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Ambos acudieron a toda prisa al despacho.

– Me ha llamado Lattes. Nosotros nos encargaremos del asesinato de Gerlando Piccolo.

Fazio hizo un gesto de complacencia y Galluzzo lanzó un suspiro y dijo:

– ¡Menos mal!

– ¿Por qué?

– Porque el jefe de la Brigada Móvil ha empezado con mal pie con Grazia. Y a la pobrecilla sólo le faltaba que la acosara un perro rabioso como Gribaudo -respondió Galluzzo.

– Haced el favor de escucharme… ¡Me cago en la puta! -Al oír el repentino y violento reniego, Fazio y Galluzzo se sobresaltaron-. ¿Se puede saber dónde coño se ha metido Mimì? ¡No ha aparecido por aquí en todo el día! ¿Tenéis noticias de él?

– No -contestaron ambos al unísono.

– ¡Catarella!

Catarella acudió con la rapidez de un rayo, trazó mal la curva para entrar por la puerta y poco faltó para que se rompiera la nariz contra la jamba. Estaba aterrorizado.

– ¡Virgen santísima, qué susto me he pegado!

– ¿Sabes algo de Augello?

– ¿En persona personalmente? No, señor.

El comisario marcó el número particular de Mimì. Después de unos cuantos tonos, contestó Beba, su novia, la cual reconoció la voz de Montalbano.

– ¿Eres tú, Salvo? Gracias, está mejor. Ya ha venido el médico.

– Pero ¿qué tiene?

– Ha sufrido un cólico renal. Se lo he dicho esta mañana a Catarella.

– Si puedo, me pasaré un momento a verlo.

El comisario colgó y miró a Catarella.

– ¿Por qué no me has dicho que te había llamado la señorita Beba para avisar de que Mimì estaba enfermo?

Catarella pareció afligirse y sorprenderse sinceramente.

– ¿Está enfermo? A mí la señorita me dijo no sé qué de un orinal y yo no entendí ni torta.

– No se refería a ningún orinal, sino a un cólico renal. Pero, de todos modos, ¿por qué no me lo has dicho ahora que te lo he preguntado?

– Porque usía me ha preguntado si el dottor Augello había hablado conmigo en persona personalmente. Y la que habló conmigo por teléfono fue su novia.

Montalbano se sostuvo la cabeza con las manos. A Catarella casi se le saltaron las lágrimas de los ojos.

– ¡Se lo juro, dottori! ¡No me dijo nada de una enfermedad, me habló de un orinal!

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó el comisario-. Vuelve a tu sitio, anda.

– ¿Qué hacemos entonces? -preguntó Fazio.

– ¿Has copiado los nombres que te dije del despacho de Piccolo?

– Sí, señor dottore.

– ¿Cuántos son?

– Cinco. Los tengo allí. ¿Voy a por el papel?

– No hace falta. Procura hablar con alguno de ellos. Trata de averiguar qué interés cobraba Piccolo, qué clase de persona era, cómo actuaba cuando alguien no le pagaba… Dime algo mañana por la mañana.

– ¿Y yo? -preguntó Galluzzo.

– Mira, de momento no vamos a someter a Grazia al interrogatorio que Gribaudo tenía previsto. Cuando necesite que ella me aclare algo, te lo diré. Entre tanto, procura ganarte la confianza de la chica. Es posible que, hablando tranquilamente con un amigo, se acuerde de algún detalle importante. Nos vemos mañana. Ahora voy un momento a ver cómo está Augello.

Una vez solo, comprendió que no le apetecía hacer aquella visita. Mimì era capaz de quejarse como un moribundo por una simple uña encarnada, ¡no digamos nada por un cólico! Y él, cuando Augello se ponía en aquel plan, no lo aguantaba. Volvió a marcar el número. Se puso Beba.

– Mimì está descansando.

– No lo molestes. Llamo para decirte que no podré ir a verlo. Dile que se mejore. Lo necesito. Nos han encargado la investigación de un homicidio.

– ¿El del usurero?

– Sí. ¿Cómo lo sabes?

– Han dado la noticia en una cadena de televisión local.

Al salir de la comisaria, sintió el repentino e irreprimible deseo de comerse un plato de pasta aliñada con pesto a la trapanesa, plato que, por inescrutables razones, Adelina se negaba a prepararle. Cuando llegó al supermercado, la persiana metálica estaba medio bajada. Se agachó, entró y se topó con el encargado, el señor Aguglia.

– ¡Comisario! ¿Necesita algo?

– Querría un bote de pesto a la trapanesa.

– Espere aquí, voy por él.

Tres cuartas partes de las luces del supermercado estaban apagadas y en las cajas ya no había nadie. Un momento después el encargado regresó con el bote.

– Aquí tiene. Ya me lo pagará la próxima vez. Hoy he tenido un día fatal, me he pasado todo el tiempo contestando por teléfono a las protestas de los clientes.

– ¿Por qué?

– Porque Dindò no ha venido a trabajar y me ha resultado imposible entregar los pedidos.

Dindò era un muchacho de veinte años, larguirucho, con el cerebro de un niño de diez, que siempre andaba por ahí haciendo el reparto del supermercado para las casas de Vigàta y sus alrededores.

– Pero ¡mañana me va a oír!

3

Una vez en Marinella, coció la pasta, la escurrió, la puso en el plato y le echó encima todo el contenido del bote («para cuatro raciones», decía en la etiqueta). Luego se sentó a la mesa de la cocina y se la zampó. Encontró en el frigorífico unos salmonetes con salsa de tomate preparados por Adelina, los calentó y se deleitó con ellos. Después de comer, lavó cuidadosamente los platos para que no quedara ni rastro del pesto a la trapanesa, pues si Adelina lo descubría al día siguiente, seguramente le armaría un escándalo. Tuvo incluso la precaución de esconder el bote vacío en el fondo de la bolsa de la basura. Después se sentó delante del televisor, satisfecho, como un asesino después de hacer desaparecer las huellas del crimen. El primer reportaje del telediario de Televigàta estaba dedicado, naturalmente, al homicidio de Gerlando Piccolo. Después de mostrar una serie de imágenes del exterior de la casa, el periodista, que era cuñado de Galluzzo, dijo que había conseguido obtener un vídeo de Grazia, la valiente sobrina de la víctima, grabado por un aficionado. Añadió con orgullo que se trataba de una exclusiva, pues no se disponía de ninguna otra imagen de la chica. Montalbano se sorprendió. ¿De dónde había sacado aquel vídeo? No tenía sonido, sólo se veía a la muchacha trabajando en una cocina que no era la de la casa de Piccolo. Grazia lucía un vestido elegante e iba muy bien maquillada. Pero se movía como siempre, parecía una gata nerviosa por la presencia de algún elemento extraño potencialmente peligroso. Después la cámara mostró un primer plano del rostro y el comisario se fijó en lo guapa que era, secreta y arriesgadamente guapa. Por un instante, la cámara dio la impresión de poder revelar algo misterioso e inapreciable a simple vista. Tenía los mismos rasgos de ciertas heroínas de las películas americanas del Oeste, parecía una hembra capaz de defenderse a balazos. Alguien desde fuera del encuadre debió de decirle que sonriera y ella lo intentó, pero le salió un estiramiento de los labios sobre unos dientes muy blancos, pequeños y afilados. Una tigresa resollando amenazadoramente. Después pasaron a otra noticia y el comisario cambió de canal. Pero si alguien le hubiera preguntado qué estaban contemplando sus ojos, no habría sabido qué contestar, pues su cabeza estaba demasiado concentrada en otra pregunta: ¿cómo se las habían arreglado los de Televigàta para conseguir aquel material? Habría podido resolver el problema llamando directamente al cuñado de Galluzzo, pero no quería darle aquella satisfacción. De pronto, se le ocurrió con toda claridad la única respuesta posible. Y la respuesta lo puso tremendamente nervioso.

Antes de irse a dormir, llamó por teléfono a Livia y le contó su jornada. Le comentó lo extraño que le había resultado ver en la pantalla la cara de Grazia, muy distinta de como él la había visto por la mañana.

– Bueno -dijo Livia-, si el vídeo se hizo antes del homicidio, es natural que la muchacha tuviera una expresión más tranquila y serena.