Выбрать главу

– ¡Levántate!

– ¡Sí, señor! -contestó Montalbano, levantándose y adoptando posición de firmes. El empujón que Livia le propinó lo dejó aturdido e hizo que cayera de nuevo en el sofá-. ¿A qué viene esto? -preguntó con voz pastosa.

– A que me has dado un susto de muerte cuando he visto que no regresabas. ¡Eres un cabrón!

– ¡Soy un héroe! He salvado…

– También hay héroes cabrones, y tú perteneces a esa categoría. Y ahora vete arriba a dormir, ya te despertaré yo.

– Sí, señor.

– Se llaman Silvio y Giulia Dalbono, llevan cinco años casados y tienen una casa en la otra vertiente. Él es dueño de un fábrica en Turín, pero vienen mucho aquí. -Montalbano saboreaba una especie de tocino que se disolvía, suave y fuerte a un tiempo, al entrar en contacto con el paladar y la lengua-. Mientras en el hospital examinaban a la mujer, que tiene dos costillas rotas, he hablado con él. Estaban dando un paseo con toda normalidad, ella quiso acercarse al saliente y de pronto se cayó. Puede que fuera un repentino malestar, un mareo o, simplemente, un traspié. Por suerte, consiguió agarrarse al borde, justo lo suficiente para que el marido la cogiera por las muñecas. Después, afortunadamente, llegaste tú. El hombre me ha preguntado por ti, quién eres, a qué te dedicas. Le ha impresionado mucho tu serenidad. Creo que mañana vendrá a darte las gracias. Pero ¿estás escuchándome?

– Por supuesto -contestó Montalbano, introduciéndose en la boca otra loncha de aquella especie de tocino. Enfurecida, Livia se calló. Sólo al final de la cena el comisario se dignó hacer una pregunta-. ¿Ha abierto los ojos?

– ¿Quién?

– Giulia. Se llama así, ¿no? ¿Ha abierto los ojos?

Livia lo miró, sorprendida.

– ¿Cómo lo sabes? No, no abre los ojos. Se niega a hacerlo. Los médicos dicen que es por el shock.

– Ya.

Se sentaron en el sofá.

– ¿Quieres ver algo en la televisión?

– No.

– ¿Qué quieres hacer?

– Ahora verás…

Cuando adivinó las intenciones de Salvo, Livia protestó sin convicción:

– Por lo menos vamos arriba…

– No, aquí me has abofeteado y aquí pagarás la ofensa.

– Sí, señor -dijo Livia.

A la mañana siguiente se despertó a las siete, y a las ocho abrió la puerta para salir.

– ¡Salvo!

Era Livia, que lo llamaba desde la cama del dormitorio. Pero ¿cómo era posible? ¡Si hacía diez minutos parecía dormir a pierna suelta!

– ¿Qué pasa?

– ¿Qué haces?

– Voy a dar una vuelta.

– ¡No! Espérame, voy contigo. En un cuarto de hora estaré lista.

– Muy bien, te espero fuera.

– No te alejes demasiado.

Se puso furioso. ¡Lo trataba como a un niño tonto! Salió. El día parecía una copia del anterior, despejado y deslumbrante. En la explanada había un hombre aguardándolo. Lo reconoció de inmediato, era Silvio Dalbono. Llevaba barba de dos días y tenía ojeras.

– ¿Cómo está su esposa?

– Mucho mejor, gracias. Ha pasado la noche en el hospital. Yo vengo ahora de allí. He esperado a que…

– ¿A que finalmente abriera los ojos?

El hombre lo miró, asombrado. Abrió la boca, volvió a cerrarla y tragó saliva. Trató de sonreír.

– Sabía que era usted un buen policía, pero ¡no hasta ese punto! ¿Cómo sabe eso?

– Había dos cosas que no encajaban. La primera era que su mujer mantenía los ojos obstinadamente cerrados. Al principio, mientras la sujetábamos suspendida en el vacío, pensé que se trataba de una forma de rechazo hacia la terrible situación en la que se encontraba. Pero lo extraño es que siguió con los ojos cerrados cuando ya estaba a salvo, e incluso después, en el hospital. Entonces supuse que lo que rechazaba en realidad era la presencia de usted. Lo segundo que me llamó la atención fue que cuando ustedes se encontraban en el terraplén, el uno al lado del otro, no se…, no digo ya abrazaron, sino que ni siquiera se tocaron.

– Créame, no fui yo quien…

– Lo creo.

– Aquel saliente era una meta habitual de nuestros paseos. Ayer por la mañana Giulia se adelantó corriendo y bajó por el terraplén. Yo estaba todavía en el sendero cuando oí un grito. Ella ya no estaba. Salté y entonces vi… -Dejó la frase sin terminar, se sacó del bolsillo del anorak un pañuelo y se enjugó el sudor que le brillaba en el rostro. Reanudó su narración sin mirar al comisario a los ojos-. Vi sus manos, aferradas al borde de la roca. Me llamó una vez, dos, tres… Yo guardé silencio, inmóvil, paralizado. Era la solución.

– ¿Quería aprovechar la ocasión para librarse de ella?

– Sí.

– ¿Hay otra mujer?

– Desde hace dos años.

– ¿Su mujer lo sospechaba?

– No, en absoluto. Pero allí, en aquel momento, lo comprendió. Lo comprendió porque yo no contestaba a su petición de auxilio. Y, de repente, se calló. Hubo… hubo un silencio espantoso, insoportable. Y entonces corrí a sujetarla por las muñecas. Nos… miramos. Interminablemente. Y ella, en determinado momento, cerró los ojos. Y entonces yo…

De pronto, quién sabe por qué, Montalbano se vio de nuevo en el borde del precipicio, volvió a contemplar el rostro de la mujer desesperadamente dirigido hacia arriba, como hacen los que se ahogan… Por primera vez en su vida experimentó una sensación de vértigo.

– Es suficiente -dijo con brusquedad.

El hombre lo miró, desconcertado por su tono de voz.

– Yo sólo quería explicarle…, darle las gracias…

– No hay nada que explicar, nada que agradecer. Regrese junto a su mujer. Buenos días.

– Buenos días -replicó el hombre.

Dio media vuelta y se fue por el sendero.

* * *

Era cierto, Livia tenía razón. Tenía miedo, temía hundirse en los «abismos del alma humana», como decía el imbécil de Matteo Castellini. Tenía miedo porque sabía muy bien que, una vez alcanzado el fondo de cualquiera de aquellos precipicios, encontraría inevitablemente un espejo. Que reflejaba su rostro.

Mejor la oscuridad

1

A las siete de la mañana, después de un duermevela cansino, percibió con claridad el rumor del agua que entraba en los dos depósitos que había en el tejado de su casa de Marinella. Y puesto que el Ayuntamiento de Vigàta se dignaba facilitar agua a los ciudadanos cada tres días, el rumor significaba que Montalbano podría ducharse como Dios manda. En efecto, tras prepararse el café y beber reverentemente la primera tacita, corrió al cuarto de baño y abrió al máximo los grifos. Se enjabonó, se enjuagó, cantó, desentonando, toda la marcha triunfal de Aida y cuando se disponía a coger la toalla, oyó el timbre del teléfono. Salió desnudo del cuarto de baño, mojando todo el suelo -cosa que después su asistenta Adelina le haría pagar sin dejarle nada en el horno ni en el frigorífico-, y levantó el auricular. Oyó un tono continuo. ¿Cómo era posible que el teléfono siguiera sonando? De pronto comprendió que no era el teléfono, sino el timbre de la puerta. Miró el reloj de la consola del comedor, no eran aún las ocho de la mañana: ¿quién podía llamar a aquella hora a la puerta de su casa como no fuera alguno de sus ayudantes? Para que lo molestaran a esas horas debía de tratarse sin duda de algo realmente grave. Fue a abrir tal como estaba. Y el cura que se encontraba delante de la puerta, al verlo desnudo, pegó un salto hacia atrás, perplejo.

– Pe… perdone -dijo.

– Pe… perdone -dijo a su vez el comisario, tan perplejo como el otro, mientras trataba de taparse las vergüenzas con la mano izquierda sin conseguirlo del todo.