– Es un marrano -dijo Emily, dejándose el evidente «como tú».
Myron se quedó quieto.
– Tiene Clearasil escondido en el cajón de su escritorio -le explicó Emily-. Se cree que yo no lo sé. Está en esa edad en que se pasa noches sin dormir pensando en sus enamoradas, pero todavía no ha besado nunca a una chica. -Se acercó al corcho y cogió una foto de Jeremy-. Es guapo, ¿no crees?
– Esto no sirve de nada, Emily.
– Quiero que lo entiendas.
– ¿Entender qué?
– Nunca le han besado. Se va a morir y ni siquiera habrá besado jamás a una chica.
Myron levantó las manos:
– No sé qué quieres que diga.
– Intenta entenderlo, ¿vale?
– No necesito melodramas. Ya lo entiendo.
– No, Myron, no lo entiendes. Recuerdas aquella noche y la ves como una especie de equivocación gótica. Hicimos algo pecaminoso y todos hemos pagado un precio muy alto. Si pudiéramos volver atrás y borrar aquel error trágico, bueno… Es todo tan Hamlet y Macbeth, ¿no? Tu carrera de baloncesto arruinada, el futuro de Greg, nuestro matrimonio… todo echado a perder en un momento de lujuria.
– No fue lujuria.
– No volvamos a discutirlo ahora; qué más da lo que fue. Lujuria, estupidez, miedo, el destino, llámalo como demonios quieras llamarlo… Pero yo nunca querría volver atrás. Ese «error» es lo mejor que me ha pasado en la vida, porque Jeremy, nuestro hijo, surgió de ese caos. ¿Me oyes? Por él estaría dispuesta a destruir un millón de carreras y un millón de matrimonios.
Se quedó mirándolo, desafiante. Él no dijo nada.
– No soy religiosa y no creo en el destino ni en nada de eso -prosiguió-, pero es posible, sólo posible, que tuviera que haber un equilibrio. Tal vez la única manera de crear algo tan hermoso fuera rodear el acontecimiento de tanta destrucción.
Myron empezó a salir de la habitación.
– Esto no sirve de nada -volvió a decir.
– Sí, sí sirve.
– Quieres que encuentre el donante, y lo estoy intentando, pero este tipo de distracción no me ayuda. Necesito conservar la distancia.
– No, Myron, necesitas vínculos. Necesitas sentir. Tienes que entender lo que hay en juego: tu hijo, ese hermoso muchacho que te ha abierto la puerta, va a morirse antes de ni siquiera haber podido besar a una chica. -Se acercó un poco más a él y lo miró a los ojos, y Myron pensó que sus ojos no le habían parecido nunca tan claros.
»En Duke te vi jugar todos los partidos -dijo Emily-. En aquella pista me enamoré de ti, y no porque fueras la estrella del equipo, ni porque fueras elegante o atlético. Eras tan abierto, tan honesto y emotivo. Y cuanta más emoción ponías, cuanta más presión había, mejor jugabas. Si el partido era un trámite, dejaba de interesarte. Necesitabas que fuera importante, necesitabas sentirte presionado y con sólo unos segundos tenías bastante para resolver el partido. Necesitabas perder un poco el control.
– Esto no es ningún partido, Emily.
– Ya -dijo ella-. Aquí nos jugamos mucho más. La emoción debe ser mayor. Quiero verte desesperado, Myron. Es cuando das lo mejor de ti.
Miró la foto de Jeremy y supo que sentía algo que jamás había sentido. Parpadeó, vio el reflejo de su propia expresión en el espejo de la puerta del armario y, por un momento, vio a su propio padre devolviéndole la mirada.
Emily le abrazó. Ocultó el rostro en su hombro y se echó a llorar. Myron la abrazó fuerte. Permanecieron así varios minutos antes de volver a bajar. Durante la cena, ella le habló de Jeremy y él absorbió todo lo que le contaba. Se trasladaron al sofá y sacaron los álbums de fotos. Con las piernas recogidas, el codo sobre el sofá y la cabeza apoyada en la palma de la mano, Emily le contaba más cosas. Cuando lo acompañó a la puerta eran casi las dos de la madrugada. Iban cogidos de la mano.
– Sé que fuiste a hablar con la doctora Singh -le dijo ella, con la puerta abierta.
– Sí.
Emily soltó un suspiro profundo y añadió:
– Sólo voy a decirte esto una vez, ¿vale?
– Vale.
– He estado controlándolo. Me he comprado uno de esos tests caseros. El día ideal, bueno…, para concebir es el jueves.
Él abrió la boca para decir algo pero ella lo detuvo con la mano.
– Ya sé todos los argumentos en contra, pero podría ser la única posibilidad para salvar a Jeremy. No digas nada. Sólo te pido que lo pienses.
Cerró la puerta. Myron la miró unos momentos, intentando revivir el momento en que Jeremy la había abierto, la sonrisa retorcida en la cara del chico, pero la imagen ya le resultaba borrosa y se le empezaba a diluir rápidamente.
21
A primera hora de la mañana, Myron llamó a Terese. Seguía sin responder. Miró el teléfono con el ceño fruncido:
– ¿Me está despidiendo para siempre? -le preguntó a Win.
– Lo dudo -dijo Win. Estaba leyendo el periódico vestido con un pijama de seda, con batín y zapatillas a juego. De tener una pipa, habría sido como un personaje creado por Noel Coward en un día de descanso.
– ¿Qué te hace decir eso?
– Nuestra señorita Collins tiene pinta de ser alguien más bien directo -dijo Win-. Si te estuviera tirando al saco de mierda, reconocerías el tufo.
– Y luego está el hecho de que las mujeres me encuentran irresistible -dijo Myron.
Win giró la página.
– Entonces, ¿qué es lo que trama?
Win se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo índice:
– ¿Qué es eso que la gente con relaciones de pareja decís? Ah, sí. Espacio. A lo mejor necesita espacio.
– «Necesitar espacio» suele ser una frase codificada de que te están despidiendo.
– Sí, bueno, lo que tú quieras. -Win cruzó las piernas-. ¿Quieres que haga averiguaciones?
– Averiguaciones, ¿de qué?
– De lo que trama la señorita Collins.
– No.
– Bueno -dijo Win-. Pasemos a otro tema, ¿de acuerdo? Cuéntame cómo fue tu reunión con el FBI.
Le contó el interrogatorio.
– De modo que no sabemos lo que querían -dijo Win.
– Correcto.
– ¿Ni idea?
– Ni media pista. Excepto que tenían miedo.
– Qué curioso.
Myron asintió con la cabeza.
Win tomó un sorbo de té, con el meñique levantado. Oh, los horrores que había visto aquel meñique, o incluso, en los que había participado… Estaban en el comedor de Win y desayunaban con un juego de té de plata. La mesa victoriana de caoba con las patas de león, el juego de té de plata, la jarrita de la leche de plata, una caja de cereales Cap'n Crunch y otra de unos nuevos llamados Oreo, que son exactamente lo que os imagináis.
– A estas alturas, teorizar es una pérdida de tiempo. Haré unas cuantas llamadas, a ver qué puedo averiguar.
– Gracias.
– Todavía no tengo clara la relación entre Stan Gibbs y nuestro donante de médula.
– Es una suposición un poco peregrina -admitió Myron.
– Peor que eso. Un columnista de la prensa se inventa una historia sobre un secuestrador en serie, y ahora, ¿qué? ¿Nos creemos que el personaje de ficción es el donante?
– Stan Gibbs dice que la historia es real.
– ¿Ahora dice eso?
– Sí.
Win se frotó la barbilla.
– Explícame, por favor, ¿por qué no se defiende?
– No tengo ni idea.
– Presumiblemente, porque es culpable -dijo Win-. El hombre es, por encima de todo, un ser egoísta. Lucha por su supervivencia. Es algo instintivo. No se martiriza. Hay una cosa que le importa por encima de todas las demás: salvar la piel.
– Suponiendo que comparta tu visión alegre de la naturaleza humana, ¿no estás de acuerdo en que un hombre mentiría para salvarse?