»-¡Déjelo! ¡No toque nada!
»Jamás la había visto de aquella manera, me ha dicho el dottor De Gregorio. La señora tenía fama de amable y considerada, pero entonces parecía que se la llevara el demonio.
»-¡Váyase! ¡Váyase!
»El farmacéutico salió para atender a otros clientes. Media hora después apareció de nuevo la viuda con dos abultados sobres en la mano.
»-¿Cómo se encuentra, señora? ¿Quiere que la acompañe?
»-¡Déjeme en paz!
»A partir de aquel día, dice el farmacéutico, la señora nunca volvió a ser la misma. No quiso poner los pies en la farmacia y con él siguió mostrándose descortés y malhumorada. Después tuvo lugar el homicidio del abogado Ferlito y en el pueblo empezaron a correr rumores de que ella había sido cómplice de Cristina, la esposa asesina. Entonces la viuda de Siracusa vendió sus propiedades y se fue al extranjero. De todas las cosas que me ha dicho De Gregorio, lo del desmayo es lo que me ha parecido más interesante.
– ¿Por qué?
– ¡Está clarísimo, dottore! ¡Usted lo sabe mejor que yo! En el interior de aquel cajón la señora Maria Carmela Spagnolo, viuda reciente de Siracusa, encontró una cosa que jamás hubiera imaginado.
Hacia medianoche ya no sabía qué inventarse para pasar el rato. No podía leer porque estaba demasiado nervioso para concentrarse. Cuando terminaba una página tenía que volver a empezarla porque había olvidado lo que había leído. Sólo le quedaba la televisión, pero ya había visto un debate político, moderado por dos periodistas que parecían Stan Laurel y Oliver Hardy -uno delgado como un palillo y el otro gordo como un elefante-, sobre la dimisión de un subsecretario con cabeza de reptil que ejercía como abogado y había propuesto la detención de dos jueces que le hacían perder todos los juicios. A su lado lo defendía un ministro que tenía cara de calavera y al que no se le entendía ni torta de lo que decía. Valerosamente, volvió a encender el aparato. El debate aún no había terminado. Encontró un canal donde daban un reportaje sobre la vida de los cocodrilos y allí se quedó.
Debió de adormilarse, porque de repente ya eran las dos. Fue a lavarse la cara, salió y subió al coche. Veinte minutos después pasó por delante de la verja cerrada de la Casa del Sagrado Corazón, giró inmediatamente a la derecha y se detuvo en la parte de atrás de la residencia, como había hecho cuando había ido a ver el entierro. Bajó del coche y se dio cuenta de que muchas ventanas estaban levemente iluminadas. Comprendió lo que ocurría: era el insomnio de la vejez, la que noche tras noche te condena a permanecer en vela, en la cama o en un sillón, a recordar tu vida minuto a minuto, a repetirla desgranando los recuerdos como las cuentas de un rosario. Y, de esa manera, se acaba deseando la muerte, porque ésta es el vacío absoluto, la nada, libre de la condena, de la persecución de la memoria.
Saltó por encima de la verja sin ninguna dificultad. La luz de la luna iluminaba lo suficiente para ver dónde ponía los pies. Sin embargo, en cuanto estuvo en el jardín, se quedó petrificado. Había un perro mirándolo, uno de esos terribles perros asesinos que no ladran, no hacen nada, pero, en cuanto te mueves, te encuentras con una dentellada en la garganta. Notó que la camisa, empapada de sudor, se le pegaba a la piel. Él permanecía inmóvil y el perro también.
«Mañana por la mañana, cuando se haga de día, nos encontrarán así, yo mirando al perro y el perro mirándome a mí -pensó. Con una diferencia, que el animal estaba en su territorio, mientras que él había entrado ilegalmente-. Tiene razón el perro», se dijo luego, recordando una famosa frase del cómico Eduardo de Filippo.
Era absolutamente necesario hacer algo. Pero la suerte se encargó de echarle una mano. Una pifia o un fruto seco cayó de un árbol y fue a parar a la espalda de la bestia, la cual, sorprendentemente, hizo: «¡Tin!»
Era un perro de mentirijillas, colocado allí para asustar a los cabrones como él. No le costó nada abrir la puerta del depósito. Encendió la linterna que llevaba y, siguiendo las instrucciones del ladrón Orazio, abrió sin ninguna dificultad el baúl-armario. En una decena de colgadores había vestidos de mujer, la balda de abajo estaba repleta de objetos, una torre Eiffel en miniatura, un león de cartón piedra, una máscara de madera y diversos recuerdos. La parte interior de la tapa del baúl era una cajonera. Había bragas, sujetadores, pañuelos, bufandas, medias de lana. Bajo la balda de los objetos había dos cajones de gran tamaño. El primero de ellos contenía zapatos. En el segundo había una caja de cartón y un sobre grande. Montalbano abrió el sobre. Fotografías. Detrás de todas ellas, Maria Carmela había escrito diligentemente la fecha, el lugar y el nombre de los fotografiados. Estaban el padre y la madre de Maria Carmela, el hermano, el sobrino, la mujer del hermano, una amiga francesa, una sirvienta negra, varios paisajes… Faltaban las fotografías de su boda. Y no había ni una sola foto del marido, ni pagándola a precio de oro. Como si la señora hubiera deseado borrar su rostro. Y tampoco las había de Cristina, su antigua amiga del alma. Volvió a guardar las fotografías en el sobre y abrió la caja. Cartas. Todas ordenadamente dispuestas y metidas en distintos sobres según el remitente. «Cartas de mamá y papá», «Cartas de mi hermano», «Cartas de mi sobrino», «Cartas de Jeanne»… El último sobre no anunciaba el contenido. Dentro había tres cartas. Le bastó empezar a leer la primera para comprender que había encontrado lo que buscaba. Se guardó las tres cartas en el bolsillo, lo dejó todo en su sitio, volvió a cerrar el baúl y la puerta del depósito, acarició la cabeza del perro de mentirijillas, volvió a saltar la verja, subió al coche y regresó a Marinella.
Eran tres cartas muy largas, la primera con fecha del 4 de febrero de 1947 y la última del 30 de julio del mismo año. Tres cartas de ardiente testimonio de una impetuosa pasión amorosa que se encendió como un fuego de paja y duró lo que un fuego de paja. Unas cartas firmadas por Cristina Ferlito al farmacéutico Alfredo Siracusa y que empezaban siempre de la misma manera, «Mi adorado Alfredo, sangre mía», y que siempre terminaban con la frase «Tuya en todo y por todas partes, Cristina». Cartas que la mujer había enviado a su amante, el marido de su mejor amiga, y que éste había conservado imprudentemente en el cajón del escritorio de la farmacia. El que Maria Carmela había abierto a petición del dottor De Gregorio. Al leerlas, Maria Carmela debió de sentirse ofendida y mortalmente herida, más que por la doble traición del marido y la amiga, por las palabras que ésta utilizaba para referirse a ella, unas palabras despectivas y ridiculizantes. «Alfredo, ¿cómo es posible que vivas junto a una mujer tan gazmoña?» «Alfredo, cuando por la mañana te despiertas y te la encuentras a tu lado, ¿cómo es posible que no vomites?» «Alfredo, ¿sabes lo que me confesó el otro día Maria Carmela? Que para ella, ya desde la noche de bodas, hacer el amor contigo ha sido un sufrimiento. ¿Cómo puede ser que para mí sea un placer tan grande que casi iguala a la muerte?»
Aquí Montalbano no pudo por menos que imaginarse otro placer mucho más perverso y refinado: el del farmacéutico que se beneficiaba a la mujer de su más íntimo compañero de juego y de aventuras femeninas sin que éste se enterara. Quién sabe cuánto habría durado aquella historia si en la vida de Cristina no hubiera entrado el apuesto sobrino Attilio.
Tras el hallazgo de las cartas, Maria Carmela decide vengarse. Ya le ha facilitado a Cristina el falso veneno antes del descubrimiento de la traición y lamenta no haber comprendido a tiempo sus propósitos homicidas. De haberlo sabido, le habría dado veneno de verdad para que ella misma se condenara con sus propias manos. Ahora lo único que puede hacer es esperar a que su ex amiga dé un paso en falso. Y cuando ésta lo da, Maria Carmela ya está preparada para aprovechar la ocasión y contribuye a enviar a Cristina a la cárcel, pese a saber que ésta no puede haber matado a su marido con los polvos que ella le había entregado. Si le hubiera revelado la verdad al teniente de los carabineros, la situación de su ex amiga habría sido mucho mejor. Pero eso es justamente lo que ella no quiere. Y sólo a la hora de morir, cuando su paladar ya se ha vuelto insensible a todos los sabores, incluso al de la venganza, decide confesar su culpa. Pero ¿por qué ha conservado las cartas, por qué no se ha deshecho de ellas, como hizo con las fotografías de su marido y de su boda? Porque Maria Carmela es una mujer inteligente. Sabe que un día el devorador impulso que la mueve perderá inevitablemente fuerza, que el recuerdo cada vez más desvaído de la ofensa podría inducirla a revelar a alguien lo que ocurrió realmente, Cristina podría salir de la cárcel… No, entonces será suficiente coger un instante una de aquellas cartas para que los motivos de la venganza aparezcan de nuevo con la violencia del primer día.