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– Disculpe, señora -preguntó el comisario sin apenas darse cuenta de lo que estaba preguntando-. ¿Usted recuerda a una tal Maria Carmela Spagnolo?

– No -contestó con firmeza la señora Adorno, la que lo sabía todo acerca de los delitos de sangre cometidos en la isla.

Sentado en la roca bajo el faro, se entregó a una especie de autoanálisis. No cabía duda de que la respuesta negativa de Ciccina Adorno lo había decepcionado. ¿Eso significaba que él quería encargarse de aquella investigación? ¿Sí o no? ¡Que se decidiera de una vez! Bastaba un mínimo de iniciativa. Presentarse, por ejemplo, al abogado Colajanni y conseguir que éste le dijera, aun a riesgo de que le soltara un guantazo, lo que sabía acerca de Maria Carmela Spagnolo. Porque no cabía duda de que Colajanni la conocía, dada su reacción ante el anuncio del óbito. O bien podía ir a la biblioteca pública, pedir los números de 1950 del periódico más importante de la isla y con paciencia de santo averiguar qué había ocurrido en Fela en el primer semestre de aquel año. O bien encargarle a Catarella que buscara la información en su ordenador. Entonces ¿por qué no lo hacía? Con un poco de buena voluntad averiguaría todo lo que había que averiguar y santas pascuas. ¿Tal vez era porque no le gustaba añadir al encarnizamiento terapéutico -tan discutido por médicos, curas, moralistas y presentadores de televisión- y al judicial -tan discutido por jueces y políticos- el encarnizamiento investigador que, por el contrario, jamás sería discutido por nadie? ¿O bien porque -y ésta le pareció finalmente la explicación más apropiada- prefería mantener una actitud pasiva? Es decir, ser como la orilla del mar, a la que de vez en cuando llegan restos de naufragios: algunos se los vuelve a llevar la mar y otros se quedan allí, tostándose bajo el sol. En tal caso, lo mejor era esperar a que las olas arrojaran más restos.

Estaba a punto de irse a la cama cuando sonó el teléfono. Era la una de la madrugada. Tenía que ser Livia.

– Hola, cariño -dijo.

En el otro extremo de la línea sólo escuchó silencio hasta que estalló una especie de trueno apocalíptico que lo dejó medio sordo. Apartándose el auricular del oído, comprendió que se trataba de una carcajada. Y que aquella carcajada sólo podía pertenecer a Ciccina Adorno. Aquella mujer era no sólo gritona, sino también insomne.

– Lo siento, dottore, pero no soy su cariño. Pero ¡es que usted me ha engañado, dottore!

– ¿Yo? ¿En qué, señora?

– En lo de Maria Carmela Spagnolo. No me dijo su apellido de casada, Siracusa, que era el de un farmacéutico, y yo he perdido el sueño pensando en ello.

– ¿La conocía?

– ¡Pues claro que la conocía! Incluso personalmente. Pero hace años y años que no sé nada de ella.

– Murió aquí en Vigàta el otro día.

– ¿De veras?

– Oiga, señora, ¿podríamos vernos mañana por la mañana?

– Salgo a las ocho hacia Fela.

– ¿Podría…?

– Si no tiene mucho sueño, venga aquí ahora.

– Pero la señora Clementina…

– Mi prima está de acuerdo. Lo esperamos.

Antes de salir, se introdujo en las orejas dos bolitas de algodón.

* * *

Cuando la señora Ciccina llevaba una hora hablando, los vecinos del piso de abajo empezaron a golpear el techo. A ellos se añadieron los del piso de arriba, los cuales empezaron a golpear el suelo. Después otros empezaron a golpear las paredes. Entonces la señora Clementina abrió un trastero y encerró dentro a su prima y al comisario.

Montalbano abandonó la casa tres horas, seis tazas de café y veinte cigarrillos después. A pesar de la protección del algodón, le dolían los oídos. Esta vez, las olas habían arrojado a la orilla no unos restos dispersos, sino un galeón entero.

4

A las nueve de la noche del uno de enero de 1950, el abogado Emanuele Ferlito, Nenè para los amigos, se sentó puntualmente a la mesa del sacanete del círculo Patria, que en Fela todo el mundo sabía que era en realidad un garito. Y si lo era en los días laborales, es fácil imaginar en qué se convertía los festivos y, especialmente, los días que van de Navidad a Reyes, cuando en el pueblo es tradición jugarse hasta los calzoncillos. El abogado Nenè Ferlito, hombre rico y esencialmente holgazán -pues raras veces se dedicaba a su trabajo, y cuando lo hacía, era casi siempre para sacar de un apuro a los amigos-, tenía cincuenta y tantos años y no le faltaba de nada. Aparte de ser capaz de permanecer sentado a la mesa de juego durante cuarenta y ocho horas seguidas sin levantarse ni para ir al lavabo, el abogado tenía mujeres en Fela y en los pueblos circundantes y era bien sabido que en Palermo (adonde se desplazaba a menudo para intervenir en juicios, o, por lo menos, eso le decía a su esposa, Cristina) mantenía a dos, una bailarina y una costurera. En una velada se bebía más de media botella de coñac francés. El número diario de cigarrillos sin filtro que se fumaba oscilaba entre los ciento diez y los ciento veinte. Hacia las once de aquella noche de fin de año sufrió un repentino desmayo, cosa que ya le había ocurrido el año anterior. Es decir, que el abogado se quedó tan tieso como un bacalao, dicho sea con todo el respeto, experimentó unos violentos espasmos, vomitó y sólo haciendo un supremo esfuerzo consiguió respirar.

– ¡Ya estamos otra vez! -gritó entonces el doctor Jacopo Friscia, que en aquellos momentos se encontraba también en el círculo.

Friscia, que lo atendía desde que le había dado el primer desmayo, le había prohibido terminantemente fumar, pero al abogado Ferlito la prohibición le había entrado por un oído y le había salido por otro. La recaída, pues, era inevitable.

Pero esta vez la situación es mucho más grave. Nenè Ferlito se está muriendo asfixiado y, para abrirle las mandíbulas, el médico y los del círculo se ven obligados a utilizar un calzador. Al final, el abogado se recupera ligeramente y es trasladado en brazos a su casa mientras el doctor Friscia corre en busca de medicación. La mujer, Cristina, pide que acuesten al marido (la pareja duerme en habitaciones separadas) y después llama por teléfono a su hija Ágata, de dieciocho años, que está pasando las fiestas en Catania, en casa de unos familiares. Los que le han prestado auxilio se retiran en cuanto llega el doctor Friscia, el cual encuentra al enfermo estacionario. El médico, tras haberle dicho claramente a su mujer que la vida del enfermo corre peligro, anota en una hoja de papel los medicamentos que hay que administrarle y la dosis. Al ver que la señora Cristina está comprensiblemente aturdida y ausente, le repite que la vida de su marido depende del estricto cumplimiento de las instrucciones. Habrá que vigilarlo toda la noche. Cristina dice que podrá hacerlo. El médico, que no está muy convencido, le pregunta si necesita a una enfermera que se encargue de todo. Cristina rechaza el ofrecimiento y el médico se retira.

A la mañana siguiente, poco después de las ocho, el dottor Friscia llama a la puerta de la casa de los Ferlito. Le abre la doncella Maria, la cual le dice que la señora Cristina permanece encerrada en la habitación de su marido y no quiere que entre nadie. Pero el médico consigue que le abra. En la estancia se aspira un pestazo insoportable a vómito, orines y mierda. Cristina está sentada en una silla al lado de la cama, rígida y con los ojos muy abiertos. El médico consuela a la mujer, que se encuentra en estado de shock, y se da cuenta de que las medicinas que le ha entregado ni siquiera están abiertas.

– Pero ¿por qué no se las ha dado?

– No hubo tiempo. Murió media hora después de que usted se fuera.

El médico toca el cuerpo del paciente. Aún está caliente. Pero puede que la explicación sea la estufa de leña que el propio abogado había encendido la víspera antes de salir para cuando regresara a casa de la velada en el círculo. La estufa, dirá más tarde la señora Cristina, la había alimentado ella misma un cuarto de hora antes de que le llevaran a casa a su marido moribundo.