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– Bueno, ¿qué problema hay? -preguntó.

– Yo no he dicho que hubiera ningún problema.

Myron movió la cabeza, decepcionado:

– Y resulta que eres abogada.

– ¿Estoy dando mal ejemplo?

– No me extraña que jamás me presentara a unas elecciones.

La mujer juntó las manos sobre el regazo:

– Tenemos que hablar.

A Myron no le gustó el tono.

– Pero aquí no -añadió-. Vamos a dar una vuelta a la manzana.

Myron asintió con la cabeza y se levantaron. Cuando todavía no habían alcanzado la puerta, le sonó el móvil. Myron lo sacó con una rapidez que habría hecho retroceder al mismísimo Wyatt Earp, se llevó el teléfono al oído y se aclaró la garganta.

– MB SportsReps -dijo, con voz suave y tono profesional-. Myron Bolitar al habla.

– Bonita voz telefónica -dijo Esperanza-. Suenas igual que Billy Dee pidiendo un par de revólveres Colt 45.

Esperanza Diaz era su ayudante desde hacía mucho tiempo y ahora su socia en MB SportsReps (M de Myron, B de Bolitar, para aquellos que lo quieren saber todo).

– Esperaba que fueras Lamar -dijo.

– ¿Todavía no ha llamado?

– No.

Casi era capaz de ver a Esperanza frunciendo el ceño:

– Estamos hasta el cuello -dijo.

– No estamos hasta el cuello. Sólo vamos con la lengua fuera, eso es todo.

– Con la lengua fuera, sí -repitió Esperanza-. Como Pavarotti corriendo la maratón de Boston.

– Muy bueno -dijo Myron.

– Gracias.

Lamar Richardson era un potente lanzador de los Golden Glove que acababa de quedar disponible (digamos que «disponible» era una etiqueta que los agentes susurran a la manera que un muftí podría susurrar «alabado sea Alá»). Lamar buscaba nuevos representantes y había reducido su selección final a tres agencias: dos conglomerados enormes con espacio de oficinas suficiente para albergar un hipermercado, y la antes mencionada MB SportsRep, una agencia con el culo lleno de granos pero que ofrecía un servicio muy personal. ¡Aúpa, culo de granos!

Myron miró a su madre, que lo esperaba junto a la puerta. Se cambió el teléfono de lado y dijo:

– ¿Algo más?

– No adivinarías nunca quién te ha llamado -dijo Esperanza.

– ¿Elle y Claudia exigiendo otro ménage à trois!

– Uuuuuy, casi.

Era incapaz de decirle las cosas sin rodeos. Con sus amigos, todo era como en los concursos de televisión.

– ¿Y si me das una pista? -dijo él.

– Una de tus ex amantes.

Él se sobresaltó:

– Jessica.

Esperanza imitó el sonido del indicador de respuesta errónea en los concursos.

– Lo siento, te equivocas de perra.

Myron estaba confuso. En su vida sólo había tenido dos relaciones largas: Jessica a períodos intermitentes durante los últimos trece años (ahora más bien ausente). Y antes de ella, bueno, habría que remontarse a…

– ¿Emily Downing?

Esperanza imitó una campanilla.

Una imagen repentina se le clavó en el corazón como una daga afilada. Vio a Emily sentada en aquel sofá de lona del sótano de la residencia de estudiantes, dedicándole su especial sonrisa, sentada sobre las piernas dobladas, con su cazadora del equipo del instituto que le iba varias tallas grande, y gesticulando con las manos que se deslizaban y desaparecían dentro de las mangas.

Se le secó la boca:

– ¿Qué quería?

– No sé. Pero dijo que tenía que hablar contigo. Hablaba muy entrecortado, ya sabes. Como si todo lo que decía tuviera un doble sentido.

Con Emily, todo lo tenía.

– ¿Es buena en el catre? -preguntó Esperanza.

Esperanza, una bisexual muy atractiva, consideraba a todo el mundo como un polvo potencial. Myron se preguntó cómo debía de ser, tener y, por tanto, sopesar, tantas opciones, y luego decidió no indagar más en el asunto. Era un sabio.

– ¿Qué dijo exactamente? -respondió Myron.

– Nada concreto. Se limitó a emitir unos cuantos gemidos tentadores entre palabras como: urgente, vida o muerte, asunto grave, etcétera.

– No quiero hablar con ella.

– Eso imaginé. Si vuelve a llamar, ¿quieres que me la quite de encima?

– Por favor.

– Hasta luego, entonces.

Colgó mientras una segunda imagen le golpeaba como una ola inesperada en una playa. El último año en Duke. Emily, muy digna, mientras le lanzaba la cazadora del instituto sobre la cama y se marchaba. No mucho después, se casaba con el hombre que arruinaría la vida de Myron.

Respira hondo, se dijo. Inhala, exhala. Así.

– ¿Todo bien? -preguntó su madre.

– Sí.

La madre volvió a menear la cabeza, decepcionada.

– No miento -dijo.

– Vale, está bien. Claro, es muy normal que respires como en una llamada obscena. Mira, si no se lo quieres contar a tu madre…

– No se lo quiero contar a mi madre.

– Que te educó y…

Myron dejó de prestarle atención, como solía hacer siempre. Volvía a divagar, suponiéndole una vida pasada, o algo así. Era algo que hacía muy a menudo. A veces actuaba como una madre absolutamente moderna, una de esas primeras feministas que se manifestaron junto a Gloria Steinem y supieron demostrar que «El lugar de la mujer es la casa… pero la Casa Blanca y el Senado», como decía su vieja camiseta; pero, ante la visión de su hijo, su actitud progresista se desvanecía y revelaba la típica cotilla con su pañuelo de campesina oculta detrás de la fachada feminista. Eso le proporcionó a Myron una infancia interesante.

Se dispusieron a salir por la puerta principal. Myron mantenía la vista clavada en el cartel de «Se vende» como si de pronto pudiera desenfundar un revólver. En su mente irrumpió la imagen de algo que en realidad no había visto nunca: el día soleado en el que mamá y papá habían llegado a casa por primera vez, cogidos de la mano, con el vientre de ella abultado por el bebé que llevaba dentro, ambos asustados y alborozados, conscientes de que esa vivienda construida en serie, de tres habitaciones y dos niveles, sería su nave para toda la vida, su sueño americano. Ahora, les gustara o no, su periplo llegaba al final. Olvidemos toda esa mierda de «cuando una puerta se cierra, otra se abre». Ese cartel de «Se vende» marcaba el finaclass="underline" el final de la juventud, el final de la edad adulta, el final de una familia, del universo de dos personas que habían empezado ahí, luchado, criado a sus hijos, y trabajado y llevado a los niños al cole y vivido sus vidas ahí.

Anduvieron calle arriba. A lo largo del bordillo había hojas apiladas, la imagen más evidente del otoño suburbano, mientras las máquinas de limpiar hojarasca interrumpían la quietud del aire como los helicópteros en Saigón. Myron eligió andar por el sendero de la acera para poder rozar los lados de las pilas. El crujir de las hojas secas bajo sus zapatillas deportivas le resultaba placentero. No sabía muy bien por qué.

– Tu padre habló contigo -dijo la madre, medio en tono interrogativo-, sobre lo que le pasó.

Myron sintió que se le tensaba el estómago. Se adentró un poco más en las hojas, al tiempo que levantaba las piernas y las hacía crujir más fuerte.

– Sí.

– ¿Qué fue lo que te dijo, exactamente? -preguntó la madre.

– Que cuando estaba en el Caribe había tenido dolores en el pecho.