– ¿Estuviste implicado directamente en su disputa por la herencia?
– Llamar a aquello una disputa sería como llamar hoguera campestre a un Apocalipsis nuclear.
– Cuesta, repartir varios miles de millones, ¿eh?
– Desde luego. Pero ¿por qué hablamos del clan Lex?
– Esperanza viene a vernos al dojang. Tiene información sobre Davis Taylor. La familia Lex tiene algo que ver con el tema.
Win enarcó las cejas:
– La cosa se complica.
– Cuéntame cosas de ellos.
– Casi todo salió en la prensa. Raymond Lex escribió un controvertido best setter titulado Confesiones a medianoche. El libro se convierte en una peli ganadora de varios Oscar. De pronto, el hombre pasa de oscuro profesor de instituto a millonario. A diferencia de la mayoría de sus colegas artistas, resulta ser un tipo hábil con los negocios. Invierte y amasa holdings privados de un valor neto considerable, a la vez que confidencial.
– Los periódicos hablaban de miles de millones.
– No lo discutiré.
– Eso es mucho dinero.
– ¿No escribió ningún otro libro?
– No.
– Qué raro.
– No tan raro -dijo Win-. Ni Harper Lee ni Margaret Mitchell escribieron más libros. Y, al menos, Lex se mantuvo ocupado. Es difícil construir una de las mayores corporaciones privadas y compaginarlo con la firma de libros.
– Así que, ahora que está muerto, su familia está, por decirlo de alguna manera, en pleno Apocalipsis nuclear.
– Bastante cierto.
Master Kwon había trasladado su sede y su principal dojan a la segunda planta de un edificio de la calle 23, cerca de Broadway. Cinco habitaciones -estudios, en realidad- con suelo de parquet, espejos en las paredes, un sistema de audio sofisticado, maquinaria Nautilus lustrosa y elegante…, ah, y unos cuantos pósters de esos orientales de papel de arroz, para dar al lugar un toque del auténtico Oriente ancestral.
Myron y Win se pusieron el kimono y se ataron sendos cinturones negros. Myron llevaba estudiando taekwondo y hapkido desde que Win le había introducido en ambas disciplinas en la universidad, pero en los últimos tres años no había pisado el tatami más de cinco veces. Win, en cambio, seguía siendo letalmente devoto. No hay que tirar nunca de la capa de Superman, ni escupir al viento, ni sacarle la máscara al Llanero Solitario, ni meterse con Win.
Master Kwon tenía setenta y pico años pero aparentaba fácilmente veinte menos. Win lo había conocido en uno de sus viajes por Asia cuando tenía quince años. Por lo que Myron sabía, Master Kwon había sido un alto sacerdote, o algo así, en un pequeño monasterio budista sacado directamente de una de esas pelis violentas de Hong Kong. Cuando emigró a Estados Unidos hablaba muy poco inglés. Ahora, al cabo de veinte años, hablaba casi menos. Tan pronto como el maestro llegó al país abrió una cadena de modernísimas academias de taekwondo, con el apoyo económico de Win, por supuesto. Cuando vio las películas de Karate Kid, Master Kwon se empleó a fondo en hacer el papel del viejo sabio. Su inglés desapareció, empezó a vestirse como el Dalai Lama y ahora introducía cada frase con «Confiado dice», dejando a un lado el pequeño detalle que él era coreano y Confucio chino.
Win y Myron se dirigieron al despacho de Master Kwon. A la entrada, ambos hicieron una profunda reverencia.
– Por favor, dentro -dijo Master Kwon.
La mesa era de roble de calidad; la butaca, de buena piel y aspecto ortopédico. Master Kwon estaba de pie cerca de un rincón. Tenía un palo de golf en la mano y llevaba un traje impecable a medida. Al ver a Myron se le iluminó la cara y los dos hombres se abrazaron.
Cuando se separaron, Master Kwon le dijo:
– ¿Tú, mejor?
– Mejor -concedió Myron.
El viejo sonrió y se tocó la solapa:
– Armani -dijo.
– Eso me ha parecido -dijo Myron.
– ¿Gusta, tú?
– Muy elegante.
Satisfecho, Master Kwon dijo:
– Ir.
Win y Myron hicieron otra reverencia. Una vez en el dojang adoptaron sus papeles habituales: Win dirigía y Myron seguía. Empezaron por un poco de meditación. A Win le encantaba meditar, como ya sabemos. Se sentaba en la posición del loto, las palmas hacia arriba, las manos apoyadas en las rodillas, la espalda bien recta y la lengua apoyada en los dientes de arriba. Respiraba por la nariz, forzando el aire hacia dentro, dejando que el abdomen hiciera el esfuerzo. Myron intentaba imitarlo, pero nunca había llegado a dominar realmente aquel ejercicio. La mente, incluso en épocas menos caóticas, se le escapaba; la rodilla mala le tiraba; todo él se sentía inquieto.
Redujeron los estiramientos a sólo diez minutos. De nuevo, Win los hacía sin esfuerzo, ejecutaba los spagats, llegaba a tocarse las puntas de los pies y se agachaba con suma facilidad, con unos huesos y articulaciones tan flexibles como el historial de votaciones de un político. Myron no había sido nunca tan flexible de natural. Cuando se entrenaba en serio se podía tocar las puntas de los pies y completar un estiramiento de cadera sin demasiados problemas. Pero, ahora mismo, eso le parecía que había sido hace mucho tiempo.
– Ya empiezo a estar dolorido -dijo Myron, con un gruñido.
Win ladeó la cabeza:
– Curioso.
– ¿Qué?
– Eso es lo mismo que me dijo mi cita de anoche.
– Antes no bromeabas -dijo Myron-. En realidad sí que eres un payaso.
Hicieron un poco de sparring y Myron se dio cuenta de inmediato de lo poco en forma que estaba. El sparring es la actividad más agotadora del mundo. ¿No os lo creéis? Pues buscad un punching y haced una ronda de tres minutos golpeándolo. Es tan sólo una bolsa rellena y no puede devolverte los golpes. Intentadlo; sólo una ronda. Ya veréis.
Cuando entró Esperanza, por suerte se acabó el sparring y Myron se abrazó las rodillas, respirando penosamente. Le hizo una reverencia a Win, se echó una toalla sobre el hombro y cogió una botella de Evian. Esperanza cruzó los brazos y esperó. Frente a la puerta pasó un grupo de estudiantes, vieron a Esperanza y se volvieron un par de veces a mirarla.
Esperanza le mostró a Myron una hoja:
– Es el certificado de nacimiento de Davis Taylor, nacido Dennis Lex.
– Lex -repitió Myron-, ¿de la familia…?
– Así es.
Myron observó la fotocopia. Según el documento, Dennis Lex tendría treinta y siete años. Su padre figuraba como Raymond Lex, su madre como Maureen Lehman Lex. Nacido en East Hampton, Nueva York.
Myron se lo pasó a Win.
– ¿Tuvieron otro hijo?
– Eso parece -dijo Esperanza.
Myron observó a Win, que se encogió de hombros.
– Debió de morir joven -dijo a modo de respuesta.
– Si está muerto -dijo Esperanza-, no lo he encontrado por ninguna parte; no hay certificado de defunción.
– ¿Nadie en la familia mencionó nunca otro hijo? -le preguntó Myron a Win.
– Nadie -dijo Myron.
Ahora se volvió hacia Esperanza:
– ¿Qué más tenemos?
– No mucho más. Dennis Lex se cambió el nombre a Davis Taylor hace ocho meses. También he encontrado esto.
Le dio una fotocopia de un recorte de prensa. Un pequeño anuncio del nacimiento en la Hampton Gazette de hacía treinta y siete años:
Raymond y Maureen Lex, de Wister Drive en East Hampton, están encantados de comunicar la llegada de su hijo Dennis, que nació con tres kilos de peso el día 18 de julio. Dennis se suma a su hermana Susan y a su hermano Bronwyn.