– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, que tal vez el centro no ha podido localizar al donante.
¿Cómo? Myron se incorporó un poco:
– ¿Qué quiere decir con «no ha podido localizar»?
– No sé qué ha pasado en este caso. El centro no quiere decírmelo, y quizás esto es lo que deben hacer. Yo soy la defensora del paciente. Tratar con los donantes es trabajo de ellos. Pero creo que estaban -se detuvo, buscando la palabra correcta- perplejos.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Nada en concreto. Sólo tengo la sensación de que, posiblemente, estamos ante algo más que un donante que se lo ha repensado.
– ¿Cómo podemos averiguarlo?
– No lo sé.
– ¿Cómo podemos saber el nombre del donante?
– No podemos.
– Tiene que haber una manera -dijo Myron-. Juegue a las suposiciones conmigo, ¿cómo podría hacerlo?
Ella se encogió de hombros:
– Entrando en el sistema informático. Es la única manera que se me ocurre.
– ¿Del ordenador en Washington?
– Trabajan en red con los centros locales. Pero tendría que saber los códigos y las contraseñas. Tal vez un buen hacker podría hacerlo, no tengo ni idea.
Myron sabía que los hackers funcionaban mejor en las películas que en la realidad. Hacía unos cuantos años, era posible, pero ahora los sistemas informáticos están protegidos contra este tipo de invasiones.
– ¿Cuánto tiempo nos queda, doctora?
– No podemos saberlo. Jeremy está respondiendo bien a las hormonas y a los factores de crecimiento, pero es sólo cuestión de tiempo.
– Así que tenemos que encontrar un donante.
– Sí. -Karen Singh se calló, miró a Myron, apartó la vista.
– ¿Hay algo más? -le preguntó Myron.
Ella no lo miró:
– Hay otra posibilidad remota -dijo.
– ¿Cuál?
– Recuerde lo que le he dicho antes: soy la defensora del paciente. Mi trabajo consiste en explorar todas las vías posibles para salvarlo.
Ahora su voz sonaba rara.
– La escucho -dijo Myron.
Karen Singh se frotó las perneras de los pantalones con las palmas de las manos:
– Si los padres biológicos de Jeremy tuvieran otro hijo, hay un veinticinco por ciento de probabilidades de que el bebé fuera compatible.
Miró a Myron.
– No creo que eso sea una posibilidad -dijo.
– ¿Aunque fuera la única posibilidad de salvar a Jeremy?
Myron no tenía respuesta. Un auxiliar pasó por allí, miró dentro de la sala, musitó una disculpa y salió. Myron se levantó y le dio las gracias.
– Le acompañaré hasta el ascensor -dijo la doctora.
– Gracias.
– En la primera planta del pabellón Harkness hay un laboratorio de análisis. -Le entregó una hoja. Myron la observó. Era un formulario de petición-. Tengo entendido que quiere usted hacerse unos análisis de sangre confidenciales.
Ninguno de los dos volvió a decir nada mientras caminaban hacia los ascensores. Había varios niños en silla de ruedas a los que llevaban por el pasillo. Ella les sonrió y sus facciones puntiagudas se suavizaron, dibujando una expresión casi celestial. De nuevo, los niños parecían no tener miedo. Myron se preguntó si su calma era fruto de la ignorancia o de la aceptación. Se preguntó si los niños entendían la gravedad de lo que les ocurría o si poseían una clarividencia silenciosa que sus padres no conocerían nunca. Pero Myron sabía que ese tipo de disquisiciones filosóficas valía más dejarlas en manos de los expertos. Tal vez la respuesta fuera más sencilla de lo que se imaginaba: el sufrimiento de los niños sería relativamente breve; el de sus padres, en cambio, sería eterno.
Cuando llegaron al ascensor, Myron dijo:
– ¿Cómo lo hace?
Ella comprendió lo que le preguntaba.
– Podría responder algo sofisticado como que encuentro alivio en el acto de ayudar, pero la verdad es que bloqueo y trato de compartimentar las emociones. Es la única manera.
La puerta del ascensor se abrió, pero antes de que Myron pudiera moverse, oyó una voz conocida que decía:
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Greg Downing se dirigía a él.
7
Demasiada historia de nuevo.
La última vez que los dos hombres se habían encontrado en una misma habitación, Myron estaba sentado a horcajadas sobre el pecho de Greg e intentaba matarlo, dándole puñetazos en la cara hasta que Win (¡Win, nada más y nada menos!) logró separarlos. De eso hacía tres años. Myron no lo había vuelto a ver más que en algún destacado de las noticias de la noche.
Greg Downing miró a Myron, luego a Karen Singh y luego otra vez a Myron, como si esperara que para entonces se hubiera evaporado.
– ¿Qué demonios haces aquí? -volvió a preguntarle.
Greg iba vestido con una camisa de franela sobre una especie de camiseta de canalé de esas que comprarías en Baby Gap, unos vaqueros descoloridos y unas botas inverosímilmente desgastadas. Una estampa de leñador suburbano.
Myron sintió de pronto que algo se le encendía en el pecho, le ardía, despegaba.
Desde el primer día en que se pelearon por un rebote en sexto de primaria, Greg y Myron respondían a la perfección a la definición de rivales de ciudad. En el instituto, donde llegó realmente la gota que colmó su copa competitiva, Greg y Myron se habían enfrentado ocho veces, repartiéndose el resultado equitativamente. Corría el rumor de que entre las dos superestrellas había mala sangre, pero eran sólo las típicas exageraciones deportivas. La realidad era que Myron apenas conocía a Greg fuera de la cancha. Eran rivales a muerte, eso era cierto, dispuestos a hacer prácticamente cualquier cosa por ganar, pero una vez sonaba el pitido de final del partido, los chicos se estrechaban la mano y la rivalidad quedaba congelada hasta el próximo enfrentamiento.
O eso había creído siempre Myron.
Cuando él aceptó la beca de estudios en Duke y Greg optó por la Universidad de Carolina del Norte, los aficionados al baloncesto se quedaron encantados. Su rivalidad aparentemente inocente estaba lista para colocarse en el prime time de la ACC. Myron y Greg no defraudaron: los partidos entre Duke y la UNC lograron audiencias espectaculares y ningún partido se decidió por una diferencia de más de tres puntos. Ambos estaban haciendo unas carreras universitarias extraordinarias, ambos fueron nombrados estrellas del primer equipo, ambos fueron portada del Sports Illustrated, incluso juntos en una ocasión. Pero la rivalidad permanecía en la cancha. Sus enfrentamientos eran sangrientos, pero la competición nunca pasó al terreno personal.
Hasta que llegó Emily.
Antes de empezar el último curso de la universidad, Myron le planteó el tema del matrimonio a Emily. Al día siguiente, ella fue a verlo, lo tomó de las manos, lo miró a los ojos y le soltó: «No estoy segura de amarte». ¡Pam!, tal cual. Todavía se preguntaba qué había ocurrido. Se había precipitado, supuso. La clásica necesidad de abrir las alas un poco, jugar un poco, cosas así. Pasó un tiempo. Tres meses, calculaba Myron. Y entonces Emily se empezó a ver con Greg. Myron le restó importancia públicamente, incluso cuando Greg y Emily se prometieron justo antes de la graduación. El draft de la NBA también tuvo lugar por aquella época. Ambos pasaron la primera selección, aunque, por sorpresa, Greg fue elegido antes que Myron.
Ahí fue cuanto se desencadenó todo.
¿Resultado final?
Casi una década y media más tarde, Greg Downing estaba en la última etapa de una carrera deportiva en la liga All-Star. El público lo aclamaba, ganaba millones y era famoso. Jugaba a lo que le gustaba. Para Myron, en cambio, el sueño había terminado antes de empezar. Durante su primer partido de pretemporada con los Celtics, Big Burt Wesson le cayó encima y la rodilla de Myron quedó atrapada entre él y otro jugador. Hubo un golpe, un crujido, un ruido seco… y luego un dolor ardiente, desgarrador, como si unas garras de metal le estuvieran cortando la rótula a tiras.