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Esperanza cruzó las piernas, cruzó los brazos…

– ¿Hasta dónde?

– Todo lo que puedas.

– ¿Y qué nos aportará este ejercicio de inutilidad?

– Quiero saber en qué momento desapareció Dennis Lex de la órbita del radar. ¿Había gente que lo conocía del instituto? ¿De la universidad? ¿Tal vez de algún posgrado?

Ella no pareció impresionarse.

– Y, suponiendo que, de alguna manera, consigo saber cuál fue su escuela primaria…, ¿qué nos aportaría eso, exactamente?

– No tengo ni idea, estoy jugando a los chinos.

– No, me estás pidiendo a mí que juegue a los chinos.

– Vale, pues no lo hagas, Esperanza. Era sólo una idea.

– Va -dijo ella, haciendo un gesto con la mano-, tal vez tengas razón.

Myron puso las dos palmas sobre la mesa, arqueó la espalda, miró a la izquierda, a la derecha, arriba, abajo.

– ¿Qué? -dijo ella.

– ¡Has dicho que tal vez tenga razón! Eso me hace pensar que el mundo, tal y como lo conocemos, está a punto de acabarse.

– Muy buena -dijo Esperanza mientras se ponía de pie-. En fin, veré lo que puedo desenterrar.

Salió del despacho. Myron cogió el teléfono y marcó el número de Susan Lex. La recepcionista pasó la llamada y una mujer que se identificó como secretaria de la señora Lex respondió al teléfono. Su voz tenía un tono parecido a una rueda de metal pasando por encima de gravilla.

– La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.

– Es un asunto de suma importancia -dijo Myron.

– Tal vez no me ha oído la primera vez. -La típica hacha de guerra-. La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.

– Dígale que es para hablar de Dennis.

– ¿Perdone?

– Sólo dígale eso.

Hacha de guerra puso a Myron en espera. Myron escuchó una versión de hilo musical de la canción de Al Stewart «Time Passages». Myron pensaba que la versión original ya era lo bastante de hilo musical, gracias.

Hacha de guerra regresó con su mensaje habituaclass="underline"

– La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.

– He estado meditando sobre eso, pero realmente no tiene ninguna lógica.

– ¿Perdón?

– Quiero decir que, en algún momento, tiene que ver a alguien que no conoce…, de lo contrario no conocería nunca a nadie nuevo. Y, siguiendo con mi lógica, ¿cómo llegó usted a verla por primera vez? Estuvo dispuesta a verla antes de conocerla, ¿no?

– Voy a colgar, señor Bolitar.

– Dígale que sé lo de Dennis.

– Sólo…

– Dígale que si no accede a verme, hablaré con la prensa.

Silencio.

– Un momento.

Un clic y luego otra vez el hilo musical. El tiempo pasó. Y también lo hizo, gracias a Dios, «Time Passages», que fue sustituido por el «Time» de Alan Parsons Project. Myron estuvo a punto de entrar en coma.

Hacha de guerra volvió.

– ¿Señor Bolitar?

– ¿Sí?

– La señora Lex le dará cinco minutos de su tiempo. Puedo hacerle un hueco el día quince del mes que viene.

– Eso no me vale -dijo Myron-. Tiene que ser hoy.

– La señora Lex está muy ocupada.

– Hoy -insistió Myron.

– Eso es imposible.

– A las once. Si no me dejan pasar, acudiré a la prensa de inmediato.

– Es usted terriblemente maleducado, señor Bolitar.

– A la prensa -repitió Myron-, ¿lo ha entendido?

– Sí.

– ¿Estará usted ahí?

– ¿Qué diferencia hay en que esté o no esté?

– Toda esta tensión sexual me está poniendo tierno. Tal vez luego podríamos ir juntos a tomar un latte fresquito.

Oyó cómo colgaba y sonrió. El encanto, pensó…, ¡ha vuelto!

Esperanza entró zumbando.

– ¿A quién le apetece un partido de tenis en topless?

– ¿Qué?

– Tengo a Suzze T por la línea 1.

Myron pulsó un botón:

– Ey, Suzze.

– Ey, Myron, ¿qué hay?

– Tengo una oferta para que la rechaces.

– ¿Te refieres a que intentarás ligar conmigo?

El encanto acababa de sufrir un revés.

– ¿Dónde estarás esta tarde?

– En el mismo lugar que ahora -respondió ella-. El Morning Mosh, ¿lo conoces?

– No.

Le dio la dirección y Myron le dijo que la vería allí en unas horas. Colgó el teléfono y se reclinó en su butaca.

– Siembra las semillas -dijo en voz alta.

Miró a la pared. Tenía una hora para matar antes de dirigirse al edificio Lex de la Quinta Avenida. Podía quedarse ahí sentado y meditar sobre la vida y, tal vez, mirarse el ombligo. No, eso ya lo había hecho muchas veces. Giró la butaca hacia el ordenador, hizo un doble clic en el icono adecuado y se conectó a Internet. Primero probó con Yahoo y puso sembrar las semillas en el cuadro de búsqueda. Sólo un resultado: la página web de la Liga de Jardineros Urbanos de San Francisco, que se autoapodaban «gusanos». Supuso que se trataba de un grupo de tipos duros, tal vez una tribu urbana. Probablemente llevaran bandanas y estuvieran involucrados en manguerazos agresivos.

Luego probó con el buscador de Alta Vista, pero daba un resultado de 2.501 páginas web. Era algo así como el cuento de Ricitos de Oro y los Tres Osos: el buscador de Yahoo era demasiado pequeño, el de Alta Vista, demasiado grande. En el despacho no tenían Lexis-Nexis, pero Myron probó con un buscador menos potente. Tecleó las mismas tres palabras y tocó la tecla Enter, y ¡pam!:

hhttp://www.nyherald.com/archives/900322

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New York Herald

LA MENTE DEL TERROR: TU PEOR PESADILLA

Por Stan Gibbs

Yeah, que espere el teléfono. Myron conocía aquel nombre. Stan Gibbs había sido un columnista de periódicos muy famoso, el típico tío que siempre pontificaba -es decir, chuleaba- en las tertulias de las noticias por cable, pero era menos molesto que la mayoría, aunque eso sea como decir que la sífilis es menos molesta que la gonorrea. Pero eso fue antes de que el escándalo lo destripara como lo haría un hombre de las cavernas abalanzado sobre un bisonte. Myron leyó:

La llamada llega de la nada.

– ¿Cuál es tu peor pesadilla? -susurra la voz-. Cierra los ojos y visualízala. ¿Puedes verla? ¿La tienes ya? ¿El peor de los miedos que puedas imaginar?

Después de una larga pausa, respondo:

– Sí -Bien. Ahora imagina algo peor, algo mucho, mucho peor…

Myron respiró hondo. Recordó la serie de artículos. Stan Gibbs había sacado una historia sobre un extraño secuestrador. Había contado el cuento estremecedor de tres secuestros que, supuestamente, la policía había querido mantener en secreto, según Stan Gibbs, por vergüenza. No se mencionaba ningún nombre. Había hablado con las familias de las víctimas con la condición del anonimato. Y el toque de gracia consistía en que el secuestrador le había concedido una entrevista.

Le pregunto al secuestrador por qué lo hace. ¿Es por el rescate?