– Buscaba a alguien.
– ¿A quién?
– A un donante de médula ósea que ha desaparecido. Podría salvar la vida de un niño.
Ford lo miró directamente:
– Supongo que el niño en cuestión es Jeremy Downing.
¡Tanto esfuerzo por mostrarse impreciso!, pero eso no sorprendió a Myron. Probablemente lo supieran por el listado de llamadas, o tal vez lo hubieran seguido cuando fue a casa de Emily.
– Sí. Y antes de continuar, quiero que me den la palabra de queme mantendrán informado.
Kimberly Green puntualizó:
– Tú no formas parte de esta investigación.
– No tengo interés en tu secuestrador, sino en mi donante. Si me ayudáis a encontrarlo, os diré todo lo que sé.
– Estamos de acuerdo -dijo Ford, mientras le hacía un gesto a Kimberly con la mano para que guardara silencio-. Bueno, ¿y qué relación tiene Stan Gibbs con su donante?
Myron repasó el caso para ellos. Empezó por Davis Taylor y luego les habló de Dennis Lex y de la llamada misteriosa. Ellos lo escuchaban con expresión inmutable, Green y Peck garabateando en sus cuadernos, pero hubo un claro sobresalto cuando mencionó a la familia Lex.
Le hicieron unas cuantas preguntas sobre la marcha, como por qué se había involucrado de entrada en el caso. Les dijo que Emily era una vieja amiga; no tenía ningunas ganas de mencionar el tema de su paternidad. Myron percibía el nerviosismo creciente de Green. Él había cumplido su misión, y ahora ella estaba ansiosa por salir y ponerse a seguir rastros.
Al cabo de unos minutos, los federales cerraron sus carpetas y se levantaron.
– Estamos en ello -dijo Ford. Miró a Myron a los ojos-. Y encontraremos a su donante. Usted manténgase al margen.
Myron asintió con la cabeza y se preguntó si sería capaz de hacer lo que le pedían. Cuando se hubieron marchado, Win tomó asiento delante de la mesa de Myron.
– ¿Por qué tengo la sensación de que anoche ligué en un bar y ahora es la mañana siguiente y el tío me acaba de decir aquello de «ya te llamaré»? -preguntó Myron.
– Porque eso es precisamente lo que eres -dijo Win-. Putilla.
– ¿Crees que nos esconden algo?
– Sin duda alguna.
– ¿Algo fuerte?
– Enorme -dijo Win.
– Ya no hay mucho que podamos hacer.
– No -dijo Win-. Nada de nada.
24
La madre de Myron lo recibió en la puerta de entrada.
– Voy a recoger la comida preparada -le dijo.
– ¿Tú?
Ella puso los brazos en jarras y le lanzó su mejor mirada fulminante:
– ¿Tienes algún problema al respecto?
– No, sólo que… -Decidió dejarlo estar-. Nada.
La madre le besó la mejilla y buscó las llaves del coche en el bolso:
– Estaré de vuelta en media hora. Tu padre está atrás. -Lo miró con su expresión implorante-. Solo.
– De acuerdo -dijo él.
– No hay nadie más.
– Ya.
– No sé si me entiendes.
– Entendido.
– Estaréis a solas.
– Lo he pillado, mamá.
– Sería una buena oportunidad…
– ¡Mamá!
Ella levantó las manos:
– Está bien, está bien, ya me marcho.
Myron pasó por el lado de la casa, más allá de los cubos de basura y de reciclaje, y se encontró a su padre en la terraza de tarima de madera roja, con bancos de obra y mobiliario de resina, y una barbacoa Weber 500, todo ello incorporado en la gran ampliación de la cocina de 1994. Su padre estaba inclinado sobre una barandilla con un destornillador en la mano. Por un momento, Myron se sintió transportado a uno de aquellos «proyectos de fin de semana» con papá, algunos de los cuales duraban casi una hora entera. Salían con la caja de herramientas a cuestas y su padre se inclinaba como estaba ahora, mascullando obscenidades entre dientes. La única misión de Myron consistía en pasarle las herramientas, como la enfermera instrumentista de una sala de operaciones, un ejercicio totalmente aburrido que le obligaba a ir cambiando la posición de los pies, suspirar con fuerza y buscar ángulos nuevos en los que colocarse.
– Ey -exclamó Myron.
Su padre levantó la vista, sonrió, dejó la herramienta.
– Un tornillo flojo -dijo-. Pero no hablemos ahora de tu madre.
Myron se rió. Encontraron las sillas de resina junto a la mesa atravesada por una sombrilla azul. Delante de ellos estaba el Bolitar Stadium, una pequeña zona de césped verde amarillento que había sido sede de innumerables, a menudo solitarios, partidos de fútbol, béisbol, wiffleball [7] (tal vez el deporte más popular en el Bolitar Stadium), melés de rugby, bádminton, kickball, y ese pasatiempo de todo futuro sádico, el bombardeo. Myron se fijó en el antiguo huerto de su madre, aunque «huerto» parecía un poco excesivo para un terreno que tan sólo había sido capaz de producir tres tomates blanduzcos y un par de calabacines fláccidos al año, y que ahora tenía más hierbajos que un arrozal camboyano. A la derecha tenían los restos oxidados de su viejo palo de tetherball. El tetherball, ése sí que era un juego bien absurdo.
Myron se aclaró la garganta y puso las manos sobre la mesa.
– ¿Cómo te encuentras?
Papá asintió con la cabeza, con gesto convencido:
– Bien. ¿Y tú?
– Bien.
Entre ellos flotó un silencio hinchado y relajado. Los silencios con un padre pueden ser así. Vuelves atrás y eres joven y estás a salvo, a salvo de esa manera protegida que sólo un niño puede estar con su padre. Sigues viéndolo rondar por tu puerta a oscuras, el eterno centinela de tu adolescencia, mientras tú duermes el sueño de los ingenuos, los inocentes, los inmaduros. Cuando creces te das cuenta de que esa seguridad era tan sólo una ilusión, otra percepción infantil, como el tamaño de tu jardín.
O tal vez, si tienes suerte, no te das cuenta.
Hoy su padre le parecía más viejo, con la tez más arrugada, los bíceps antes tersos y ahora esponjosos bajo la camiseta empezando a deteriorarse. Myron se preguntó cómo empezar. Su padre cerró los ojos y contó hasta tres, los abrió y dijo:
– No lo hagas.
– ¿El qué?
– Tu madre es igual de sutil que un comunicado de prensa de la Casa Blanca -dijo su padre-. Quiero decir, ¿cuál fue la última vez que fue a recoger la cena en mi lugar?
– Ah, ¿lo había hecho alguna vez?
– Una -dijo el padre-. Un día que yo estaba a cuarenta de fiebre. Y hasta salió de casa quejándose.
– ¿Dónde ha ido?
– Me hace seguir una dieta especial, ya sabes, por lo de los dolores en el pecho. -«Dolores en el pecho» era un eufemismo de «infarto».
– Ya, eso ya me lo había imaginado.
– Incluso ha intentado cocinar un poco, ¿te lo ha dicho?
Myron asintió:
– Ayer me hizo una cosa al horno.
El padre se puso rígido:
– ¡Dios mío! -dijo-, ¿a su propio hijo?
– Me dio un poco de miedo.
– Es una mujer con muchos, muchos talentos, pero si lanzaran lo que ella cocina en un país africano con hambruna, nadie se lo comería.
– ¿Y dónde ha ido?
– Se ha aficionado a un lugar de comida sana de Oriente Medio. Lo abrieron hace poco en West Orange. Y no te lo pierdas: se llama Ayatolá Granola.
Myron lo miró con mucha seriedad.
– Lo juro por Dios, se llama así. Y la comida que venden está casi tan seca como ese pavo de Acción de Gracias que preparó tu madre cuando tenías ocho años, ¿te acuerdas?
– De noche todavía me provoca pesadillas -ironizó Myron.
Su padre desvió la vista un momento.
– Nos ha dejado solos para que pudiéramos hablar, ¿no?