuncio de detergente, exceptuando la corbata, que tiraba a marfil. Mientras le tendía la mano, Montalbano a duras penas había podido reprimir la tentación de preguntarle: «Mister Livingstone, I suppose?»
El ingeniero se decidió a hablar en cuanto terminó el primer plato, un risotto de mariscos que a Montalbano le había parecido exquisito.
– Y ahora vamos al grano -dijo.
¿O sea, que había un grano? Livia no le había dicho nada de nada. La miró con expresión inquisitiva y ella le contestó con una mirada tan suplicante que el comisario decidió, fuera lo que fuera aquel «grano», tener paciencia y no estropear aquel encuentro al que su novia lo había llevado prácticamente a rastras.
– ¿Sabes una cosa? Hace mucho tiempo que le suplico a Stefania que nos presente. Ambos tenemos un interés común y debo decir que te envidio mucho.
– ¿Por qué?
– Porque tienes la posibilidad de disfrutar de un observatorio privilegiado.
– Ah, ¿sí? ¿Cuál?
– La comisaría de Vigàta.
Montalbano alucinó. ¿La comisaría un observatorio privilegiado? ¿Cuatro habitaciones asquerosas en una planta baja, ocupadas todas ellas por personajes como Catarella, que hablaba como una cotorra, o Mimì Augello, que siempre andaba detrás de alguna mujer? Miró a Livia, pero estaba distraída hablando con su amiga Stefania. El comisario tuvo la certeza de que estaba disimulando.
– Pues sí -añadió el ingeniero-. Yo proyecto y construyo puentes. En todo el mundo, aunque peque de inmodestia. Pero es imposible descubrir al hombre en un pilar de cemento armado.
¿Hablaba en serio o estaba de guasa? Montalbano le siguió la corriente.
– Pues en nuestra tierra de vez en cuando se descubría a alguno.
Esta vez el que se desconcertó fue el ingeniero.
– ¿De veras?
– Claro. Era uno de los sistemas que utilizaba la mafia para hacer desaparecer…
Castellini lo interrumpió.
– No, quizá no me he explicado bien. Verás, en realidad yo no tendría que haberme dedicado a la ingeniería. Me habría gustado hacer análisis.
– ¿Químicos?
– No. Psicoanalíticos.
Finalmente empezaba a comprender algo.
– Pues lamento tener que decepcionarte. En ese sentido la comisaría de Vigàta no es el lugar más indicado para…
¿Te imaginas a Catarella sentado detrás de un diván en el que está tumbado un tipo que ha robado un manojo de espinacas?
– Lo sé, lo sé. Pero ¡en una comisaría uno tiene la posibilidad de sondear…! -dijo el ingeniero con un brillo de emoción en los ojos.
Había levantado tanto la voz que hasta Livia y Stefania se vieron obligadas a interrumpir su conversación y a mirarlo.