– Terese -dijo ella-. Ha salido un hombre que dice que es el donante idóneo.
– ¿Y usted cree que miente?
– Déjeme terminar. No sólo dice que es el donante, sino que dice que el motivo por el cual se negaba a donar su médula es el horrible tratamiento que recibió por parte de este centro.
Englehardt casi se cayó de la silla:
– ¿Cómo?
– Alega que lo trataron de manera desconsiderada, que su personal fue maleducado con él y que hasta se está planteando presentar una demanda.
– Eso es ridículo.
– Probablemente.
– Miente.
– Probablemente -repitió.
– Y le desenmascararán -insistió Englehardt-. Le harán un análisis de sangre y verán que es un farsante.
– Pero ¿cuándo, Billy?
– ¿Cómo?
– ¿Cuándo lo harán? ¿Dentro de un día? ¿De una semana? ¿De un mes? Para entonces el daño ya estará hecho. Hoy aparecerá con Greg Downing en la rueda de prensa. Todos los medios estarán allí. Incluso si se acaba demostrando que es falso, nadie se acordará de la rectificación. Lo que quedará es la alegación.
Englehardt se reclinó en su butaca:
– Dios mío.
– Deje que le sea sincera, Billy. Tengo unos cuantos colegas que le creen, pero yo no. Intuyo que anda detrás de la publicidad. Tengo a algunos de mis mejores investigadores escarbando en el pasado de ese hombre. Hasta ahora no han encontrado nada y el tiempo se está acabando.
– Entonces, ¿qué puedo hacer?
– Necesito saber a ciencia cierta que eso no es verdad. No puedo pararlo basándome simplemente en una intuición. Tengo que saberlo con toda seguridad.
– ¿Cómo?
Terese se mordió el labio inferior. Pensó con concentración:
– Su base de datos.
Englehardt negó con la cabeza:
– La información que hay aquí es confidencial, ya se lo he explicado antes. No puedo decirles…
– No necesito saber el nombre del donante -se inclinó hacia delante. Myron se apartó todo lo que pudo de la conversación, tratando de no representar ninguna amenaza-. Sencillamente, necesito saber si no es el nombre.
Englehardt parecía dubitativo.
– Yo estoy aquí sentada -dijo-. No puedo ver la pantalla. Malachy está junto a la puerta. -Se volvió hacia Myron-. ¿Tienes la cámara apagada, Malachy?
– Sí, Terese -dijo Myron. La dejó en el suelo para dar mayor tranquilidad.
– Pues le propongo lo siguiente -dijo Terese-. Busque usted a Jeremy Downing en su ordenador. Saldrá un donante. Yo le doy un nombre y usted me dice si el nombre coincide; ¿Te parece?
Englehardt seguía dudando.
– Usted no estaría violando la confidencialidad de nadie -añadió-. Nosotros no vemos su pantalla. Si quiere, incluso podemos salir de su despacho mientras lo mira, si lo prefiere.
Englehardt no dijo nada; Terese tampoco. Daba tiempo a su interlocutor. Era la entrevistadora perfecta. Finalmente se volvió hacia Myron.
– Recoge tus cosas -le dijo.
– Esperen. -La mirada de Englehardt se desplazó a derecha e izquierda, arriba y abajo-. ¿Ha dicho Jeremy Downing?
– Sí.
Hizo otra serie rápida de miradas. Cuando vio que no había moros en la costa, se encorvó encima del teclado y tocó las teclas rápidamente. Al cabo de unos segundos preguntó:
– ¿Cómo se llama el supuesto donante?
– Victor Johnson.
Englehardt miró a la pantalla y sonrió:
– No es él.
– ¿Está seguro?
– Absolutamente.
Terese le devolvió la sonrisa.
– Es lo único que necesitábamos saber.
– ¿Lo detendrán?
– Ni siquiera llegará a la rueda de prensa.
Myron recogió el rollo de película y la cámara y ambos salieron apresuradamente pasillo abajo. Una vez fuera se volvió hacia ella y le dijo:
– ¿Malachy Throne?
– ¿Sabes quién es?
– Hacía de False Face en Batman.
Terese sonrió y asintió con la cabeza:
– ¡Muy bien!
– ¿Te puedo decir una cosa?
– ¿Qué?
– Me pones cachondo cuando hablas de Batman -dijo él.
– Y también cuando no lo hago.
– ¿Tratas de decirme algo?
Al cabo de cinco minutos estaban mirando la grabación en el furgón.
10
Davis Taylor
221 North End Ave
Waterbury, Conneticut
El número de la seguridad social y los teléfonos también aparecían. Myron sacó el móvil y marcó. Al cabo de dos pitidos se conectó con una máquina y una voz robótica, el saludo por defecto, le pidió que dejara un mensaje después de la señal. Dejó su nombre y número de móvil y le pidió al señor Taylor que le devolviera la llamada.
– ¿Y ahora qué piensas hacer? -preguntó Terese.
– Creo que cogeré el coche e iré a ver si puedo hablar con el señor Davis Taylor.
– ¿No ha intentado ya hacerlo la clínica?
– Probablemente.
– Pero tú eres más convincente, ¿no?
– Eso es cuestionable.
– Esta noche tengo que cubrir lo del Waldorf -dijo ella.
– Lo sé. Iré solo. O tal vez con Win.
Ella seguía sin mirarle.
– Este chico que necesita el trasplante -dijo-, no es un desconocido, ¿verdad?
Myron no estaba seguro de cómo responder a esa pregunta.
– Creo que no.
Terese asintió con un gesto de la cabeza que le decía que no le tenía que contar nada más. Y no lo hizo. Cogió el teléfono y llamó a Emily. Ella respondió antes de terminar el primer pitido.
– ¿Sí?
– ¿Cuándo va a dar Greg la rueda de prensa? -le preguntó.
– Dentro de dos horas -dijo Emily.
– Necesito hablar con él.
Oyó un suspiro esperanzado:
– ¿Has encontrado al donante de Jeremy?
– Todavía no.
– Pero tienes algo.
– Ya veremos.
– No me trates con condescendencia, Myron.
– No te trato con condescendencia.
– Estamos hablando de la vida de mi hijo.
¿Y mío?, pensó.
– Tengo una pista, Emily, eso es todo.
Ella le dio el número y añadió:
– Myron, por favor, llámame si…
– En cuanto sepa algo.
Colgó y llamó a Greg.
– Necesito que aplaces la rueda de prensa -dijo Myron.
– ¿Por qué? -preguntó Greg.
– Dame tiempo hasta mañana.
– ¿Has encontrado algo?
– Puede ser.
– Puede ser -dijo Greg- no quiere decir nada. ¿Tienes algo o no?
– Tengo un nombre y una dirección. Podría ser nuestro hombre, pero quiero comprobarlo antes de que hagas una petición pública.
– ¿Dónde vive? -preguntó Greg.
– En Connecticut.
– ¿Vas a ir a verlo?
– Sí.
– ¿Ahora?
– Prácticamente.
– Quiero ir contigo -dijo Greg.
– No es buena idea.
– Es mi hijo, maldita sea.
Myron cerró los ojos:
– Lo entiendo.
– Pues entonces también entenderás esto: no te estoy pidiendo permiso, te estoy diciendo que iré contigo, de modo que deja de hacer el capullo y dime dónde quieres que te recoja.
Greg condujo. Tenía uno de esos todoterrenos deportivos tan de moda entre los suburbanitas de Nueva Jersey, cuya idea del off-road son los baches para reducir la velocidad que ponen cerca de los centros comerciales. Muy de camionero pijo. Los dos hombres estuvieron mucho rato en silencio. La tensión en el aire era peor incluso que esas que se pueden cortar con un cuchillo. Se pegaba a las ventanillas, aplastaba a Myron, lo fatigaba y lo deprimía.