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Uno de los guardias se le acercó:

– ¿Documentación, por favor?

Myron sacó la cartera y le enseñó una tarjeta de crédito y el permiso de conducir.

– Este carnet no tiene foto -dijo el guardia.

– En Nueva Jersey no es obligatorio.

– Necesito un documento con foto.

– El carnet del gimnasio tiene foto.

Suspiro de poli paciente:

– Eso no me vale. ¿Lleva el pasaporte?

– ¿En medio de Manhattan?

– Sí, señor. Es para identificarle.

– No -dijo Myron-. Además, la foto es muy mala. No refleja fielmente el azul radiante de mis ojos. -Myron pestañeó para hacer más énfasis.

– Espere aquí, por favor.

Esperó. Los otros tres guardias fruncieron el ceño, cruzaron los brazos, lo miraron como si estuviera a punto de beber agua de un retrete. Myron oyó un ruido como un zumbido y levantó la vista. Había una cámara de seguridad que lo apuntaba, enfocándolo. Myron saludó con la mano, sonrió al objetivo e hizo unas cuantas flexiones que había aprendido mirando capítulos de He-Man por Canal +. Acabó extendiendo la musculatura con una postura bastante espectacular y luego saludó al agradecido público. Los de la chaqueta azul no parecían impresionados.

– Todo natural -explicó Myron-. No he tomado nunca esteroides.

Sin respuesta.

El primer guardia volvió a aparecer:

– Acompáñeme, por favor.

Salir al patio era como entrar en un vestuario de C. S. Lewis, otro mundo, el otro lado de los matorrales, por así decirlo. El ruido de la calle, en el mismísimo Manhattan, quedaba de pronto muy lejos, enmudecido. Era un jardín lujoso, con senderos de cerámica que formaban un dibujo como de alfombra persa. En el centro había una fuente con una estatua ecuestre con la cabeza levantada.

Un nuevo equipo de hombres con chaqueta azul lo recibió junto a la puerta principal ornamentada. Este lugar, pensó Myron, debía de costar una fortuna en tintorería. Le hicieron vaciar los bolsillos, le confiscaron el móvil, lo cachearon a mano, pasaron una varita de metal por toda su persona tan exhaustivamente que estuvo a punto de pedir un condón, le hicieron pasar un par de veces por el detector de metales y lo volvieron a cachear con una afición un poco exagerada.

– Si me vuelves a tocar la picha -dijo Myron- se lo digo a mi mamá.

Otra vez, sin respuesta. Tal vez los Lex no sólo exigían confidencialidad, sino también un sentido del humor refinado.

– Por aquí, señor -dijo la chaqueta azul parlante.

La serenidad del lugar -un edificio en pleno Manhattan, ¡por Dios!-, ahora sólo quebrantada por el eco de sus pasos sobre el suelo de frío mármol, resultaba inquietante. Era como andar por un viejo museo de noche; la experiencia entera parecía como sacada de From the Mixed-up Files of Mrs. Basil E. Frankweiler. Los guardas formaban algo parecido a una comitiva presidencial en versión pobre: un chaqueta azul parlante y un colega tres pasos por delante, dos chaquetas azules más tres pasos por detrás. Por pura diversión, de vez en cuando Myron aceleraba o frenaba el paso y observaba cómo los guardias hacían lo mismo. Como una mala coreografía, lo cual ya resulta redundante de por sí. En un momento dado estuvo a punto de imitar el paso de baile lunar de Michael Jackson, pero pensó que los chicos acabarían por considerarlo además un pedófilo potencial.

La escalinata de ébano era ancha y olía un poco a detergente al limón. De la pared colgaban enormes tapices, de esos con espadas y caballos y festines hedonistas de cochinillo a la brasa. En la segunda planta había otro par de guardias con chaqueta azul. Ahora fue su turno de inspeccionar a Myron como sí fuera la primera vez en su vida que veían a un hombre. Myron se contoneó para su beneficio, pero tampoco ellos parecieron impresionados.

– Deberían haberme visto antes haciendo flexiones -dijo Myron.

Las dobles puertas se abrieron y Myron pasó a una sala de dimensiones ligeramente mayores que las de un pabellón deportivo. Lo siguieron un par de guardias que se colocaron en los dos rincones del fondo. A la derecha había un hombre corpulento sentado en un sillón de brazos. Al menos, la silla lo hacía parecer corpulento. O tal vez el sillón era enano. El hombre debía de tener cuarenta y pico de años; la cabeza y el cuello le formaban un trapecio perfecto coronado por un corte de pelo al estilo militar. Tenía la nariz plana, las manos como jamones y los dedos tipo salchichón. Ex boxeador, o ex marine, o probablemente las dos cosas. Un tipo hecho de ángulos de noventa grados y bloques de granito.

El señor Granito miró a Myron con dureza pero con los ojos más relajados, como si Myron le hiciera la misma gracia que puede hacerte un gatito que te mordisquea los bajos del pantalón. No se levantó y optó por mirar fijamente a Myron mientras hacía crujir los nudillos uno a uno.

Myron miró al señor Granito. Éste hizo crujir otro nudillo.

– Escalofríos -dijo Myron.

Nadie le pidió que se sentara. Qué caramba, nadie le dijo nada. Myron se quedó quieto y esperó mientras los tres pares de ojos lo evaluaban.

– Vale -dijo finalmente-, me siento intimidado. ¿Podemos pasar a la siguiente etapa?

El señor Granito les hizo un gesto con la cabeza a los dos de las chaquetas, que salieron al unísono. De manera casi simultánea se abrió una puerta al otro lado de la sala y aparecieron dos mujeres. Estaban bastante lejos, pero Myron supuso que la primera era Susan Lex. Llevaba el pelo recogido en un moño imposiblemente arreglado, ultraengominado, y tenía los labios apretados como si acabara de tragarse un escarabajo vivo. La otra mujer -no parecía tener más de dieciocho o diecinueve años- tenía que ser su hija, una copia idéntica con los mismos labios apretados y veinticinco años menos de desgaste, aunque el peinado era más atractivo.

Myron se dispuso a cruzar la sala con la mano extendida, pero Susan Lex levantó una mano indicándole que se detuviera. El señor Granito se incorporó, casi interponiéndose en la trayectoria de Myron. Lo miró, moviendo la cabeza a ambos lados, un gesto harto complicado cuando prácticamente no tienes cuello. Myron permaneció donde estaba.

– No me gusta que me amenacen -dijo Susan Lex, desde el otro extremo de la sala.

– Le pido disculpas por haberlo hecho, pero tenía que verla.

– ¿Y eso justifica sus amenazas y su chantaje?

Myron no encontró una respuesta rápida a esa pregunta.

– Necesito hablar con usted de su hermano Dennis.

– Eso me dijo por teléfono.

– ¿Dónde está?

Susan Lex miró al hombre de granito. Éste frunció el ceño y volvió a hacer crujir los nudillos.

– ¿Así de directo, señor Bolitar? -dijo Susan Lex-. Llama usted a mi oficina, me amenaza, insiste en que altere mi agenda para recibirle cuando a usted le place… ¿y ahora me viene con exigencias?

– No quisiera parecer brusco -se disculpó Myron-, pero se trata de un asunto de vida o muerte.

Siempre que decía «asunto de vida o muerte» tenía la sensación de que iba a sonar una música melodramática de acompañamiento.

– Eso no es ninguna explicación -dijo ella.

– Su hermano se dio de alta en el registro nacional de donantes de médula -explicó él-. Su médula ósea es compatible con la de una criatura enferma. -Después de la terrorífica conversación de la noche anterior en la que acabó oyendo «dígale adiós al chico», Myron había decidido no volver a especificar el género-. Sin ese trasplante, la criatura morirá.

Susan Lex arqueó una ceja, un gesto que los ricos saben hacer muy bien: arquear una ceja sin alterar ningún otro rasgo facial. Myron se preguntó si lo enseñaban en algún campamento para ricos. Volvió a mirar al señor Granito. Ahora, Granito intentaba sonreír.