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El padre Barbera lo miró estupefacto y la parte inferior del mentón le cayó sobre el pecho. Después extendió los brazos, resignado.

– Siendo así… -Se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir añadió-: Ha llegado Michele Spagnolo. Se hospeda en el hotel Pirandello.

Se presentó con retraso a la reunión con el jefe superior de policía Bonetti-Alderighi. Éste se limitó a mirarlo con desprecio y esperó en silencio -para subrayar su descortesía- a que el comisario se sentara pidiendo disculpas a derecha e izquierda a sus compañeros. Después reanudó su disertación sobre el tema «¿Qué puede hacer la policía para recuperar la confianza de los ciudadanos?». Uno propuso crear un concurso con premios, un segundo dijo que lo mejor sería organizar un baile con premios jugosos y cotillón, un tercero sostuvo que podían invitar a la prensa a que colaborara.

– ¿En qué sentido? -preguntó Bonetti-Alderighi.

– En el sentido de que pueden disimular algo más cuando nos equivocamos o no conseguimos…

– Entiendo, entiendo -lo cortó rápidamente el jefe superior-. ¿Alguna otra propuesta? -El índice y el dedo medio de la mano derecha de Montalbano se levantaron por su cuenta y riesgo sin que el cerebro se lo hubiera mandado. El comisario contempló sus dedos levantados con cierto estupor y el jefe superior lanzó un suspiro-. Diga, Montalbano.

– ¿Y si la policía cumpliera siempre y en todo momento con su deber sin provocar ni prevaricar?

La reunión se disolvió en medio de un frío polar.

Para regresar a Vigàta, Montalbano tenía que pasar necesariamente por delante del hotel Pirandello. No esperaba encontrar a Michele Spagnolo, pero podía probar por si acaso.

– Sí, comisario, está en su habitación. ¿Le paso el teléfono?

– ¿Oiga? Soy el comisario Montalbano.

– ¿Comisario de qué?

– De las fuerzas del orden del Estado.

– ¿Y qué quiere de mí?

El ingeniero Spagnolo parecía sinceramente sorprendido.

– Hablar.

– ¿A propósito de qué?

– De su tía.

La voz del ingeniero brotó de su garganta en un tono similar al de una gallina estrangulada.

– ¡¿Mi tía?!

– Mire, ingeniero, estoy aquí, en su hotel. Si usted tuviera la amabilidad de bajar, podríamos hablar mejor.

– Bajo ahora mismo.

El ingeniero era un hombre de sesenta y tantos años, más bien bajo de estatura y con la cara como de barro cocido, pues la piel se le había asado bajo el sol de los desiertos en busca de petróleo. Era un manojo de nervios que se movía a sacudidas. Se sentó, se levantó, volvió a sentarse cuando Montalbano se hubo sentado, cruzó las piernas, las descruzó, se arregló el nudo de la corbata y se cepilló la chaqueta con la mano.

– No comprendo por qué la policía…

– No se altere, ingeniero.

– No estoy alterado.

¡Pues a saber lo que hacía cuando lo estaba!

– Su tía, antes de morir, quiso revelarme una historia que no comprendí demasiado bien, una historia de un veneno que no era veneno…

– ¿Veneno? ¡¿Mi tía?!

Se levantó, se sentó, cruzó las piernas, las descruzó, se arregló la corbata, se cepilló la chaqueta con la mano. Esa vez, además, se quitó las gafas, sopló sobre los cristales y se las puso de nuevo.

«Como siga así, en diez minutos me vuelvo loco», pensó el comisario. Mejor abreviar.

– ¿Qué puede decirme de su tía?

– Que era una santa mujer. Que me hizo de madre.

– ¿Por qué vino a Vigàta hace cinco años?

Se levantó, se sentó, cruzó las piernas, las descruzó, se arregló el nudo de la corbata, se cepilló la chaqueta con la mano, se quitó las gafas, sopló sobre los cristales, se las puso. Además resolló por la nariz.

– Porque, después de jubilarme, me casé. Y la tía no se llevaba bien con mi mujer.

– ¿Sabe algo que le ocurrió a su tía en los primeros meses del año mil novecientos cincuenta?

– No sé nada. Pero, en nombre de Dios, ¿a qué viene todo esto?

Se levantó, se sentó, cruzó las piernas, las descruzó… Pero el comisario ya había abandonado el hotel.

3

Mientras circulaba en dirección a Vigàta, se acordó de un artículo que había leído sobre Hamlet, firmado por un especialista en Shakespeare. En él se afirmaba que el fantasma del padre -el difunto rey asesinado por su hermano con la complicidad de Gertrudis, su viuda, convertida en amante del asesino-cuñado-, al ordenar a su hijo Hamlet que lo vengue matando a su tío pero respetando la vida de su madre, lo sitúa en una posición de melodrama y no de tragedia. Como es universalmente sabido, mientras que un parricidio o un matricidio son actos trágicos, un tiocidio es como mucho un asunto de melodrama ligero o de comedia burguesa que fácilmente puede derivar en farsa. Sin embargo, el joven príncipe de Dinamarca, mientras cumple la misión que se le ha encomendado, arma tanto alboroto y urde tantas intrigas que consigue autopromocionarse hasta alcanzar el nivel de personaje de tragedia. ¡Y menuda tragedia! Una vez establecidas las necesarias distancias entre su persona y Hamlet y considerando que doña Maria Carmela le había hablado cuando todavía no era un fantasma -aunque le faltaba poco para serlo-, considerando asimismo que la pobre mujer no le había asignado explícitamente ninguna misión y que, en todo caso, quien quería encomendarle la misión era el padre Barbera -personaje fácilmente eliminable, habida cuenta de que en la tragedia de Shakespeare no aparece ninguno-, considerando, pues, todo ello, ¿por qué razón iba él a transformar con su investigación un folletín en una novela policiaca? Porque a eso podía aspirar aquel asunto, a convertirse en una buena novela negra, pero jamás de los jamases en una de aquellas «densas y profundas novelas» que todo el mundo compra y nadie lee, por más que los críticos juren y perjuren que nunca ha caído en sus manos un libro semejante.

Por eso, cuando entró en la comisaría, adoptó la firme decisión de no encargarse jamás de la historia del veneno que no era veneno, aunque lo tiraran del ronzal, como se hace con los burros testarudos.

– Hola, Salvo. ¿Sabes una cosa?

– No, Mimì, no la sabré hasta que tú me la digas. En cambio, si me la dices, cuando me preguntes si la sé, tendrás la satisfacción de que te conteste: «Sí, la sé.»

– ¡Jesús, qué antipático estás hoy! Simplemente quería decirte a propósito de aquella anciana difunta, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Maria Carmela Spagnolo, de cuyo caso te estás encargando…

– No.

Mimì Augello lo miró, perplejo.

– ¿Qué significa «no»?

– Significa justo lo contrario de «sí».

– Explícate mejor. ¿No quieres saber lo que quería decirte o es que ya no te encargas del asunto?

– Lo segundo.

– ¿Por qué?

– Porque yo no soy Hamlet.

Augello se sorprendió.

– ¿El de «ser o no ser»? ¿Y qué tiene eso que ver?

– Pues tiene. ¿Qué tal van las investigaciones sobre el atraco?

– Bien. Estoy seguro de que los atraparé.

– Cuéntame.

Mimì le contó con todo detalle cómo había identificado a dos de los tres atracadores. Si esperaba alguna palabra de aprobación por parte del comisario, se llevó una decepción. Montalbano ni siquiera lo miraba, mantenía la cabeza inclinada sobre el pecho, enfrascado en sus propios pensamientos. Al cabo de cinco minutos de silencio, Augello se levantó.

– Bueno, me voy.

– Espera. -Las palabras brotaron con esfuerzo de la boca del comisario-. ¿Qué querías decirme sobre… la muerta?

– Que he averiguado una cosa. Pero no te la diré.

– ¿Por qué?

– Porque acabas de decir que ya no te encargas del caso. Y, además, porque no te has dignado dedicarme ni una sola palabra de felicitación por cómo he llevado la investigación del atraco.