– ¿Cómo has conseguido su nombre? -le preguntó Greg.
– Eso no tiene importancia.
Greg desistió. Siguieron avanzando. Por la radio, Jewel insistía en que sus manos eran pequeñas, lo sabía, pero que eran de ella y de nadie más. Myron frunció el ceño. No exactamente. Era La respuesta está en el viento, ¿no?
– Me rompiste la nariz -dijo Greg.
Myron siguió en silencio.
– Y no he vuelto a tener la visión de antes. Me cuesta enfocar la canasta.
Myron no podía creer lo que estaba oyendo.
– ¿No me estarás echando la culpa por tu temporada de mierda, verdad Greg?
– Sólo digo que…
– Te estás haciendo mayor. Has jugado catorce temporadas, y participar en la huelga no te ayudó.
Greg hizo un gesto con la mano:
– Tú no lo puedes entender.
– Tienes razón -Myron pasó de la rabia a la furia-, yo nunca llegué a jugar al baloncesto profesional.
– Pues, mira, yo nunca llegué a follarme a la esposa de mi amigo.
– No era tu esposa -replicó Myron-, y no éramos amigos.
Ambos se detuvieron ahí. Greg mantuvo la vista en la carretera. Myron se volvió a mirar por la ventanilla.
Waterbury es una de esas ciudades que cruzas para ir a otro lugar. Myron quizás había recorrido cien veces ese tramo de la 84 pensando siempre que, de lejos, Waterbury era una ciudad brutalmente fea. Pero ahora que tenía la oportunidad de verla de cerca se dio cuenta de que había subestimado lo ofensiva que resultaba la vista, que, efectivamente, la ciudad poseía una fealdad tan brutal que de lejos no era posible apreciar. Movió la cabeza, atónito. ¿Y la gente se reía de Nueva Jersey?
Myron había buscado las instrucciones sobre cómo llegar en la página web MapQuest. Se las leyó a Greg con una voz que apenas reconocía como propia y Greg las siguió en silencio. Al cabo de cinco minutos aparcaban frente a una casa vetusta de listones de madera, en medio de una calle llena de listones de madera vetustos. Las casas estaban distribuidas de manera irregular y muy apiladas, el conjunto formaba algo parecido a una dentadura muy necesitada de una ortodoncia masiva.
Salieron del coche. Myron quería decirle a Greg que se quedara, pero no habría servido de nada. Llamó a la puerta y, casi de inmediato, una voz áspera dijo:
– ¿Daniel? ¿Eres tú, Daniel?
Myron dijo:
– Busco a Davis Taylor.
– ¿Daniel?
– No -dijo Myron, gritando a través de la puerta-. Davis Taylor. Pero tal vez se hace llamar Daniel.
– ¿De qué está hablando?
Abrió la puerta un hombre mayor, con la mirada llena de desconfianza. Las gafas que llevaba eran demasiado pequeñas para su cara, de modo que las patillas de metal le quedaban embutidas entre los pliegues de piel bajo de las sienes, y un peluquín cutre y amarillo, parecido a lo que Carol Channing llevaba demasiado a menudo, le adornaba la coronilla. Calzaba una zapatilla y un zapato, y su batín tenía aspecto de haber sido pisoteado durante la guerra de los Boers.
– Pensé que eras Daniel -dijo el viejo. Intentó ponerse bien las gafas, pero se le quedaron como estaban y entornó los ojos-. Te pareces a Daniel.
– Deben de ser las nubes de sus ojos -dijo Myron, parafraseando la canción de Elton John.
– ¿Cómo?
– Nada, no importa. ¿Es usted Davis Taylor?
– ¿Qué quieres?
– Buscamos a Davis Taylor.
– No conozco a ningún Davis Taylor.
– ¿Esto es el 221 de North End Drive?
– Correcto.
– ¿Y aquí no vive ningún Davis Taylor?
– Sólo yo y mi hijo Daniel. Pero ha estado fuera. En ultramar.
– ¿En España? -preguntó, imitando la manera como Elton John dice «Spaiiiin» en la canción. Elton habría estado orgulloso de él.
– ¿Cómo?
– Nada, nada.
El viejo se volvió a mirar a Greg, volvió a intentar colocarse bien las gafas y entornó de nuevo los ojos:
– A ti te conozco. Juegas a baloncesto, ¿verdad?
Greg sonrió al hombre con delicadeza, por no decir con aires de superioridad, cual Moisés sonriendo al escéptico cuando las aguas del mar Rojo se separaron:
– Correcto.
– Tú eres Dolph Schayes.
– No.
– Te pareces a Dolph. Un tirador endemoniado. El año pasado le vi jugar en San Luis. Tiene un toque mágico.
Myron y Greg se miraron fugazmente. Dolph Schayes se había jubilado en 1964.
– Disculpe -dijo Myron-, no he entendido su nombre.
– No llevas el uniforme -dijo el viejo.
– No, señor, sólo lo llevo en la pista.
– No hablo de ese uniforme.
– Oh -exclamó Myron, aunque no tenía idea de por qué.
– De modo que no podéis estar buscando a Daniel, eso es lo que quería decir. Temí que estuvierais en el ejército y… -Aquí su voz se apagó.
Myron se dio cuenta de por dónde iba la cosa.
– ¿Su hijo está destinado en ultramar?
El viejo asintió con la cabeza:
– Vietnam.
Myron asintió a su vez, ahora incómodo por la bromita de la canción de Elton John.
– Perdone, no he entendido su nombre.
– Nathan. Nathan Mostoni.
– Señor Mostoni, buscamos a alguien llamado Davis Taylor. Es muy importante que le localicemos.
– No conozco a ningún Davis Taylor. ¿Es amigo de Daniel?
– Podría ser.
El hombre lo meditó.
– No, no lo conozco.
– ¿Quién más vive aquí?
– Sólo mi hijo y yo.
– ¿Sólo ustedes dos?
– Sí, pero mi hijo está en ultramar.
– ¿Así que, ahora mismo, está usted solo?
– ¿De cuántas maneras distintas me lo piensas preguntar, chico?
– Bueno, es que es una casa bastante grande -dijo Myron.
– ¿Y?
– ¿Alguna vez ha alquilado habitaciones?
– Claro. Tenía a una estudiante que se marchó hace poco.
– ¿Cómo se llamaba?
– Stacy no sé qué. No me acuerdo.
– ¿Cuánto tiempo ha estado?
– Unos seis meses.
– ¿Y antes?
Ésa la tuvo que meditar un poco más. Nathan Mostoni se rascó la cara como lo hacen los perros con la barriga.
– Un chico que se llamaba Ken.
– ¿No ha tenido nunca a un inquilino llamado Davis Taylor? -preguntó Myron-. ¿O algo parecido?
– No, nunca.
– ¿Y tenía novio, esa Stacy?
– No creo.
– ¿Sabe usted su apellido?
– Me falla mucho la memoria, pero está en el college.
– ¿Qué college?
– Waterbury State.
Myron se volvió hacia Greg y entonces tuvo otra idea.
– Señor Mostoni, ¿había oído alguna vez el nombre Davis Taylor antes de hoy?
El hombre volvió a entornar los ojos:
– ¿Qué quiere decir?
– ¿No le ha visitado nadie, ni le ha llamado preguntándole por Davis Taylor?
– No, señor. Jamás había oído ese nombre.
Myron volvió a mirar a Greg, y luego se dirigió al viejo.
– ¿De modo que nadie del centro de médula ósea se ha puesto en contacto con usted?
El señor Mostoni bajó la cabeza y se llevó una mano al oído:
– ¿El centro de qué?
Myron le hizo unas cuantas preguntas más, pero Nathan Mostoni se puso a viajar por el tiempo otra vez. Allí no había nada más que buscar. Myron y Greg le dieron las gracias y volvieron por el sendero resquebrajado.
Una vez dentro del coche, Greg preguntó: