Win los dejó en el Dakota y volvió a la oficina. Cuando Myron y Terese entraron en el apartamento, ella lo besó con ganas. En ella había siempre cierto apremio, cierta desesperación en su manera de hacer el amor. Agradable, ciertamente, incluso sorprendente, pero seguía teniendo cierta aura de tristeza. Una tristeza que no se desvanecía cuando hacían el amor, sino que durante un rato se levantaba como las nubes, flotando por encima en vez de pesarles.
Se habían liado unos meses atrás en una función benéfica a la que ambos habían sido arrastrados por amistades bienintencionadas. Fue su tristeza mutua lo que los atrajo, como si fuera una especie de aura que sólo ellos fueran capaces de detectar. Se conocieron y aquella misma noche se marcharon juntos al Caribe en uno de esos retos tipo «huyamos». Al eternamente predecible Myron, aquel acto de espontaneidad le sentó sorprendentemente bien. Pasaron tres semanas de placer adormecedor, solos en una isla privada, tratando de posponer el recorrido del dolor. Cuando Myron se vio finalmente obligado a regresar a casa, ambos asumieron que lo suyo había acabado, pero se equivocaron. Al menos, eso parecía.
Myron reconoció que su propia curación estaba finalmente de camino. No había recuperado toda su fuerza, ni su estado normal ni nada de eso, y dudaba que jamás lo hiciera. Ni siquiera sabía si quería hacerlo. Unas manos gigantes lo habían retorcido y luego lo habían dejado caer, y aunque su mundo iba volviendo lentamente a su posición, sabía que nunca volvería a tener su forma original.
Volviendo de nuevo al lado doloroso.
Pero fuera lo que fuese lo que le había sucedido a Terese, lo que le había brindado aquella tristeza y había retorcido su universo, por así decirlo, seguía estando ahí y se negaba a alejarse de ella.
Terese tenía la cabeza apoyada sobre su pecho y descansaba abrazada a él. No podía verle la cara. Ella nunca le mostraba la cara cuando acababan.
– ¿Quieres que hablemos? -preguntó él.
Ella todavía no se lo había contado, y Myron casi nunca le preguntaba. Al hacerlo, y él lo sabía, quebrantaba una norma no escrita pero fundamental.
– No.
– No te quiero presionar -le dijo-. Sólo quiero que sepas que, si estás preparada, estoy aquí.
– Lo sé -respondió ella.
Él quería añadir algo más, pero ella estaba todavía en ese lugar en el que las palabras o son superfluas o duelen. Se quedó en silencio y le acarició el pelo.
– Esta relación -dijo Terese-. Es rara.
– Supongo.
– Alguien me ha dicho que estás saliendo con Jessica Culver, la escritora.
– Rompimos -aclaró él.
– Vaya. -Se quedó quieta, todavía abrazada a él un poco demasiado fuerte-. ¿Puedo preguntar cuándo?
– Un mes antes de que tú y yo nos conociéramos.
– ¿Y cuánto tiempo estuvisteis juntos?
– Trece años, contando los paréntesis y las reconciliaciones.
– Entiendo -dijo ella-. ¿Y yo soy tu consuelo?
– ¿Soy yo el tuyo?
– Quizá -respondió ella.
– Lo mismo digo.
Ella lo meditó un poco.
– Pero Jessica Culver no es el motivo por el que huiste conmigo.
Él recordó el cementerio que daba al patio del colegio.
– No, ella no es el motivo.
Terese finalmente se volvió hacia éclass="underline"
– No tenemos ninguna posibilidad. Lo sabes, ¿no?
Myron no respondió.
– Eso no es raro que pase -prosiguió ella-. Hay muchas relaciones sin ninguna posibilidad, pero la gente las mantiene porque es divertido. Pero lo nuestro tampoco es divertido.
– Habla por ti.
– No me malinterpretes, Myron. Eres un polvo magnífico.
– ¿Lo podrías afirmar en una declaración jurada?
Ella sonrió, pero todavía sin alegría.
– Entonces, ¿qué es lo que hay entre nosotros?
– ¿La verdad?
– Lo preferiría, sí.
– Tengo tendencia a analizarlo todo demasiado -dijo Myron-. Es algo que forma parte de mi naturaleza. Cuando conozco a una mujer, de inmediato me imagino con ella en una casa de los suburbios con la verja de madera blanca y nuestros 2,5 niños. Pero, por una vez, no lo he hecho. Simplemente, estoy dejando que ocurra. Así que, respondiendo a tu pregunta, no lo sé. Y tampoco sé si me importa.
Ella bajó la cabeza:
– Pero te das cuenta de que estoy bastante jodida.
– Supongo que sí.
– Arrastro más equipaje que la mayoría.
– Todos llevamos equipaje -dijo Myron-. El tema es, ¿encaja tu equipaje con el mío?
– ¿Quién lo dijo?
– Estoy parafraseando algo de un musical de Broadway.
– ¿Cuál?
– Rent.
Ella frunció el ceño.
– No me gustan los musicales.
– Lástima -dijo Myron.
– ¿Te sabe mal?
– Oh, sí.
– Tienes treinta y pico, eres soltero, sensible y te gustan los musicales -dijo ella-. Si vistieras mejor pensaría que eres gay.
Le dio un beso breve e intenso en los labios y luego se abrazaron un poco más. De nuevo, él tuvo ganas de preguntarle lo que le había ocurrido, pero no lo hizo. Un día se lo contaría. O no. Decidió cambiar de tema.
– Necesito que me ayudes en algo -le propuso.
Ella lo miró.
– Necesito entrar en el sistema informático de un centro de donaciones de médula ósea -explicó-, y creo que puedes ayudarme.
– ¿Yo?
– Tú.
– Te equivocas de tecnófoba -bromeó ella.
– Es que no necesito a una tecnófoba, necesito a una presentadora de noticias famosa.
– Entiendo. ¿Y lo pides como favor postcoital?
– Bueno, eso era parte de mi plan -dijo Myron-. Ahora te he debilitado la voluntad. No puedes negarte.
– Suena diabólico.
– Desde luego.
– ¿Y si me niego?
Myron movió las cejas:
– Volveré a utilizar mi cuerpo musculoso y mi técnica amatoria patentada para hacerte sucumbir.
– ¿Sucumbir? -repitió, atrayéndolo hacia ella-. ¿Eso son dos palabras o una?
9
Fue asombrosamente rápido de organizar.
Myron le contó su plan a Terese y ella le escuchó sin interrumpir. Cuando acabó, ella se puso a hacer llamadas. Nunca preguntó por qué buscaba al donante ni qué conexión había entre ellos. Otra vez la norma no escrita, supuso.
En una hora tenían una unidad móvil en forma de furgón equipado con cámara de televisión en la puerta del Dakota. El director del Bergen County Blood Center -un centro de médula ósea cercano, situado en Nueva Jersey- había accedido a dejarlo todo para darle una entrevista a Terese Collins, una extraordinaria presentadora de las noticias. El poder de la caja tonta.
Cogieron Harlem River Drive hasta George Washington Bridge, cruzaron el Hudson y salieron a Jones Road en Englewood, Nueva Jersey. Aparcaron y Myron cargó la cámara, que pesaba más de lo que preveía. Terese le explicó cómo tenía que sujetarla, cómo apoyársela al hombro y cómo enfocar. El aparato parecía un bazuca.
– ¿Crees que debería ir de camuflaje? -dijo Myron.
– ¿Por qué?
– La gente todavía me reconoce de cuando jugaba a baloncesto.
Ella hizo una mueca.
– Hay círculos en los que soy bastante famoso.
– No te engañes, Myron: eres ex jugador. Si hay alguien que, milagrosamente, te reconoce, se pensará que has tenido la suerte de no acabar en la cuneta como la mayoría de ex jugadores.
Él lo meditó un segundo.
– Está bien.
– Y otra cosa -añadió ella-. Y ésta te resultará casi imposible.
– ¿Qué?
– Tendrás que mantener la bocaza cerrada -apuntó Terese.