El cura no lo sabía, pero, a pesar de la embarazosa situación, había ganado un punto en la consideración de Montalbano. Porque al comisario le caían muy mal los curas que se vestían de paisano, ya fuera con vaqueros y jersey o con traje de sport; daban la impresión de querer esconderse, mimetizarse. El que estaba delante de su puerta, en cambio, iba con sotana y era un delgado y distinguido cuarentón con cara de persona comprensiva.
– Pase y siéntese mientras voy a vestirme -dijo Montalbano, desapareciendo en el cuarto de baño.
Al regresar lo encontró de pie en la galería, contemplando el mar. La mañana se presentaba con colores muy limpios y fuertes.
– ¿Podemos hablar aquí? -preguntó el cura.
– Por supuesto -contestó el comisario, apuntándole otro tanto a su favor.
– Soy el padre Luigi Barbera.
Se estrecharon la mano. Montalbano le preguntó si le apetecía un café, pero el cura dijo que no. Al comisario se le pasaron las ganas de tomarse otra taza al ver que el cura se debatía en la duda; se lo veía inquieto, como con prisa por decirle lo que había ido a decirle, y al mismo tiempo con temor.
– Dígame -lo apremió.
– He ido a buscarlo a la comisaría, pero usted aún no había llegado. Uno de sus hombres ha tenido la amabilidad de decirme dónde vive. Y me he tomado la libertad de venir. -Montalbano no dijo nada-. Es una cuestión delicada. -El comisario observó que al cura le brillaba la frente a causa del sudor-. Hace una semana vino a confesarse conmigo una…, una persona que está a punto de morir. Me reveló un secreto. Una culpa gravísima por la cual pagó un inocente. Yo la convencí de que hablara, de que se quitara ese peso no sólo delante de Dios, sino también delante de los hombres. No quería. Se resistía con todas sus fuerzas, se rebelaba. Al final, anoche la convencí, con la ayuda de Dios. Puesto que conozco su fama, he pensado que usted sería la persona más indicada para…
– ¿Para qué? -preguntó el comisario con muy poca educación.
¿Es que aquel cura estaba de guasa a esas horas de la mañana? En primer lugar, a él no le gustaban los folletines destinados al gran público y aquello tenía toda la pinta de ser un folletín ya por la simple alusión a un secreto, a una gravísima culpa, a un inocente que estaba en la cárcel… Después, estaba seguro, llegaría el resto del repertorio: la huerfanita maltratada, el joven apuesto pero malvado, el tutor ladrón… Y, en segundo lugar, a él las personas que estaban a punto de morir le daban un miedo atroz. Agitaban en su interior algo tan oscuro y profundo que después lo pasaba mal durante días. No, no tenía que entrar en absoluto en aquella historia.
– Mire, padre -dijo, levantándose para hacer comprender al cura que tenía que irse-, agradezco la confianza que ha depositado en mí, pero yo tengo demasiadas cosas que hacer para… Vuelva a pasar por la comisaría, pregunte por el dottor Augello y, de mi parte, dígale que se encargue él de ese asunto.
El cura lo miró con ojos de ternero a punto de ser llevado al matadero. Y dijo en voz tan baja que casi no se oyó:
– No me deje llevar esta cruz a mí solo, hijo mío.
¿Qué fue lo que tanto conmovió al comisario? ¿La elección de las palabras? ¿El tono en que fueron pronunciadas?
– Muy bien -repuso-. Voy con usted. Pero ¿está seguro de que no haremos el viaje en balde?
– Puedo garantizarle que esa persona le dirá…
– No me refería a eso. Lo que quería decir es si está seguro de que el moribundo vive todavía.
– La moribunda, dottore. Sí, he llamado antes de venir aquí. Creo que llegaremos a tiempo.
Decidieron que el comisario seguiría en su coche al cura, y por ese motivo Montalbano no pudo preguntarle nada más al padre Barbera. Esa falta de información aumentó su nerviosismo, pues ni siquiera conocía el nombre de la mujer a la que iba a visitar, y lo más extraño de todo era que estaba a punto de conocer a una persona a la que unas horas después ya no podría volver a ver. El padre Barbera se dirigió a las afueras de Vigàta. Al llegar a la carretera de Montelusa, giró a la izquierda, en dirección a Raccadali. Al cabo de unos tres kilómetros, volvió a girar a la izquierda, cruzó una gran verja de hierro, enfiló una alameda muy bien cuidada y se detuvo delante de una villa muy grande.
– ¿Dónde estamos? -preguntó el comisario en cuanto bajó.
– Es una residencia de ancianos. Se llama La Casa del Sagrado Corazón. La dirigen las monjas.
– Debe de ser bastante cara -comentó Montalbano, observando a un jardinero en plena tarea y a una enfermera que llevaba de paseo a un anciano en silla de ruedas.
– Sí -dijo secamente el cura.
– Oiga, antes de entrar, dígame una cosa. En primer lugar, ¿cómo se llama la…, la señora?
– Maria Carmela Spagnolo.
– ¿De qué se está muriendo?
– De vejez, se apaga lentamente como una vela. Tiene más de noventa años.
– ¿Marido? ¿Hijos?
– Mire, dottore, yo en realidad sé muy poco de ella. Se quedó viuda bastante joven y no tuvo hijos. Su único familiar es un sobrino que vive en Milán y que paga la residencia. Sé que vivía en Fela y que un tiempo después de la muerte de su marido se fue al extranjero. Hace cinco años regresó a Sicilia y decidió instalarse aquí.
– ¿Y por qué precisamente aquí?
– Eso puedo decírselo. Vino a esta residencia porque aquí estaba una amiga suya de la infancia…, pero murió el año pasado.
– ¿El sobrino ya ha sido avisado?
– Creo que sí.
– Déjeme fumar un cigarrillo.
El cura levantó los brazos. Montalbano buscaba toda suerte de pretextos para retrasar el momento en que tendría que encontrarse cara a cara con aquella pobre mujer. Por su parte, el padre Barbera no comprendía cómo era posible que el comisario mostrara tan poco interés por aquel asunto.
– ¿Y usted no sabe nada más?
El cura lo miró con la cara muy seria.
– Claro que sé más. Pero me lo dijeron en confesión, ¿comprende?
Ya estaba, la continuación del folletín. Ahora entraba en escena el cura que no podía desvelar el secreto que le había sido revelado en la oscuridad del confesionario. Bah, lo mejor que podía hacer era terminar con aquello cuanto antes, escuchar el delirio de una vieja que ya no estaba en sus cabales y retirarse del juego.
– Vamos.
Parecía un hotel de diez estrellas, en caso de que los hubiera. Por doquier aleteaban monjas con crujientes hábitos. Un ascensor tan grande como una habitación los condujo a la tercera y última planta. Aproximadamente unas diez puertas se abrían al reluciente pasillo. A través de una de ellas se escuchaba un desesperado y continuo lamento, a través de otra, la música de una radio o un televisor, de otra surgía una débil voz de anciana que cantaba «Hay una iglesita, amor, / escondida entre las flor…». El cura se detuvo delante de la última puerta del pasillo, que estaba entornada. Asomó la cabeza al interior, miró y se volvió hacia el comisario.
– Venga conmigo.
Para poder dar un paso hacia delante, Montalbano tuvo que imaginarse que tenía a alguien detrás que lo empujaba y lo obligaba a moverse. En la habitación había una cama, una mesita con dos sillas, un mueble con un televisor encima y dos cómodos sillones. Una puerta daba acceso al cuarto de baño. Todo limpísimo, todo en perfecto orden. A lado de la cama, sentada en una silla, una monja rezaba el rosario sin apenas mover los labios. A la moribunda sólo se le veía la cabeza de pajarito y el pelo peinado. El padre Barbera preguntó en voz baja:
– ¿Cómo está?
– Más allí que aquí -contestó la monja como en una infantil poesía, y luego se levantó y abandonó la estancia.
El padre Barbera se inclinó sobre la menuda cabeza.