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– Sí.

Hizo una mueca.

– Odio cuando hace estas cosas. Tiene buena intención, tu madre, los dos lo sabemos. Pero, no lo hagamos, ¿vale?

Myron se encogió de hombros:

– Si tú lo dices.

– Ella cree que no me gusta hacerme mayor. ¡Gran noticia! A nadie le gusta. Mi amigo Herschel Diamond… ¿Te acuerdas de Hershy?

– Claro.

– Un gran tipo, ¿eh? Cuando éramos jóvenes jugaba a fútbol semiprofesional. Bueno, pues Hershy me llama y me dice si, ahora que estoy jubilado, puedo ir a tai chi con él. Y yo pienso, ¿tai chi? ¿Qué demonios es eso? Si me quiero mover lentamente, ¿tengo que ir en coche hasta un gimnasio para hacerlo con un puñado de viejos? Quiero decir que, ¿de qué va todo eso? Le dije que no. Y entonces Hershy, ese gran deportista, Myron, que podía lanzar una bola a un kilómetro, ese fantástico portento, me dice que podemos pasear juntos. Hasta el centro comercial. Caminar a ritmo de marcha. Hasta el centro comercial, ¡por Dios! Si Hershy siempre lo ha odiado, y ahora quiere que salgamos a trotar como un par de burros enfundados en un chándal y con unas zapatillas de caminar caras. Y que hagamos pesas con esas pequeñas mancuernas. Zapatillas de caminar, dice… ¿Qué demonios quiere decir? Yo no he tenido nunca unas zapatillas con las que no pudiera caminar, ¿no tengo razón?

Esperó la respuesta. Myron dijo:

– Más razón que un santo.

El padre se levantó. Cogió un destornillador y fingió ponerse a trabajar.

– Total, que ahora, porque no quiero moverme como un viejo hecho polvo ni caminar por un maldito centro comercial con unas zapatillas caras, tu madre cree que tengo problemas de adaptación. ¿Entiendes lo que te digo?

– Sí.

El padre seguía agachado, manipulando un poco más la verja. A lo lejos, Myron oía unos niños que jugaban. Un timbre de bicicleta. Alguien que se reía. Un cortador de césped rugiendo. La voz de su padre, cuando finalmente volvió a hablar, sonó sorprendentemente suave:

– ¿Sabes lo que tu madre quiere realmente que hagamos? -dijo.

– ¿Qué?

– Quiere que tú y yo intercambiemos los papeles. -Su padre lo miró finalmente con sus ojos de pesados párpados-. Y yo no quiero que cambiemos los papeles, Myron. Yo soy el padre; me gusta ser el padre. Dejadme que lo siga siendo, ¿vale?

A Myron le costó un poco responder.

– Claro, papá.

Su padre volvió a agachar la cabeza, con los mechones grises tiesos por la humedad, la respiración pesada propia del trabajo con herramientas, y Myron sintió como si algo le abriera el pecho y le agarrara el corazón. Miraba a ese hombre al que había querido durante tanto tiempo, que había ido treinta años, sin protestar nunca, a aquel maldito y bochornoso almacén de Newark, y Myron se dio cuenta de que no lo conocía. No sabía cuáles habían sido los sueños de su padre, lo que quería ser de mayor cuando era niño, lo que pensaba de su propia vida.

El padre seguía trabajando con el destornillador; Myron lo observaba.

Prométeme que no te morirás, ¿vale? Sólo quiero que me prometas eso.

Estuvo a punto de decirlo en voz alta. El padre se levantó y observó su manualidad. Satisfecho, volvió a sentarse. Se pusieron a hablar de los Knicks, de la última película de Kevin Costner y del nuevo libro de Nelson DeMille. Guardaron la caja de herramientas. Tomaron un poco de té con hielo. Descansaron el uno junto al otro en dos hamacas iguales de resina. Myron repasaba con el dedo la humedad condensada de su vaso. Oía la respiración de su padre, vagamente ronca. Había empezado a anochecer y el cielo se había teñido de color violeta, los árboles de naranja vivo.

Myron cerró los ojos y dijo:

– Te voy a plantear una hipótesis.

– Vale.

– ¿Qué harías si te enteraras de que no eres mi auténtico padre?

Su padre miró al cielo.

– ¿Estás intentando decirme algo?

– Es sólo una hipótesis. Supón que ahora mismo te enteraras de que yo no soy tu hijo biológico. ¿Cómo reaccionarías?

– Depende.

– ¿De qué?

– De cómo reaccionaras tú.

– A mí me daría igual -dijo Myron.

Su padre sonrió.

– ¿Qué? -preguntó Myron.

– Para nosotros es fácil decir que nos daría igual, pero una noticia así cae como una bomba. Es imposible predecir qué hará cada persona cuando explota una bomba. Cuando estaba en Corea… -El padre se detuvo; Myron se incorporó-. Bueno, nunca sabías cómo las personas iban a reaccionar. -Su voz se apagó. Tosió un poco, tapándose con el puño, y prosiguió-. Había tipos a los que considerabas héroes que perdían los papeles totalmente, y viceversa. Por eso no puedes hacer ese tipo de preguntas hipotéticas.

Miró a su padre, que seguía mirando al césped, tomando otro trago largo de té.

– No hablas nunca de Corea -le dijo Myron.

– Sí lo hago -dijo su padre.

– Conmigo no.

– No, contigo no.

– ¿Por qué no?

– Porque por eso luché, para que no tuviéramos que hablar de eso.

No tenía lógica pero Myron lo entendió.

– ¿Hay algún motivo por el que me has planteado esa hipótesis?

– No.

El padre asintió con la cabeza. Sabía que era mentira, pero no iba a presionarlo. Se acomodaron y contemplaron el conocido entorno.

– El tai chi no está mal -dijo Myron-. Es un arte marcial, es como el taekwondo. Yo mismo he pensado en apuntarme a clases.

Su padre tomó otro sorbo; Myron lo miró de reojo. Había algo en el rostro de su padre que estaba empezando a temblar. ¿Se estaba haciendo el padre realmente más pequeño, más frágil, o era, como el jardín y la sensación de seguridad, de nuevo esa percepción cambiante del niño que se ha hecho adulto?

– ¿Papá?

– Entremos dentro -dijo el padre, mientras se ponía de pie-. Si nos quedamos mucho más rato, uno de los dos se pondrá lloroso y acabará diciéndole al otro «¿nos pasamos la pelota?».

Myron reprimió la sonrisa y lo siguió adentro. Su madre no tardó en llegar, acarreando dos bolsas de comida como si fueran dos losas.

– ¿Tenéis hambre? -exclamó.

– Estoy hambriento -dijo el padre-. Tengo tanta hambre que me podría comer a un vegetariano.

– Muy gracioso, Al.

– O incluso algo cocinado por ti…

– Ja, ja -dijo la madre.

– … aunque creo que preferiría al vegetariano.

– Basta ya, Al, que creo que me dará una hernia si sigues haciéndome reír así. -La madre dejó las bolsas sobre la encimera de la cocina-. ¿Lo ves, Myron? Está bien que tu madre sea tan superficial.

– ¿Superficial? -preguntó Myron.

– Sí, porque si juzgara a los hombres por su cerebro o por su sentido del humor -explicó su madre-, tú nunca habrías nacido.

– Exacto -dijo el padre, con una sonrisa franca-. Pero te basta con ver a tu hombre en bañador y, ¡zas!, caes como una mosca.

– Venga, por favor… -dijo la madre.

– Sí -insistió Myron-, por favor.

Los dos lo miraron. La madre se aclaró la garganta:

– Bueno, ¿habéis tenido una conversación agradable?

– Sí, hemos hablado -dijo el padre-. Ha sido algo muy reconfortante. Ahora veo muy claros los errores de mi vida.

– Lo digo en serio.

– Y yo también. Ahora veo las cosas muy distintas.

Ella lo abrazó por la cintura y le hizo unos arrumacos:

– ¿Así que llamarás a Hershy?

– Le llamaré -dijo él.

– Prométemelo.

– Sí, Ellen, te lo prometo.