– ¿Es algo así como dar sangre?
Karen Singh le devolvió la tarjeta y volvió a cambiar de postura.
– La extracción de médula ósea es un procedimiento más invasivo.
Invasivo. Cada profesión tenía sus palabrejas.
– ¿En qué sentido?
– Por un lado, tienen que dormirte.
– ¿Anestesiarte?
– Sí.
– Y luego, ¿qué te hacen?
– Un médico te introduce una aguja por el hueso y extrae médula con una jeringa.
Myron exclamó:
– ¡Au!
– Como le he dicho, durante la extracción el paciente no está despierto.
– De todos modos, parece mucho más complicado que donar sangre.
– Lo es -afirmó ella-. Pero la técnica es inofensiva y relativamente indolora.
– Pero la gente debe de poner trabas. Quiero decir que la mayoría probablemente se registraron de la misma manera que yo, porque tenían un amigo enfermo y se hizo una campaña en su comunidad. Por alguien a quien conoces y le tienes cariño, estás dispuesto a sacrificarte, pero ¿por un desconocido?
Karen Singh lo miró a los ojos y se puso seria:
– Se trata de salvar una vida, señor Bolitar. Piénselo. ¿Cuántas oportunidades tenemos de salvar la vida de otro ser humano?
Había metido el dedo en la llaga:
– ¿Me está diciendo que la gente no pone trabas?
– No estoy diciendo que no pase nunca -aclaró ella-, pero la mayoría de gente hace lo que tiene que hacer.
– ¿Conoce el donante a la persona a la que está salvando?
– No. Es totalmente anónimo. En este proceso la confidencialidad es muy importante. Todo se hace bajo el secreto más riguroso.
Ahora se acercaban al tema y Myron pudo percibir que las defensas de ella empezaban a cerrarse de nuevo como una ventanilla de coche. Decidió volver a retroceder, dejarla volver a su zona de seguridad:
– ¿Cómo se trata al paciente durante todo este proceso? -preguntó.
– ¿En qué momento?
– Mientras se extrae la médula, ¿cómo se prepara al paciente? -Con toda aquella jerga, Myron se sentía como un médico de verdad. ¿Quién había dicho que mirar House era una pérdida de tiempo?
– Depende de lo que estés tratando -explicó ella-, pero, para la mayoría de enfermedades, el receptor sigue una semana de quimioterapia.
Quimioterapia, una de esas palabras capaces de dejar una sala en silencio como lo haría el ceño fruncido de una monja.
– ¿Se les da quimio antes del trasplante?
– Sí.
– Pensaba que eso más bien los debilitaba -dijo Myron.
– Hasta cierto punto, sí.
– Entonces, ¿por qué se hace?
– Es necesario. Le vas a dar una médula ósea nueva y, antes de hacerlo, tienes que matar la anterior. En pacientes de leucemia, por ejemplo, la dosis de quimio es alta porque hay que matar toda la médula viva. En el caso de anemia de Franconi se puede ser menos agresivo porque la médula ya está muy debilitada.
– ¿Así que se mata toda la médula ósea?
– Sí.
– ¿Y no es peligroso?
La doctora volvió a mirarlo fijamente:
– Evidentemente, estamos hablando de un procedimiento peligroso, señor Bolitar. En efecto, estamos sustituyendo la médula ósea de una persona.
– ¿Y luego?
– Luego se introduce la nueva médula en el paciente a través de un IV. Las primeras dos semanas se lo mantiene aislado en un entorno estéril.
– ¿En cuarentena?
– Exacto. ¿Recuerda aquella película de hace años, El niño de la burbuja?
– ¡Quién no!
La doctora Singh sonrió.
– ¿Es ahí donde tienen al paciente? -preguntó Myron.
– En una especie de cámara burbuja, sí.
– No tenía ni idea -dijo Myron-. ¿Y funciona?
– Siempre cabe la posibilidad de rechazo, claro, pero nuestra ratio de éxito es bastante alta. En el caso de Jeremy Downing, el trasplante le permitiría llevar una vida totalmente normal y activa.
– ¿Y sin el trasplante?
– Podemos seguir tratándolo con hormonas masculinas y factores de crecimiento, pero su muerte prematura resultaría inevitable.
Silencio. Excepto por aquel pitido mecánico regular que venía del fondo del pasillo.
Myron se aclaró la garganta.
– Cuando ha dicho que todo lo relativo al donante es confidencial…
– Quería decir totalmente confidencial.
Ya no cabían más rodeos.
– ¿Cómo le sienta a usted, doctora Sing?
– ¿Qué quiere decir?
– El registro nacional ha identificado a un donante que encajaba con Jeremy, ¿no es cierto?
– Eso creo, sí.
– ¿Y qué ha pasado?
La mujer se golpeó el mentón con el dedo índice:
– ¿Puedo hablar con franqueza?
– Se lo ruego.
– Creo en la necesidad de secretismo y confidencialidad. La mayoría de la gente no entiende lo fácil, indoloro e importante que es apuntar su nombre en el registro. Lo único que tienen que hacer es dar un poco de sangre. Sólo un tubito, menos de lo que te extraerían para una donación de sangre normal. Con este gesto tan sencillo puedes salvar una vida. ¿Entiende la importancia que tiene?
– Creo que sí.
– Nosotros, la comunidad médica, tenemos que hacer todo lo posible para animar a la gente a apuntarse en el registro de médula ósea. La pedagogía, por supuesto, es importante, pero también lo es la confidencialidad. Ha de respetarse. Los donantes tienen que confiar en nosotros. -Se detuvo, cruzó las piernas, se reclinó sobre las manos-. Pero, en este caso, nos encontramos ante una especie de dilema. La importancia de la confidencialidad choca de frente contra la salud de mi paciente. Para mí, el dilema resulta fácil de resolver. El juramento hipocrático está por encima de todo. No soy ni abogado ni cura, mi prioridad es salvar una vida, no proteger confidencias. Y supongo que no soy el único médico que piensa así. Tal vez por eso no tenemos ningún contacto con los donantes. El centro hematológico, en este caso el de East Orange, se encarga de todo. Extraen la médula y nos la envían.
– ¿O sea que usted no sabe quién es el donante?
– Correcto.
– ¿Ni si es hombre o mujer, ni dónde vive, ni nada?
Karen Singh asintió con la cabeza:
– Sólo puedo decirle que el registro nacional encontró un donante que cuadraba. Me llamaron para decírmelo, pero luego me volvieron a llamar para decirme que ya no estaba disponible.
– ¿Y eso qué significa?
– Es exactamente lo que les pregunté.
– ¿Le respondieron?
– No. Y mientras yo veo las cosas a nivel micro, el registro nacional tiene que permanecer en el macro. Y yo lo respeto.
– Simplemente, ha tirado la toalla.
Ante estas palabras, ella se puso rígida. Se le pusieron los ojos pequeños y oscuros:
– No, señor Bolitar, no he tirado la toalla. Me enfurecí contra la maquinaria, pero la gente del registro nacional no son ogros. Entienden que estamos ante una situación de vida o muerte. Si un donante se echa atrás, intentan hacer todo lo que pueden por volverlo a convencer: hacen todo lo que yo haría para convencer al donante de que colabore en el proceso.
– ¿Pero no ha funcionado nada?
– Eso parece.
– ¿Le dijo alguien al donante que está condenando a muerte a un chico de trece años?
Ella respondió sin vacilar:
– Sí.
Myron levantó las manos:
– Pues, entonces, ¿qué conclusión sacamos? ¿Que el donante es un monstruo egocéntrico?
La doctora lo meditó unos segundos.
– Es posible -dijo-. Pero quizás haya una respuesta más sencilla.