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– La mayor parte de veces diría que sí, pero no cuando es algo tan notorio. Y una vez se descubrió la verdad, ¡pam!, Stan estuvo acabado. Todos los medios recibieron un comunicado de prensa anónimo sobre el asunto. Los federales convocaron una rueda de prensa. Quiero decir que hubo casi una campaña contra él. Había alguien, probablemente los federales, que clamaba venganza, y la tuvo.

– Así que podría ser que los federales estuvieran tan furiosos que le tendieron una trampa.

– ¿Qué trampa? -replicó Bruce-. La novela existe; los fragmentos que Stan copió existen. Eso no hay quien lo cambie.

Myron meditó esta explicación, buscando la manera de que lo hubieran manipulado, pero no se le ocurrió nada.

– ¿Se defendió alguna vez?

– Nunca comentó nada.

– ¿Por qué no?

– Bueno, es periodista. Sabía lo que tenía que hacer. Mira, las historias como ésa se convierten en la peor forma de incendio, y la mejor manera de apagar el fuego es dejar de alimentar la llama. Por muy grave que sea, si no hay nada nuevo de lo que informar, nada nuevo para alimentar las llamas, el tema se apaga. La gente cae siempre en el error de pensar que puede extinguir el fuego con sus palabras, que es tan lista que sus explicaciones actuarán como el agua, o algo así. Hablar con la prensa es siempre un error. Cualquier cosa, incluso un desmentido magistralmente formulado, alimenta las llamas y las mantiene vivas.

– Pero ¿el silencio no te hace parecer culpable?

– Es culpable, Myron. Hablando no iba a conseguir más que problemas. Y si se quedaba y trataba de defenderse, alguien habría escarbado en su pasado. Básicamente, en sus antiguas columnas. Todas ellas. Dato a dato, cita a cita, todo. Si has plagiado una noticia, has plagiado otras. A su edad, no es algo que se hace por primera vez.

– O sea que crees que intentó minimizar el daño.

Bruce sonrió, tomó otro sorbo.

– Esos estudios en Duke -dijo-, resulta que no han sido una mala inversión. -Cogió unos cuantos pretzels más-. ¿Te importa que pida un bocadillo?

– Por favor.

– Valdrá la pena -dijo Bruce, con una ancha sonrisa repentina-, porque todavía no te he hablado del detalle último que lo convenció de que no hablara.

– ¿De qué se trata?

– Es fuerte, Myron -la sonrisa se borró de su cara-; muy fuerte.

– Vale, pues pide también unas patatas fritas.

– No quiero que esto salga a la luz, ¿lo entiendes?

– Vamos, Bruce, ¿qué es?

Bruce volvió a girarse hacia la barra, cogió una servilleta de papel y la partió por la mitad:

– Ya sabes que los federales llevaron a Stan a juicio para averiguar sus fuentes.

– Sí.

– Los documentos judiciales estaban bajo secreto de sumario, pero hubo un poco de juego sucio. Verás, querían que Stan les proporcionara algún tipo de corroboración. Algo que probara que no se había inventado la historia del todo. Pero él no ofrecía nada. Por un tiempo, alegó que sólo las familias eran capaces de confirmar su argumentación y que no quería desvelar su identidad. Pero el juez lo presionó. Finalmente confesó que había otra persona que podía confirmar su historia.

– ¿Confirmar una historia inventada?

– Eso mismo.

– ¿Quién?

– Su amante -dijo Bruce.

– ¿Estaba casado?

– Supongo que la palabra «amante» lo ha delatado -dijo Bruce-. El caso es que sí, lo estaba. Técnicamente lo sigue estando, aunque ahora están separados. Naturalmente, Stan vacilaba en dar su nombre; amaba a su mujer, tenían dos hijos, la casita con jardín, cosas así, pero, al final, le dio al juez su nombre con la condición de que lo mantuviera en secreto.

– ¿Y la amante confirmó su versión?

– Sí. Esa amante, una tal Melina Garston, dijo que estaba con él cuando se encontró con el psicópata de Sembrar las Semillas.

Myron frunció el ceño:

– ¿De qué me suena ese nombre?

– Porque Melina Garston está muerta. Apareció atada, torturada y no quieras saber cuántas cosas más.

– ¿Cuándo?

– Hace tres meses. Justo antes de que a Stan le estallara toda la mierda en la cara. Y todavía peor, la policía sospecha de Stan.

– ¿Para impedir que contara la verdad?

– ¡Cómo se nota que estudiaste en Duke!

– Pero no tiene lógica. La mataron después de que descubrieran el plagio, ¿no?

– Justo después, sí.

– Así que entonces ya era demasiado tarde. Todos lo consideraban ya culpable; ha perdido su trabajo, ha caído en desgracia. Si ahora sale su amante diciendo «es verdad, mentí», en realidad no cambia nada. ¿Qué habría ganado Stan con matarla?

Bruce se encogió de hombros:

– Tal vez que ella se retractara habría disipado cualquier duda.

– Pero de todos modos, ahí no queda mucha duda.

En aquel instante se les acercó el camarero. Bruce pidió un bocadillo; Myron, nada más.

– ¿Puedes averiguar dónde se esconde Stan Gibbs?

Bruce le hizo un gesto al camarero para que se marchara.

– Ya lo sé.

– ¿Cómo?

– Éramos amigos.

– ¿Erais o sois?

– Somos, creo.

– ¿Le aprecias?

– Sí -dijo Bruce-, le aprecio.

– Pero sigues pensando que es culpable.

– Del asesinato, probablemente no. Del plagio… -Se encogió de hombros-. Soy un tío cínico, y el mero hecho de que alguien sea amigo mío no significa que no pueda hacer tonterías.

– ¿Me darás su dirección?

– ¿Me dirás por qué la quieres?

Myron sorbió un poco de soda.

– Vale, ahora viene la parte en la que me dices que quieres saber lo que sé. Y entonces yo te digo que no sé nada y que cuando lo sepa, serás el primero en enterarte. Entonces tú te pones un poco protestón y me dices que te lo debo y que eso no te basta, pero al final acabas aceptando el trato. De modo que, ¿por qué no nos saltamos este paso y me das la dirección directamente?

– ¿Y a cambio me sigues invitando al bocata?

– Claro.

– Pues entonces, vale -dijo el periodista-. Qué más da. Bruce no ha hablado con nadie desde que lo dejó, ni siquiera con sus mejores amigos. ¿Qué te hace suponer que hablará contigo?

– ¿Que soy un compañero de cena muy ingenioso y visto con mucha elegancia?

– Ya, eso mismo. -Se volvió hacia Myron y lo miró con dureza-. Bueno, pues ahora viene la parte en la que te digo que si descubres algo, cualquier cosa, que sugiera que a Stan Gibbs le han tendido una trampa, me lo digas porque soy su amigo y porque soy un periodista hambriento de noticias importantes.

– Por no hablar del bocata.

No sonrió.

– ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿Hay algo más que quieras decirme ahora?

– Bruce, lo que tengo es menos que nada. Es tan sólo un hilo que necesito descartar.

– ¿Conoces la zona de Cross River, en Englewood?

– Sí, una urbanización de apartamentos de mediados de los años ochenta que parece sacada de Poltergeist.

– Pues está en el 22 de Acre Drive. Acaba de volver al barrio. Vive de alquiler.

17

The Morning Mosh no era el nombre real del establecimiento. El Mosh, situado en un almacén rehabilitado del centro, en el West Side, tenía un rótulo de neón que cambiaba a medida que avanzaba el día. La palabra Mosh estaba siempre encendida, pero por la mañana parpadeaba como Morning Mosh, al mediodía como Mid-Day Mosh (como ahora aparecía) y más tarde como Midnight Mosh. Y era Mosh, no Nosh. [6] Myron había esperado encontrarse con un local de bagels, pero la letra era una M, no una N; el sitio se llamaba Mosh. Como en Mosh Pit, como en los antiguos locales donde tocaban las bandas de heavy metal, pero sin ese sonido atronador capaz de arrancar la pintura de la pared mientras los chicos bailan -usamos el término «bailar» en su forma más generosa- debajo del escenario, echándose los unos contra los otros como si fueran mil bolas de una máquina del millón disparadas al mismo tiempo.

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[6]Mosh es una manera de bailar agresiva, a la manera de los conciertos de música punk o metal; en cambio, nosh significa «picotear» o comer a deshoras. (N. de la T.)