– ¿Sondear qué?
– ¡Pues el alma humana! ¡Sus recovecos! ¡Su profundidad! ¡Su complejidad!
O sea, que el ingeniero pertenecía a la categoría de personas que disfrutan chapoteando en todo lo que empieza por «psi»: psicología, psicoanálisis, psiquiatría. Montalbano decidió llegar hasta el fondo.
– ¿Te refieres a hundirte en sus abismos?
– Sí.
– ¿A recorrer sus intrincados laberintos?
– Sí, sí.
– ¿A hacer frente a sus oscuros dédalos? ¿A sus inextricables enredos? ¿A sus inescrutables…?
– Sí, sí -respondió afanosamente Castellini, a un paso del orgasmo.
El puntapié que Livia le propinó bajo la mesa hizo enmudecer a Montalbano. Entre otras cosas porque su repertorio de lugares comunes y frases hechas no era demasiado amplio que digamos. Livia aprovechó la pausa.
– ¿Sabes, Matteo?… -le dijo al ingeniero. La dulzura de su voz puso en guardia al comisario: cuando Livia utilizaba ese tono, seguro que estaba a punto de sacar la tinta, como hacen las sìccie, las sepias que el camarero servía en aquel momento-, Salvo tendría sin duda esa posibilidad. Pero no la utiliza. Él no va más allá de las pruebas.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Montalbano, ofendido.
– Ni una palabra más ni una menos de las que he dicho. Tú te detienes en determinado límite, el que es suficiente para tus investigaciones. Puede que te dé miedo ir más allá.
Estaba claro que quería herirlo. Pretendía vengar al ingeniero, de quien él tan vilmente se había burlado. La propia Stefania pareció sorprenderse de la reacción de su amiga.
– No es mi misión. No soy ni un cura, ni un psicólogo ni un analista. Lo siento.
Y se sumergió en los efluvios y el sabor de las sepias cocinadas como Dios manda. Después de un breve silencio, el ingeniero se puso a hablar de Crimen y castigo, que dijo haber releído «en el sombrío silencio de las noches yemeníes». En su opinión, desde un punto de vista psicológico, Dostoievski tenía muchos fallos. En el momento de la despedida, Stefania sacó un manojo de llaves del bolso y se lo entregó a Livia.
– ¿Salís mañana?
¿Salir? ¿Hacia dónde? Llevaba tan sólo una semana de vacaciones en Boccadasse y no le apetecía en absoluto moverse de allí.
– ¿Qué es esa historia de la salida? -preguntó en cuanto Livia puso en marcha su coche.
– Stefania y Matteo han tenido la amabilidad de prestarnos unos días su casa de la montaña.
¡Virgen santa! ¡La montaña! Él era un hombre de mar, estaba hecho así, él no tenía la culpa. En cuanto superaba los quinientos metros de altitud se ponía de mal humor y era capaz de pelearse a la primera de cambio; a veces hasta lo asaltaban unos arrebatos de melancolía que lo volvían más taciturno y solitario de lo que ya era de por sí. Cierto que la belleza de la montaña era la que era, pero también la belleza del mar era la que era. Y, por si fuera poco, Livia lo había pillado a traición. Peor que el personaje de Ganelón en el teatro de marionetas.
– ¿Por qué no me dijiste cuando llegué aquí que ya lo tenías todo preparado para arrastrarme a la montaña?
– ¡Arrastrarte! ¡Qué trágico te pones! Muy sencillo. Porque nos habríamos pasado los días discutiendo.
– Pero ¿quieres explicarme qué necesidad tenemos de irnos de Boccadasse cuando sólo falta una semana para el final de las vacaciones?
– Porque tú vienes a Boccadasse de vacaciones, mientras que yo vivo aquí todo el año. ¿Está claro? Éstas son tus vacaciones, no las mías. Y yo he decidido hacer nuestras vacaciones donde yo diga.
– ¿Puedo por lo menos saber dónde está esa casa?
– Encima de Courmayeur.
¿Encima? ¿Entre los glaciares eternos y las cumbres invioladas, como sin duda habría dicho el cursi de Castellini? Montalbano se quedó helado.
La discusión duró un buen rato, pero él sabía que tenía perdida la partida de antemano. Antes de irse a dormir hicieron las paces. Y más tarde, mientras contemplaba con los ojos abiertos la pálida luz que penetraba a través de la ventana y escuchaba la respiración de Livia, que se confundía con la del mar, Montalbano se sintió en paz y preparado para enfrentarse con los osos polares que sin duda poblaban las banquisas que habría por encima de Courmayeur.
Durante el viaje, que duró varias horas, Livia no quiso cederle el volante en ningún momento, no hubo manera.
– Perdona, deja que conduzca yo. ¿No estás cansada?
– ¿No dijiste que yo quería arrastrarte a la montaña? Pues cállate y déjate arrastrar.
Entre que habían salido tarde de Boccadasse y que había mucho tráfico, se les hizo de noche. Montalbano, en cuanto vio ponerse el sol, decidió que lo único que podía hacer era dormir un rato. Lo despertó la voz de Livia.
– Ánimo, Salvo, ya hemos llegado.
Al bajar del coche vio que, exceptuando la zona iluminada por los faros, a su alrededor todo estaba oscuro como la pez y que, según le decían su oído y su olfato, no había el menor vestigio de vida humana. El coche se encontraba en un claro del que partía un sendero que subía casi en vertical hacia algún lugar perdido.
– Vamos, no te quedes ahí como un pasmarote. Coge la mochila, ábrela y ponte el jersey.
La mochila se la había prestado Livia, naturalmente, pero el jersey era suyo. Lo había dejado en Boccadasse el invierno anterior. Cuando los faros se apagaron, Montalbano experimentó la desagradable sensación de que era devorado por la noche. Se puso nervioso. Livia encendió la linterna e iluminó el sendero.
– Sígueme y procura no resbalar.
– ¿Está muy lejos la casa?
– A unos cien metros.
Tras haber cubierto los primeros cincuenta, el comisario comprendió que una cosa eran cien metros a la orilla del mar y otra cien metros en la montaña. Y menos mal que tenía que hacer un gran esfuerzo para subir, pues de otro modo el frío lo habría dejado sin sentido a pesar del jersey. Resbaló una vez y tropezó otra.
– Procura llegar vivo -le dijo Livia, que, por el contrario, parecía una cabra.
Al final, el sendero terminó en un claro. La forma exterior de la casa no le dijo gran cosa a Montalbano: se trataba de la típica cabaña alpina de planta baja con un piso, como tantas otras. Sin embargo, una vez dentro, la cosa cambiaba. La puerta de doble hoja se abría a un espacioso salón con muebles de madera de estilo rústico, sólidos y tranquilizadores, televisor, teléfono y una gran chimenea en la pared del fondo. En la misma planta había un cuarto de baño y una pequeña cocina con un frigorífico enorme, tan repleto de comida que habría podido abrirse con ella una tienda de alimentación. En el piso de arriba había dos dormitorios, cuyas cristaleras daban a una terraza común, y otro cuarto de baño. La casa le cayó inmediatamente bien.
– ¿Te gusta? -le preguntó Livia.
– Hum -se limitó a contestar, pues quería seguir manteniendo las distancias con ella. Luego añadió-: Hace frío.
– Voy a encender la calefacción. Ya verás cómo se te pasa dentro de diez minutos. Te buscaré un anorak de Matteo.
¿Un anorak del ingeniero Castellini? Mejor morir congelado.
– No, déjalo. Se me pasará enseguida.
Y, en efecto, se le pasó. Una hora después se le pasó también el hambre canina que el aire frío y la caminata le habían despertado, tras haber vaciado prácticamente la mitad de lo que había en el frigorífico. Luego se sentaron en un mullido sofá y Livia encendió el televisor. De común acuerdo, eligieron una película americana sobre un acaudalado hombre del sur cuya hija de veinte años mantiene relaciones con un campesino de la finca, cosa que a su padre no le gusta. Se quedó dormido de golpe con la cabeza apoyada en el hombro de Livia; y cuando hora y media después ella se levantó para apagar el televisor, Montalbano cayó de lado sobre el sofá y se despertó, perplejo.
– Me voy a dormir, gracias por la deliciosa velada -dijo irónicamente Livia, empezando a subir por la escalera que conducía al piso de arriba.