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– ¿Señor Bolitar?

La doctora Singh lo miró a los ojos y le tendió la mano.

– Soy Karen Singh.

Myron estuvo a punto de preguntarle cómo lo hacía, cómo podía estar en aquella planta día tras día viendo morir a los niños. Pero no lo hizo. Intercambiaron los habituales comentarios. Myron esperaba encontrar a alguien con acento hindú, pero lo único que detectó fue cierto deje del Bronx.

– Podemos hablar aquí -dijo ella.

Empujó una de esas puertas tan pesadas y tan anchas típicas de los hospitales y los geriátricos y pasaron a una sala vacía con camas sin sábanas. Aquella desnudez encendió la imaginación de Myron. Casi podía imaginarse a un ser amado llegando a toda prisa al hospital, llamando el ascensor, metiéndose dentro, tocando más botones, corriendo pasillo abajo hasta entrar en esta sala silenciosa, mientras una enfermera deshacía la cama, y luego el grito repentino de angustia…

Myron movió la cabeza: tal vez veía demasiada televisión.

Karen Singh se sentó en una esquina del colchón y Myron escrutó su cara unos instantes. Tenía las facciones largas y afiladas, todo apuntaba hacia abajo: la nariz, el mentón, las cejas. Un poco severas.

– Me está observando -dijo.

– No era mi intención.

Ella se señaló la frente:

– ¿Tal vez se esperaba que llevara un punto aquí?

– Ehm, no.

– Estupendo, pues en ese caso, hablemos del asunto, ¿quiere?

– Claro.

– La señora Downing me ha pedido que le diga todo lo que usted quiera saber.

– Le agradezco que me dedique su tiempo.

– ¿Es usted investigador privado? -le preguntó.

– Más bien soy amigo de la familia.

– Jugaba usted a baloncesto con Greg Downing, ¿no?

Myron se sorprendía siempre de la memoria del público. Después de tantos años, la gente seguía acordándose de sus grandes partidos, de sus grandes canastas, a veces con mayor claridad que él mismo.

– ¿Es usted fan?

– No -le aclaró-. De hecho, no soporto los deportes.

– Pues, así, ¿cómo sabe…?

– Lo he deducido. Es usted muy alto y más o menos de la misma edad, y ha dicho que era amigo de la familia, de modo que… -Se encogió de hombros.

– Buena deducción.

– Es a lo que nos dedicamos aquí, si lo piensa bien. A deducir cosas. Hay diagnósticos que son fáciles, otros han de deducirse a partir de las pruebas. ¿Ha leído usted algún libro de Sherlock Holmes?

– Claro.

– Sherlock dijo que no hay que teorizar nunca antes de contar con los hechos, porque entonces tergiversas los hechos para que se adapten a la teoría, en vez de tergiversar la teoría para que se adapte a los hechos. Si ve un diagnóstico equivocado, nueve veces de cada diez es porque se ha ignorado el axioma de Sherlock.

– ¿Ocurrió esto con Jeremy Downing?

– Pues, de hecho así fue -confirmó.

Por algún punto del pasillo empezó a sonar el pitido de alguna máquina. Era un sonido que atacaba los nervios de la misma manera que las pistolas eléctricas de la policía.

– ¿Así que su primer médico erró el veredicto?

– No voy a entrar en ese tema, pero la anemia de Fanconi no es una enfermedad común. Y debido a su parecido con otros cuadros médicos, a menudo se diagnostica mal.

– Cuénteme sobre el caso de Jeremy.

– ¿Qué quiere que le cuente? Padece anemia de Fanconi. Para decirlo con palabras sencillas, tiene la médula ósea corrompida.

– ¿Corrompida?

– En términos vulgares, hecha una mierda. Eso lo hace susceptible de contraer un montón de infecciones, incluso cáncer. Lo normal es que derive en LAM. -Vio la expresión confusa de su rostro y le aclaró-: Leucemia aguda mielógena.

– Pero ¿puede curarse?

– Curar es un verbo muy optimista -dijo-. Pero con un trasplante de médula ósea y tratamientos a base de un nuevo compuesto de fludarabina, sí, creo que tiene una prognosis excelente.

– Fluda… ¿qué?

– No importa. Necesitamos a un donante de médula ósea compatible con Jeremy. Eso es lo que cuenta ahora.

– Y no lo tienen.

La doctora Singh cambió de postura en el colchón:

– Correcto.

Myron notó su resistencia. Decidió retroceder, atacar por otro flanco.

– ¿Podría detallarme el proceso del trasplante?

– ¿Paso a paso?

– Si no es mucho pedir.

Ella se encogió de hombros.

– Primer paso: encontrar al donante compatible.

– ¿Cómo lo hacen?

– Primero se prueban los familiares, por supuesto. Los hermanos son los que tienen mayores posibilidades de coincidir; luego los padres, y luego personas de historial parecido.

– ¿A qué se refiere con «historial parecido»?

– Negros con negros, judíos con judíos, descendientes de latinos con descendientes de latinos. Lo verá a menudo en peticiones de médula ósea. Si el paciente es, por ejemplo, judío hasídico, las peticiones se harán dentro de sus shuls. Cuando hay sangre mezclada es más difícil de encontrar un donante compatible.

– Y la sangre de Jeremy, o lo que sea que tienen que encontrar, ¿es relativamente rara?

– Sí.

Tanto Emily como Greg eran descendientes de irlandeses. La familia de Myron, en cambio, procedía de la habitual combinación de la vieja Rusia, Polonia y hasta un poco de Palestina. Sangre mezclada. Pensó en las implicaciones de la paternidad.

– Entonces, una vez agotada la vía familiar, ¿dónde buscan donantes?

– Acudimos al registro nacional.

– ¿Dónde se encuentra?

– En Washington. ¿Está usted registrado?

Myron asintió con la cabeza.

– Allá tienen una base de datos y buscamos un encaje preliminar en ese banco.

– Vale, y suponiendo que encuentra al donante compatible en sus ordenadores…

– Se trata de un encaje preliminar -lo corrigió-. Entonces el centro local llama al donante potencial y le pide que venga al hospital. Lo sometemos a una batería de pruebas, pero las probabilidades de que coincida siguen siendo relativamente escasas.

Myron percibió que Karen Singh se empezaba a relajar, cómoda con aquel tema de conversación, y eso era exactamente lo que él buscaba. Los interrogatorios son algo divertido. A veces buscas el ataque plenamente frontal y a veces decides acercarte sigilosamente, trabando amistad para colarte por detrás. Win lo expresaba de una manera más gráfica: a veces sacas más hormigas con un poco de miel, pero siempre hay que ir armado con un bote de Raid.

– Supongamos que encuentran al donante compatible -dijo Myron-. ¿Qué hacen entonces?

– El centro adquiere el permiso del donante.

– Cuando dice «el centro», ¿se refiere al registro nacional de Washington?

– No, al centro local. ¿Lleva usted encima la tarjeta de donante?

– Sí.

– Déjemela ver.

Myron sacó la cartera y se puso a buscar por entre su docena de tarjetas de descuento de supermercados, sus tres carnets de videoclub, uno de esos cupones de «diez céntimos de descuento al comprar cien cafés», cosas así. Al final encontró la tarjeta y se la mostró.

– ¿Lo ve, aquí? -dijo ella, señalándole algo en el dorso-. Su centro local es el de East Orange, Nueva Jersey.

– O sea, que si se me considerara encaje preliminar, ¿el centro de East Orange me llamaría?

– Así es.

– ¿Y si acabo siendo donante compatible?

– Le harían firmar unos papeles y donaría médula.