Myron levantó la vista hacia Win. Éste asintió con un gesto muy lento. Myron miró a Eric Ford antes de volver la vista hacia Kimberly Green.
– ¿Crees que soy el secuestrador?
Ella se reclinó, encogiendo un poco los hombros, con aire saciado. Cambiando las tornas y todo eso que se dice:
– Dínoslo tú.
Win se dirigió hacia la puerta. Myron se levantó y le siguió.
– ¿Adónde demonios os creéis que vais? -preguntó Green.
Win cogió el pomo. Myron rodeó la mesa del despacho y dijo:
– Soy sospechoso, o sea que no pienso hablar si no es en presencia de mi abogado. Si me disculpan.
– ¡Ey, que sólo estamos hablando! -dijo Kimberly Green-. No he dicho nunca que pensara que eras el secuestrador.
– A mí me ha dado esa sensación -dijo Myron-. ¿Win?
– Roba corazones -le dijo Win a la mujer-, no personas.
– ¿Tiene algo que ocultar? -preguntó Green.
– Sólo su afición a la ciberpornografía -dijo Win, y luego exclamó-: ¡Uy!
Kimberly Green se levantó y le cortó el paso a Myron.
– Creemos que sabemos lo de la universitaria desaparecida -le dijo, mirándolo a los ojos fijamente-. ¿Quieres saber cómo lo descubrimos?
Myron se quedó inmóvil.
– A través de su padre. Recibió una llamada del secuestrador. No sé lo que se dijeron. Desde entonces no ha vuelto a articular palabra.
Se quedó catatónico. Fuera lo que fuera lo que ese psicópata le dijo al padre de la chica, lo dejó sumido en un túnel de oscuridad.
Myron sintió como si el despacho se encogiera, como si las paredes se acercaran.
– Todavía no hemos encontrado ningún cuerpo, pero estamos bastante seguros de que mata a sus rehenes -prosiguió-. Los secuestra, les hace Dios sabe qué, y hace interminable el sufrimiento de las familias. Y tú sabes que no va a detenerse.
Myron aguantó la mirada de la mujer.
– ¿Qué pretendes?
– Eso no tiene ninguna gracia.
– No -dijo-, no la tiene, de modo que deja de jugar a estupideces.
Ella no respondió.
– Quiero oírlo de tu boca -dijo Myron-. ¿Crees que estoy implicado en esto o no?
Eric Ford asumió esta respuesta:
– No.
Kimberly Green se volvió a sentar en su silla, sin dejar nunca de mirar a Myron. Eric Ford hizo un gesto amplio con la mano:
– Siéntese, por favor.
Myron y Win volvieron a sus posiciones iniciales.
Eric Ford se explicó:
– La novela existe. También existen los fragmentos que Stan Gibbs plagió. Alguien mandó el libro de forma anónima a nuestra oficina; más concretamente, se lo mandó a la agente especial Green, aquí presente. Admitimos que, al principio, el asunto nos pareció confuso. Por un lado, Gibbs sabe lo de los secuestros; por otro, no lo sabe todo y está claro que copió algunos fragmentos de una novela de misterio vieja y descatalogada.
– Hay una explicación -dijo Myron-. Es posible que el secuestrador hubiera leído el libro. Pudo haberse sentido identificado con el personaje, haberse convertido en una especie de emulador.
– Es una posibilidad que ya hemos tenido en cuenta -dijo Eric Ford-, pero no creemos que sea el caso.
– ¿Por qué no?
– Es complicado.
– ¿Tanto como la trigonometría?
– ¿Sigue usted pensando que estamos de broma?
– ¿Sigue usted creyendo que es astuto andarse con rodeos?
Ford cerró los ojos. Green tenía aspecto irritado. Peck seguía garabateando notas. Cuando Ford volvió a abrir los ojos, dijo:
– No creemos que Stan Gibbs se inventara los crímenes. Creemos que los perpetró.
Myron sintió como si le golpearan. Miró a Win. Nada.
– Tiene usted ciertos conocimientos sobre la mente criminal, ¿no es cierto? -preguntó Ford.
Tal vez Myron asintió con la cabeza.
– Bueno, estamos ante un viejo patrón con un giro nuevo. A los pirómanos les encanta presenciar cómo los bomberos apagan el incendio. Muchas veces, incluso son ellos los que avisan de que hay fuego. Adoptan el papel de buen samaritano. A los asesinos, a su vez, les encanta asistir a los funerales de sus víctimas. Nosotros grabamos en vídeo los funerales, estoy seguro de que lo sabe.
Myron volvió a asentir.
– A veces, los homicidas se convierten en parte de la trama. -Ahora Eric Ford gesticulaba mucho, subiendo y bajando las manos huesudas como si estuviera dando una rueda de prensa en una sala demasiado grande-. Se erigen en testigos. Se convierten en el testigo inocente que pasaba por allí y descubrió casualmente el cuerpo entre los matorrales. Conoce usted ese fenómeno de la polilla que merodea por las llamas, ¿no?
– Sí.
– De modo que, ¿qué podría resultar más tentador que ser el único columnista capaz de informar de la noticia? ¿Se imagina la excitación? ¿Lo alucinantemente cerca de la investigación que se llega a estar? La genialidad de esta mentira, para un psicópata, resulta casi excesivamente deliciosa. Y si estás cometiendo esos crímenes para llamar la atención, entonces, en este caso, obtienes una dosis doble: una, como secuestrador en serie; dos, como el brillante periodista que ha obtenido la filtración y la posibilidad de un premio Pulitzer. Y hasta te llevas el mérito adicional de ser un valiente defensor de la Primera Enmienda.
Myron estaba aguantando la respiración.
– Es una teoría realmente fuerte -dijo.
– ¿Quiere más?
– Sí.
– ¿Por qué se niega Gibbs a responder a todas nuestras preguntas?
– Lo ha dicho usted mismo: la Primera Enmienda.
– No es ni abogado ni psiquiatra.
– Pero es periodista -puntualizó Myron.
– ¿Qué tipo de monstruo seguiría protegiendo a su fuente, en una situación así?
– Conozco a unos cuantos.
– Hablamos con las familias de las víctimas y nos juraron que jamás habían hablado con él.
– Podrían estar mintiendo. Tal vez el secuestrador se lo exigió.
– De acuerdo. Pero, entonces, ¿por qué no ha hecho nada más Gibbs por defenderse de las acusaciones de plagio? Podía haber luchado contra ellas. Incluso podía haber dado algunos detalles que demostraran que decía la verdad. Pero no, en vez de eso, se quedó callado. ¿Por qué?
– ¿Cree que es porque él es el secuestrador? ¿Que la polilla ha merodeado demasiado cerca de las llamas y se está lamiendo las heridas a oscuras?
– ¿Tiene usted una explicación mejor?
Myron no dijo nada.
– Finalmente tenemos el asesinato de su amante, Melina Garston.
– ¿Qué hay de eso?
– Piénselo, Myron. Lo pusimos contra la pared. Tal vez se lo esperaba, o tal vez no. Sea como fuere, los tribunales no lo ven todo igual que él. Usted no sabe nada de las investigaciones judiciales, ¿no?
– De hecho, no.
– Es porque se instruyó el secreto de sumario. En parte, el juez exigió que Gibbs aportara alguna prueba de que había estado en contacto con el asesino. Finalmente, dijo que Melina Garson le haría de coartada.
– Y lo hizo, ¿no?
– Sí. Declaró haber conocido al sujeto de su historia.
– Sigo sin entenderlo. Si ella lo apoyó, ¿por qué iba a matarla?
– El día antes de morir, Melina Garston llamó a su padre y le confesó que había mentido.
Myron se apoyó en su butaca, tratando de asimilarlo todo.
Eric Ford dijo:
– Ha vuelto, Myron. Stan Gibbs ha vuelto finalmente a asomar la cabeza. Mientras estuvo desaparecido, el secuestrador de Sembrar las Semillas también estaba en fuga. Pero este tipo de psicópata no se detiene nunca por voluntad propia: volverá a actuar, y pronto. De modo que, antes de que eso ocurra, será mejor que nos cuente por qué fue a verlo a su piso.
Myron reflexionó unos instantes, pero no le llevó demasiado: