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– Verá usted, señor comisario, de estas cosas se encarga mi ayudante, el contable Cappadona, que hoy, por desgracia, no ha venido porque tiene la gripe. -Se entregó en cuerpo y alma a la tarea, pulsó algunas teclas, pero estaba claro que el ordenador no era precisamente su fuerte. Finalmente habló-. Sí, aquí consta que todos los efectos personales de la pobre señora Spagnolo se encuentran en un depósito, en un baúl de su propiedad. Pero no sé si ya se lo han enviado a su sobrino a Milán.

– ¿Y cómo se puede saber?

– Venga conmigo.

Abrió un cajón y sacó un manojo de llaves. Salieron por la puerta principal. A la izquierda del jardín había un edificio bajo, un almacén con una puerta muy grande en la que ponía, evidentemente para que nadie se llamara a engaño, «Depósito». Paquetes, cajas, maletas, cajitas, contenedores de todo tipo aparecían colocados ordenadamente a lo largo de las paredes.

– Lo conservamos todo con mucho cuidado y de forma que esté al alcance de la mano. Porque, verá usted, señor comisario, todas nuestras huéspedes son, ¿cómo le diría?, de clase acomodada. Y, de vez en cuando, les apetece volver a ver un vestido, un objeto especialmente apreciado… Ah, aquí está todavía el baúl de la señora Spagnolo.

«¿Acaso a las que no pertenecen a la clase acomodada -se preguntó Montalbano- no les apetece volver a ver objetos suyos apreciados en otros tiempos? Sólo que esos objetos ya no están al alcance de su mano, sino vendidos o en el Monte de Piedad.»

El baúl no era un baúl. Era una especie de pequeño armario colocado de pie, como los armarios, y tan alto como Montalbano. Éste sólo había visto baúles de semejantes proporciones en las películas ambientadas entre finales del siglo XIX y principios del XX. Aquél estaba enteramente cubierto de esas pegatinas de colores, redondas, cuadradas o rectangulares, que los hoteles de otros tiempos solían pegar en los equipajes a modo de publicidad. Las pegatinas estaban parcialmente tapadas por una hoja blanca, todavía mojada de pegamento, en la cual figuraba la dirección de Milán del sobrino.

– Seguramente mañana pasará el transportista -dijo el contable-. ¿Le interesa saber algo más?

– Sí. ¿Quién tiene las llaves del baúl?

– Vamos a ver si las tenemos nosotros o si ya han sido entregadas al ingeniero.

Resultó que ya habían sido entregadas.

Comió distraído y sin apetito.

– Hoy no me ha dado ninguna satisfacción -lo regañó Calogero, el dueño de la trattoria-. Si un cliente como usía come así, a alguien como yo se le pasan las ganas de cocinar.

El comisario se disculpó, lo tranquilizó diciéndole que era porque tenía demasiados pensamientos en la cabeza y no había conseguido borrar la cantidad de ellos que habría sido necesaria para poder saborear la maravilla de langosta que le habían puesto delante. En realidad, pensamientos sólo tenía uno; pero valía por diez, de tan apremiante como era. Al cabo de un rato, tras haberle fallado todas las opciones, y teniendo en cuenta el breve espacio de tiempo que le quedaba antes de que el baúl emprendiera el camino hacia Milán, tuvo que rendirse a la única solución posible: Orazio Genco. Eran las cuatro de la tarde, y, a aquella hora, Orazio Genco, el ultraseptuagenario ladrón de casas que jamás había cometido un acto de violencia, hombre de bien si se exceptuaba el vicio que tenía, que consistía en robar en las viviendas, debía de estar durmiendo en su hogar, recuperando el sueño perdido durante la noche. Se tenían mucha simpatía el uno al otro. Orazio, de hecho, le había regalado al comisario una preciosa colección de ganzúas y llaves falsas. Le abrió Gnetta, la mujer de Orazio, que se asustó al verlo.

– ¿Qué ocurre, comisario? ¿Qué ha sucedido?

– Nada, Gnetta, sólo vengo a ver a tu marido.

– Pase -dijo la mujer, más tranquila-. Orazio está enfermo, en la cama.

– ¿Qué tiene?

– Dolores reumáticos. El médico dice que no debería salir de noche cuando hay tanta humedad. Pero, entonces, ¿cuándo va a trabajar este buen hombre?

Orazio estaba medio dormido, pero al ver al comisario se incorporó en la cama.

– ¡Qué sorpresa, dottore Montalbano!

– ¿Cómo estás, Ora?

– Así así, dottore.

– ¿Le apetece un cafetito? -preguntó Gnetta.

– Con mucho gusto.

Aprovechando que Gnetta se había retirado, Orazio se apresuró a aclarar:

– Mire, señor comisario, yo no trabajo desde hace un mes, así que si ha habido…

– No he venido por eso. Quería que me hicieras un trabajito, pero veo que no puedes moverte.

– No, señor dottore, lo siento. El trabajo tendrá que hacerlo usted solo. ¿No recuerda cómo se hace? ¿No se lo enseñé?

– Sí, pero éste es un baúl que se tiene que abrir y cerrar sin que nadie se dé cuenta. ¿Me explico?

– Se ha explicado muy bien. Ahora tómese tranquilamente el café y después hablamos.

6

Fazio se presentó a las siete de la tarde. Parecía contento. Se sentó cómodamente en una silla delante del escritorio del comisario, sacó del bolsillo una hoja de papel doblada en cuatro y empezó a leer:

– Alfredo Siracusa, hijo del difunto Giovanni y de la difunta Emilia Scarcella, nacido en Fela el…

– ¿Quieres que empecemos a enfadarnos? -lo interrumpió Montalbano.

Fazio esbozó una sonrisita.

– Era una broma, dottore.

Dobló la hoja y volvió a guardársela en el bolsillo.

– He tenido una suerte del copón, y perdone la expresión, dottore.

– ¿Qué quieres decir?

– He podido hablar con el farmacéutico Arturo de Gregorio.

– ¿Y ése quién es?

– El actual propietario de la farmacia que perteneció a Alfredo Siracusa. Verá, dottore, ese tal De Gregorio, nada más terminar sus estudios en mil novecientos cuarenta y siete, comenzó a hacer prácticas en la farmacia de Siracusa. En realidad la farmacia la llevaba él, porque el dottor Siracusa se pasaba el día jugando a las cartas o persiguiendo a las mujeres. El treinta de septiembre de mil novecientos cuarenta y nueve, mientras regresaba en coche de Palermo, el dottor Siracusa sufre un accidente y muere en el acto.

– ¿Qué clase de accidente?

– No lo sé muy bien, parece que se quedó dormido. Puede que se hubiera pasado la noche jugando o con alguna mujer. Iba solo. Resumiendo, menos de una semana después, el dottor De Gregorio le dice a la viuda que, si ella está de acuerdo, él le compra la farmacia. La señora remolonea un poco, pero después, hacia finales de noviembre, ambos se ponen de acuerdo sobre el precio.

– ¿Y a mí qué coño me importa toda esa historia, Fazio?

– Tenga un poco de paciencia, ya voy al grano. Ocurre que el dottor De Gregorio empieza a hacer el inventario. Aparte de la trastienda, que se utilizaba como almacén, había una pequeña estancia con un escritorio que el dottor Siracusa utilizaba para los papeles, las cuentas, la correspondencia, los pedidos. Pero hay un cajón cerrado con llave, y la llave no se encuentra por ninguna parte. Entonces el dottore se la pide a la señora. Ésta reúne todas las llaves que pertenecían a su marido, acude a la farmacia, prueba que te prueba y, al final, la encuentra y abre el cajón. El dottore, ve que el cajón está lleno de papeles y fotografías, pero en ese momento oye sonar la campanilla de la entrada y sale para atender al cliente. Después entra otro. Finalmente el dottore puede regresar al pequeño despacho. La señora está tirada en el suelo, desmayada. El farmacéutico consigue hacerla volver en sí y la viuda dice que ha sufrido un desfallecimiento; los papeles y las fotografías están desperdigados por el suelo y sobre el escritorio. De Gregorio se agacha para recogerlos y la viuda salta como una víbora: