– Oh, Dios.
– Ahora sólo eres el cámara.
– «Director de fotografía», si no te importa.
– Limítate a hacer tu trabajo. Deja la entrevista en mis manos.
– ¿Puedo, al menos, usar un seudónimo? Puedes llamarme Objetivo. O Primicia.
– ¿Y qué te parece Bobo? No, calla, que eso sería un sinónimo.
Todo el mundo es tan listillo.
Cuando entraron en el vestíbulo de la clínica, la gente que había se volvió hacia Terese, de nuevo con aquella mirada furtiva. Myron se dio cuenta de que hoy era la primera vez que estaban juntos en público. Nunca había pensado bien en lo famosa que era.
– ¿Provocas siempre estas miradas en todas partes? -le susurró.
– Bastante.
– ¿Te molesta?
Ella negó con la cabeza.
– Eso son bobadas.
– ¿El qué?
– Los famosos que se quejan porque la gente los mira. ¿Quieres fastidiar realmente a un famoso? Hazlo ir a algún sitio donde nadie lo reconozca.
Myron sonrió.
– Eres tan consciente de ti misma.
– ¿Es una nueva manera de llamarme cínica?
La recepcionista dijo:
– El señor Englehardt dice que ya pueden pasar.
Los guió por un pasillo con las paredes ligeramente encaladas y mal pintadas. Englehardt estaba sentado tras una mesa de fórmica.
Aparentaba casi treinta años, de complexión enclenque y un mentón más flojo que el café americano de máquina.
Myron se fijó rápidamente en la instalación informática. Había dos ordenadores: uno en su mesa de despacho, el otro en la mesa subsidiaria. Vaya.
Englehardt se levantó tan rápido como si le hubieran dicho que había pulgas en su silla. Tenía los ojos abiertos de par en par, clavados en Terese. Era como si Myron no existiera y se sintió como eso, el cámara. Terese sonrió cálidamente a Englehardt y el hombre se quedó perdido.
– Soy Terese Collins -dijo, ofreciéndole la mano. Englehardt hizo todos los ademanes posibles, excepto besarle la rodilla-. Y éste es mi cámara, Malachy Throne. [5] Myron esbozó algo parecido a una sonrisa. Después de aquel comentario de los musicales se preocupó un poco. Pero ¿Malachy Throne? Genial. Absolutamente genial.
Intercambiaron algunos comentarios graciosos. Englehardt no dejaba de arreglarse el pelo con los dedos, esforzándose mucho por fingir que era un gesto sutil y que no pareciera que se estaba preparando para la cámara. No cuela, tío. Finalmente Terese indicó que estaban listos para empezar.
– ¿Dónde quiere que me siente? -preguntó Englehardt.
– Detrás de la mesa estaría bien -dijo ella-. ¿Estás de acuerdo, Malachy?
– Detrás de la mesa, sí -dijo Myron-. Justo ahí.
Iniciaron la entrevista. Terese mantenía la mirada en su interlocutor; Englehardt, atrapado en el foco, no podía mirar a ningún otro sitio. Myron acercó el ojo a la cámara. Un profesional consumado, muy Richard Avedon.
Terese le preguntó a Englehardt cómo se había iniciado en aquel negocio, cuál era su historial, tonterías de relleno para que se relajara y llevarlo a un terreno en el que se sintiera cómodo, aplicando una técnica no muy distinta de la que Myron había utilizado con la doctora Singh. Ahora estaba en modo «en el aire». Tenía la voz distinta, la mirada más fija.
– ¿De modo que el registro nacional de Washington tiene los datos de todos los donantes? -preguntó Terese.
– Correcto.
– ¿Tienen ustedes acceso a esos datos?
Englehardt tecleó en el ordenador de su mesa. La pantalla estaba colocada hacia él, el dorso del monitor hacia ellos. Vale, pensó Myron. Era el de la mesa. Eso lo haría más difícil, pero no imposible.
Terese miró a Myron.
– ¿Por qué no haces una toma por detrás, Malachy? -Y luego, volviéndose hacia Englehardt-. Si está usted de acuerdo, claro.
– No hay ningún problema -dijo Englehardt.
Myron empezó a avanzar hasta la posición. El monitor estaba apagado. Nada sorprendente.
Terese continuaba sosteniéndole la mirada a Englehardt:
– ¿Tiene todo el personal del centro acceso al ordenador del registro nacional?
Englehardt negó con un gesto categórico:
– Yo soy el único.
– ¿Cuál es el motivo?
– La información es confidencial. No se puede violar el secreto bajo ninguna circunstancia.
– Entiendo -dijo ella. Myron ahora estaba en posición-. Pero ¿qué les impide entrar cuando usted no está?
– La puerta de mi despacho queda siempre cerrada -explicó Englehardt, medio incorporado y ansioso por complacer-. Y sólo se puede acceder a la red con una contraseña.
– ¿Es usted el único que sabe la contraseña?
Englehardt intentaba no congratularse, pero no se esforzaba lo suficiente:
– Correcto.
¿Habéis visto alguna vez esas historias de cámara oculta de los programas de citas a ciegas, o de reportajes? Siempre graban desde algún ángulo extraño y en blanco y negro. Lo cierto es que es fácil para cualquier aficionado comprarse una cámara de este tipo, y es incluso fácil obtener una que grabe en color. En pleno Manhattan hay tiendas que las venden, o se pueden encontrar por Internet, buscando por «tiendas de espionaje». Hay cámaras ocultas en relojes de pared, bolígrafos, maletines y, lo más habitual, en detectores de humo, asequibles para cualquiera que tenga la pasta. Myron tenía una que parecía un rollo de película. Ahora la dejó en la repisa de la ventana con el objetivo enfocado hacia el monitor del ordenador.
Cuando estuvo colocado, Myron se tocó la nariz a lo Robert Redford en El golpe. Era su señal. Bolitar, Myron Bolitar. Un Yoo-Hoo. Agitado, no revuelto. Terese recogió el guante. La sonrisa desapareció de su cara como un fantasma.
Englehardt pareció sobresaltado:
– ¿Señora Collins? ¿Se encuentra bien?
Por unos instantes, ella no fue capaz de mirarle; luego dijo, con la misma voz que usaba para anunciar hechos como la Guerra del Golfo:
– Señor Englehardt, debo confesarle algo.
– ¿Perdone?
– Estoy aquí con una excusa falsa.
Englehardt parecía confuso. Terese era tan buena que hasta Myron parecía casi confuso.
– Creo sinceramente que ustedes están haciendo un trabajo muy importante -prosiguió ella-. Pero hay otras personas que no están tan convencidas.
Englehardt tenía los ojos abiertos de par en par.
– No la entiendo.
– Necesito su ayuda, señor Englehardt.
– Billy -la corrigió.
Myron hizo una mueca: ¿Billy?
Terese no perdía el paso:
– Hay alguien que intenta trastornar su trabajo, Billy.
– ¿Mi trabajo?
– El trabajo del registro nacional.
– Sigo sin entender lo que…
– ¿Le suena de algo el caso de Jeremy Downing?
Englehardt negó con la cabeza:
– Nunca sé los nombres de los pacientes.
– Es el hijo de Greg Downing, la estrella del baloncesto.
– Ah, espere, sí, he oído hablar de él. Su hijo padece anemia de Franconi.
Terese asintió:
– Correcto.
– ¿No va a dar una rueda de prensa hoy, Downing? ¿Para encontrar a un donante?
– Exactamente, Billy, y he aquí el problema.
– ¿Cuál?
– El señor Downing ha encontrado al donante.
Seguía con la misma expresión confusa:
– ¿Y eso es un problema?
– No, claro que no, si esa persona es el donante. Y si esa persona está diciendo la verdad.
Englehardt miró a Myron. Éste se encogió de hombros y retrocedió hasta delante de la mesa. Dejó el rollo de película en la repisa de la ventana.
– Creo que no la sigo, señora Collins.