– Pues claro. Sigamos.
Como todas las noches, 'u zu Giurlanno apagaba el televisor a las diez en punto, incluso en el momento más trágico de una telenovela, y subía al piso de arriba para acostarse. Eso era también una señal inequívoca para Grazia, la cual fregaba en la cocina la vajilla que habían utilizado para la cena, se desnudaba en el cuarto de baño de abajo y se iba a dormir a su habitación.
– Un momento -dijo el comisario-. ¿Quién había cerrado la puerta principal?
– Mi tío cuando vino a cenar. Lo hacía siempre. Cerraba con las llaves y las colgaba de un clavo al lado de la puerta.
Montalbano miró a Galluzzo.
– Las llaves están allí. Y no hay ninguna señal de que hayan forzado la cerradura. Debió de usar un duplicado.
– ¿Por qué utilizas el singular? Puede que el que ha disparado no estuviera solo.
– No, señor -dijo Galluzzo.
– Estaba solo -confirmó la muchacha.
Grazia señaló que se había dormido enseguida. Después se había despertado a causa de una detonación. Aguzó el oído, pero, al no oír ningún otro ruido, dedujo que la detonación procedía del exterior, de la campiña circundante. Acababa de cerrar los ojos cuando oyó unos ruidos muy fuertes procedentes del dormitorio de su tío. Pensó inmediatamente que éste se encontraba mal, como ya le había ocurrido otras veces.
– Explícate mejor.
A su tío le gustaba mucho comer. En cierta ocasión se había zampado tres cuartos de cabrito, y por la noche, cuando se levantó para tomar un poco de bicarbonato, se desplomó a causa de un intenso mareo.
– ¿Y qué hiciste tú después de oír la detonación?
Se había levantado, se había puesto la bata a toda prisa y había subido corriendo descalza al piso de arriba. La luz del dormitorio estaba encendida. Lo primero que vio fue a su tío medio incorporado en la cama con la espalda apoyada en la cabecera. Se acercó a él y lo llamó, pero no contestó. Sólo entonces reparó en la sangre de la boca y en la mancha sobre el pecho. Grazia volvió repentinamente la cabeza y vio la figura de un hombre que salía por la puerta. Entonces recordó de repente que su tío guardaba un revólver en el cajón de la mesilla, lo cogió, siguió al hombre y disparó contra él desde lo alto de la escalera justo en el momento en que éste alcanzaba la puerta principal para emprender la huida. Intentó seguirlo, pero no se veía nada, todo estaba demasiado oscuro, sólo oyó el ruido de un ciclomotor. Subió de nuevo al dormitorio, consciente de que no podía hacer nada por su tío, dejó caer el revólver al suelo y regresó al salón para llamar a la policía.
Ahora Grazia estaba temblando de nuevo y oscilaba como un árbol agitado por ráfagas de viento. Galluzzo volvió a acariciarle el cabello.
– Todo coincide -dijo-. Incluso la mancha de sangre.
– ¿Qué mancha de sangre?
– La que hay en la explanada de delante de la casa, la he visto con la linterna. Ahora que ya es de día usted también podrá verla. Pertenece sin duda al asesino. La muchacha le ha dado de lleno en la espalda.
Fue entonces cuando Grazia soltó un grito animal con la cabeza echada enteramente hacia atrás y se desmayó.
2
Dos días antes, Bonetti-Alderighi le había repetido la lección.
– Se lo ruego, Montalbano, recuerde que usted sólo se encarga provisionalmente del caso, nada más.
– No le he entendido bien, señor jefe superior.
– ¡Por Dios bendito! ¡Ya se lo he dicho por lo menos tres veces! Si lo llaman al escenario del crimen, usted deberá limitarse a asumir su responsabilidad, esperar la llegada de los encargados de las investigaciones y procurar que nadie se mueva.
– ¿Es eso lo que tengo que decir?
– ¿Cómo?
– ¡Policía! ¡Que nadie se mueva!
Bonetti-Alderighi lo miró con recelo. El comisario permanecía de pie enfrente del escritorio con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante y un rostro que sólo expresaba un humilde deseo de saber.
– ¡Haga lo que considere oportuno!
Ahora los «encargados de las investigaciones» estaban a punto de llegar y a él no le apetecía verlos. Entró en la habitación de Grazia. La chica se había recuperado un poco, aunque seguía tumbada en la cama con la ropa puesta.
Galluzzo estaba sentado en una silla.
– Me voy -dijo Montalbano.
La muchacha se incorporó de golpe.
– Pero ¿cómo? ¿Ya ha terminado todo?
– No, todavía no ha empezado. Galluzzo, ven conmigo.
Desde el salón, el comisario llamó a Fazio. Gallo dormía profundamente hundido en el sillón, y, al pasar, el comisario le propinó un puntapié en la pantorrilla.
– ¿Qué hay? ¿Qué ha pasado?
– Nada, Gallo. Ve a poner en marcha el coche, que nos vamos.
– ¿Quiere algo? -preguntó Fazio desde lo alto de la escalera.
– Sólo avisarte de que me voy. Tú espera aquí a los demás. -Mientras se encaminaba hacia la puerta, tomó del brazo a Galluzzo-. ¿Quieres explicarme por qué te interesa tanto la sobrina?
Galluzzo se ruborizó.
– Me da pena. Es una muchacha sola y desconsolada.
Fuera ya se había hecho de día.
– Enséñame dónde has visto la mancha de sangre.
Galluzzo miró al suelo y pareció sorprenderse. Después esbozó una sonrisa.
– Está justo debajo de su coche.
Le indicaron por señas a Gallo que diera marcha atrás. Éste obedeció y la mancha de sangre quedó al descubierto, afortunadamente respetada por las ruedas. Montalbano se agachó para examinarla y la rozó con el dedo índice. Era sangre, no cabía la menor duda.
– Ponle algo para protegerla; de lo contrario, cuando lleguen los coches de esos cabrones de Montelusa la dejarán reducida a polvo. Tú quédate aquí con…, con Fazio. Hasta luego.
– Gracias -dijo Galluzzo.
Cuando llegaron a la comisaría le dijo a Gallo que bajara del coche, se sentó al volante y prosiguió camino hacia Marinella. Mientras se afeitaba, recordó la cuestión de la cama del muerto. Si ambas plazas habían sido utilizadas, significaba que alguien estaba acostado al lado de Gerlando Piccolo antes del asesinato o en el transcurso del mismo. Por consiguiente, aparte de la sobrina Grazia, que había entrado en la estancia cuando ya todo estaba hecho, tenía que haber un testigo directo del homicidio. Había olvidado preguntarle a la sobrina qué sabía de los encuentros nocturnos de su tío Gerlando. Un error gravísimo que jamás habría cometido si no hubiera sabido que tenía que pasarle el testigo a los verdaderos «encargados de las investigaciones». Que se jodieran.
Fazio, con expresión enfurecida, recordó que era la hora de comer.
– ¿Y Galluzzo, dónde está?
– Como lo han sellado todo y la sobrina no sabe adónde ir, Galluzzo ha telefoneado a su mujer para preguntarle si podía llevar a la muchacha a su casa, y ésta le ha dicho que sí. Después ha ido a llamar a un médico porque la pobre chica, después del interrogatorio al que la han sometido el fiscal Tommaseo y el dottor Gribaudo, estaba totalmente aturdida. Volverán a interrogarla mañana por la mañana.
– ¿Se la llevan a Montelusa?
Fazio pareció turbarse.
– No, señor, aquí. El dottor Gribaudo me ha dicho que si le podemos preparar un dormitorio.
– Pues prepáraselo.
– ¿Cuál? Si ni siquiera tenemos sitio para…
– ¡Alto ahí! ¿Has olvidado el proverbio? «En la casa cabe lo que quiere el amo.» Prepárale el cuartito que hay al lado del lavabo.
– Pero ¡si es un trastero! ¡Está lleno de papeles colocados de cualquier manera!
– Pues hazle un poco de sitio, ¿de acuerdo? Por cierto, tengo una curiosidad. ¿Le han preguntado a Grazia cómo explica ella que el otro lado de la cama haya sido utilizado?