– ¿Hay algún café por aquí cerca? -preguntó ella.
– Un Starbucks -dijo Myron.
– Conduciré yo.
– No quiero ir contigo, Emily.
Ella le dedicó su sonrisa especiaclass="underline"
– ¿He perdido mis encantos o qué?
– Dejaron de causarme efecto hace muchos años.
Una mentira a medias.
Ella movió las caderas. Myron la observó, pensando en lo que había dicho Esperanza. No era tan sólo su voz, o sus palabras…; hasta sus movimientos acababan teniendo un doble sentido.
– Es importante, Myron.
– Para mí no.
– Ni siquiera sabes…
– Me da igual, Emily. Formas parte del pasado, y tu marido también.
– Mi ex marido. Me divorcié de él, ¿recuerdas? Y nunca he sabido lo que te hizo.
– Claro -dijo Myron-. Tú sólo fuiste la causa.
Ella lo miró:
– No es tan sencillo. Ya lo sabes.
Myron asintió con la cabeza. Ella tenía razón, por supuesto.
– Yo siempre supe por qué lo había hecho -dijo Myron-. Estaba siendo un gilipollas competitivo que quería vengarme de Greg. Pero, ¿y tú?
Emily movió la cabeza. Su melena de antes hubiera volado de un lado a otro y habría acabado cubriéndole medio rostro. Su nuevo peinado era más corto y estilizado, pero mentalmente, él seguía viendo aquel movimiento perverso.
– Ahora ya no importa -dijo ella.
– Supongo que no -le dio la razón-, pero siempre he tenido curiosidad.
– Los dos habíamos bebido demasiado.
– ¿Así de sencillo?
– Sí.
Myron hizo una mueca:
– Poco convincente -dijo.
– Tal vez sólo fue sexo -añadió ella.
– ¿Un acto puramente físico?
– Quizá.
– ¿La noche antes de casarte con otro?
Ella lo miró:
– Fue una estupidez, ¿vale?
– Eso lo dices tú.
– Y quizá tenía miedo -dijo.
– ¿De casarte?
– De casarme con el hombre equivocado.
Myron sacudió la cabeza:
– Dios mío, no tienes vergüenza.
Emily estaba a punto de decir algo más, pero se detuvo como si sus últimas reservas acabaran de agotarse. Él deseaba que se marchara, pero con los antiguos amores hay también una tristeza que nos atrae. Ahí, delante de ti, está el verdadero camino que no elegiste, lo que tu vida hubiera podido ser, la personificación de una vida totalmente alternativa si las cosas hubieran sido distintas. Ya no tenía absolutamente ningún interés en ella y, sin embargo, sus palabras todavía le hacían aflorar su antiguo yo, con heridas y todo.
– Ocurrió hace catorce años -dijo ella con voz suave-, ¿no crees que ya es hora de que lo superemos?
Pensó en lo que le había costado aquella noche de relación «puramente física». Tal vez todo. Su sueño de toda una vida, desde luego.
– Tienes razón -le dijo, mientras daba media vuelta-. Vete, por favor.
– Necesito tu ayuda.
Él negó con la cabeza:
– Como tú misma has dicho, ya es hora de que lo superemos.
– Sólo te pido que te tomes un café conmigo. Con una vieja amiga.
Quería decirle que no, pero el pasado ejercía una presión demasiado intensa. Asintió, temiendo hablar. Condujeron en silencio hasta el Starbucks y pidieron sus complicados cafés a un camarero con pretensiones de artista, con más carácter que el tipo que trabaja en la tienda de discos local. Se pusieron los condimentos pertinentes en la pequeña barra, liándose un poco con los brazos al buscar la leche descremada y la sacarina. Se sentaron en unas sillas metálicas de respaldo demasiado bajo. De fondo sonaba música reggae, un CD titulado Jamaican Me Crazy.
Emily cruzó las piernas y dio un sorbo.
– ¿Has oído hablar alguna vez de la anemia de Fanconi?
Curiosa táctica para iniciar una conversación.
– No.
– Es un tipo de anemia hereditaria que provoca el colapso de la médula espinal. Te debilita los cromosomas.
Myron esperó.
– ¿Has oído hablar de los trasplantes de médula ósea?
Le parecía una extraña línea de interrogatorio, pero decidió seguir el juego.
– Un poco. Tengo un amigo que tuvo leucemia y necesitó un trasplante. En el templo organizaron una campaña para encontrar donantes. Fuimos todos a hacernos un análisis.
– Cuando dices «todos»…
– Mi madre, mi padre, toda mi familia. Creo que hasta vino Win.
Ella inclinó la cabeza:
– ¿Cómo está Win?
– Sigue igual.
– Lástima -dijo ella-. Cuando estábamos en Duke, acostumbraba a escucharnos mientras hacíamos el amor, ¿no?
– Sólo cuando bajábamos la cortina para que no pudiera mirar.
Ella se rió:
– Nunca le gusté.
– Eras su favorita.
– ¿De veras?
– Pero eso no es decir mucho -añadió Myron.
– Odia a las mujeres, ¿verdad?
Myron meditó su respuesta.
– Como objetos sexuales, le parecen bien. Pero si hablamos de relaciones…
– Siempre fue un tipo raro.
Debe ser la única persona que lo sabe.
Emily tomó un sorbo.
– Me estoy desviando del tema -dijo.
– Ya me lo había parecido.
– ¿Qué le ocurrió a tu amigo con leucemia?
– Murió.
Palideció.
– Lo siento. ¿Qué edad tenía?
– Treinta y cuatro.
Emily tomó otro sorbo, sujetando la taza entre las dos manos.
– Así que, ¿estás en el registro nacional de donantes de médula?
– Creo que sí. Doné sangre y me dieron una tarjeta de donante.
Ella cerró los ojos.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– La anemia de Fanconi es letal. Se puede tratar durante un tiempo con transfusiones de sangre y hormonas, pero la única cura es un trasplante de médula ósea.
– No te entiendo, Emily. ¿Tienes esa enfermedad?
– No, no afecta a los adultos. -Dejó la taza sobre la mesa y levantó los ojos. Él no era muy hábil leyendo miradas, pero la suya era más que obvia-. La padecen los niños.
Como si lo presintiera, la banda sonora del Starbucks cambió a algo instrumental y sombrío. Myron aguardó. Ella no tardó demasiado.
– Mi hijo está enfermo.
Myron recordaba haber visitado la casa de Franklin Lakes cuando Greg desapareció. El chico estaba jugando en el jardín trasero con su hermana. Debió de ser tal vez dos o tres años atrás. Tenía unos diez años y su hermana quizás ocho. Greg y Emily estaban en medio de una batalla sangrienta por la custodia, los niños en medio del fuego cruzado, el tipo de guerras de las que nadie sale sin una herida grave.
– Lo siento mucho -dijo.
– Necesitamos encontrar un donante de médula compatible.
– Creía que los hermanos eran compatibles casi de manera automática.
Los ojos de ella se pasearon rápidamente por el local.
– En un caso de cada cuatro -dijo, deteniéndose abruptamente.