– ¿Tienes intención de encargarte del asunto?
– Pues no lo sé. He estado dándole vueltas todo el día y me inclino más bien hacia el no. -Livia soltó una molesta risita-. ¿Por qué te ríes?
– Por nada.
– ¡Ah, no! ¡Tú vas a explicarme ahora mismo por qué se te ha escapado esa risita de scòncica!
– ¡No me hables en dialecto!
– Bueno, perdona.
– ¿Qué significa scòncica?
– Cachondeo, tomadura de pelo.
– No tenía la menor intención de tomarte el pelo. Era una risita, ¿cómo diría?, de pura y simple constatación.
– ¿Y qué estabas constatando?
– Que estás envejeciendo, Salvo. En otro tiempo te hubieras arrojado de cabeza a un caso como ése. Eso es todo.
– Ah, ¿sí? ¿Soy viejo y flácido?
– Yo no he dicho flácido.
– Pues entonces, ¿por qué afirmas que la contemplación de mi cuerpo es una especie de tortura?
Y esa vez la pelea estalló.
Tumbado en la cama, leyó la hoja que el cura le había entregado por la mañana.
Maria Carmela Spagnolo, hija de los difuntos Giovanni y Matilde Jacono, nace en Fela el 6 de septiembre de 1910. Tiene un hermano, Giacomo, cuatro años menor. El padre es abogado y goza de una posición desahogada. Se educa en un colegio de monjas. En 1930 se casa con el dottor Alfredo Siracusa, un rico farmacéutico de Fela, propietario de casas y terrenos. La pareja no tiene hijos. Se queda viuda en 1949 y a mediados del año siguiente lo vende todo y se traslada a París, donde vive su hermano Giacomo, diplomático de carrera. Lo sigue en todos sus desplazamientos. Después muere su hermano, que está casado y tiene un hijo llamado Michele. Maria Carmela Spagnolo sigue recorriendo el mundo con su sobrino soltero Michele, que se ha convertido en ingeniero del ENI, la empresa nacional de hidrocarburos. Cuando Michele Spagnolo se jubila y fija su residencia en Milán, Maria Carmela pide ser acogida en la Casa del Sagrado Corazón. Ha donado todo su dinero (que es mucho) a su sobrino. Éste, a cambio, atenderá las necesidades de su tía mientras viva.
Y sanseacabó. Bien mirado, de aquella lectura Montalbano no había sacado nada en claro. O puede que hubiera algo y que ese algo pudiera traducirse en una pregunta: ¿por qué una mujer, a los pocos meses de enviudar, lo vende todo y se va al extranjero, dejando atrás las costumbres, los hábitos, los familiares y las amistades?
Aquella noche, seguro que por culpa de los tres cuartos de kilo de pulpitos gratinados que Adelina le había dejado y que él se había zampado religiosamente pese a constarle que eran de peligrosa digestión, sufrió varias pesadillas. En una de ellas iba por la calle completamente desnudo. Tenía el rostro arrugado y la piel le colgaba formando pliegues. Caminaba apoyado en dos bastones y rodeado por un numeroso grupo de mujeres que curiosamente se parecían a Livia. Éstas le tomaban el pelo y azuzaban contra él unos perros furiosos. Él intentaba refugiarse en alguna casa, pero todas las puertas estaban cerradas. Finalmente veía una que estaba abierta, entraba y se encontraba en el interior de una cueva llena de humo y de hornillos sobre los cuales había alambiques y destiladores. Una cavernosa voz de mujer le decía:
– Acércate. ¿Qué quieres de Lucrecia Borgia?
Él se acercaba y descubría que Lucrecia Borgia no era sino la pobre señora Maria Carmela Spagnolo, viuda de Siracusa, recién fallecida.
Estuvo dando vueltas en la cama casi hasta las cinco, después le entró sueño y durmió cuatro horas seguidas. Cuando se despertó eran las nueve. Se lavó y se afeitó a toda prisa soltando palabrotas, se vistió, abrió la puerta y se encontró directamente en el ojo el dedo del padre Barbera, quien se disponía a llamar al timbre. ¡Vaya, lo que faltaba! ¡Aquel cura se había aprendido el camino de su casa y ahora ya no lo olvidaba!
– ¿Hay alguien más que esté a punto de morir? -preguntó con estudiado tono malhumorado.
El padre Barbera pareció no captar la ironía.
– ¿Puedo entrar? Sólo unos minutos. -Montalbano lo hizo pasar, pero no lo invitó a sentarse. Ambos permanecieron de pie-. Esta noche no he pegado ojo -dijo el cura.
– ¿Usted también cenó pulpos gratinados?
– No, yo sólo tomé una sopita con un poco de queso.
Y no añadió nada más. ¿Sería posible que se hubiera desplazado hasta Marinella para comunicarle el menú de la víspera?
– Oiga, esta vez sí que no tengo tiempo.
– He venido para rogarle que lo deje correr. ¿Qué derecho tengo yo a poner en su conocimiento como representante de la ley un hecho acaecido hace tanto tiempo que…?
– Concretemos: ¿fue en los primeros seis meses de mil novecientos cincuenta?
El padre Barbera se sobresaltó y lo miró, sorprendido. Montalbano comprendió que había dado en el blanco.
– ¿Se lo dijo la difunta?
– No.
– ¿Entonces cómo lo sabe?
– Porque soy policía. Siga.
– Verá, es que no creo que tenga, que tengamos, ningún derecho a sacar a la luz un hecho que, con el paso del tiempo, llegó a su conclusión y alcanzó el olvido. Volverían a abrirse antiguas heridas, puede que surgieran nuevos rencores…
– Alto ahí -dijo Montalbano-. Usted habla de heridas y rencores, y el juego le resulta más fácil porque sabe más que yo. Yo, en cambio, no estoy en condiciones de valorar nada, todo es como una densa bruma.
– Pues entonces asumo mi responsabilidad y le digo que se olvide de esta historia.
– Podría, pero con una condición.
– ¿Cuál?
– Ahora se la digo. Pero antes tengo que pensar un poco. Vamos a ver. En uno de los primerísimos meses del año mil novecientos cincuenta una tal Cristina le pide a doña Maria Carmela, esposa o viuda reciente de un farmacéutico, un poco de veneno. Doña Maria Carmela, por razones que nos será difícil llegar a conocer, o bien sospechando que Cristina quiere utilizar el veneno para asesinar a alguien, le da en su lugar unos polvos inofensivos. Le gasta una broma pesada, como las que suelen gastar los curas, y usted me perdonará, padre. Cristina administra el veneno a la persona a la que quiere matar y ésta sigue viva, sin más molestias que un ligero dolor de tripa. -El cura escuchaba al comisario con el cuerpo inclinado hacia delante como un arco en tensión-. No obstante, si las cosas hubieran sucedido de esa manera, doña Maria Carmela no tendría motivo para sentir remordimiento. No era veneno y, por consiguiente, no habría por qué. Sin embargo, si doña Maria Carmela ha experimentado durante tantos años y hasta el momento de su muerte una congoja tan grande, eso significa que las cosas no salieron tal como ella esperaba. ¿Me explico?
– Perfectamente -contestó el cura con los ojos clavados en los del comisario.
– Y ahora llegamos al punto crucial. Por lo que parece, aunque Cristina no recibió el veneno, el homicidio se produjo. -No era sudor sino agua lo que bajaba por la frente del padre Barbera-. Y añado más: la persona, no sé si hombre o mujer, fue asesinada no con un arma de fuego o un cuchillo, sino con veneno.
– ¿Cómo puede saber tal cosa?
– Me lo dijo la pobre difunta. Ésa fue la angustia que arrastró toda su vida. Porque, tras haberse producido el homicidio, debió de asaltarla la duda de si se habría equivocado y habría dado inadvertidamente a Cristina un veneno de verdad en lugar del falso que ella había preparado. -El cura ni hablaba ni se movía-. Voy a decirle cómo pienso actuar. Si la persona que cometió el homicidio lo ha pagado, a mí el asunto ya no me interesa. Pero si todavía hay algo que no está claro, que no ha quedado resuelto, seguiré adelante.
– ¿A pesar de los más de cincuenta años transcurridos?
– ¿Quiere que le diga una cosa, padre Barbera? Yo a veces me pregunto qué pruebas tenía Dios para acusar a Caín del homicidio de Abel. Si pudiera, tenga por seguro que abriría una investigación.