– ¿Irás al gimnasio y harás jai alai con él?
– Tai chi -la corrigió.
– ¿Qué?
– Se llama tai chi, no jai alai.
– Ah, creí que era jai alai.
– Tai chi. Jai alai es el juego ese de las raquetas curvas que juegan en Florida.
– No, eso es el shuffleboard. La otra cosa con los palos. Y las apuestas.
– ¿Tai chi? -repitió la madre, como probando el sonido-. ¿Estás seguro?
– Creo que sí.
– ¿Pero no estás del todo seguro?
– No, no del todo -dijo el padre-. A lo mejor tienes razón, a lo mejor se llama jai alai.
El debate prosiguió un rato más. Myron no se molestó en corregirles. No te metas nunca en esa extraña danza llamada discusión matrimonial. Se tomaron la cena a base de comida sana. Era ciertamente horrible. Se rieron mucho. Sus padres debieron de decirse el uno al otro «no sabes de lo que hablas» unas cincuenta veces; tal vez fuera un eufemismo de «te quiero».
Al final Myron les dio las buenas noches. Su madre se despidió de él con un beso en la mejilla y desapareció; su padre lo acompañó hasta el coche. Era una noche silenciosa, excepto por una pelota de baloncesto solitaria que se oía por Darby Road o tal vez por Coddington Terrace. Un sonido agradable. Cuando abrazó a su padre al despedirse, Myron lo sintió más pequeño, menos sólido. Myron prolongó el abrazo un poco más de lo habitual. Por primera vez se sintió como el mayor, el más fuerte de los dos, y de pronto recordó lo que su padre le había dicho sobre cambiar los papeles. Así que lo siguió abrazando a oscuras. Pasó el tiempo. Papá le dio unos golpecitos en la espalda. Myron mantenía los ojos cerrados y lo abrazaba con fuerza. Papá le acarició el pelo y lo acalló cariñosamente. Sólo unos segundos. Sólo hasta que los papeles volvieron a cambiar, volviendo cada uno a su lugar.
25
El señor Granito esperaba a la puerta del Dakota.
Myron lo vio desde el coche. Cogió el móvil y llamó a Win:
– Tengo visita.
– Un caballero más bien corpulento, sí -dijo Win-. Al otro lado de la calle hay dos cohortes apostadas en un vehículo corporativo propiedad de la familia Lex.
– Dejaré el teléfono abierto.
– La última vez te lo confiscaron -le recordó Win.
– Sí.
– Es probable que hagan lo mismo.
– Improvisaremos.
– Sí, tu funeral -dijo Win, antes de colgar.
Myron aparcó en la plaza y se acercó al señor Granito.
– La señora Lex quisiera verle -le dijo Granito.
– ¿Sabe lo que quiere? -le preguntó Myron.
Granito ignoró la pregunta.
– A lo mejor me vio haciendo flexiones en la cinta que grabaron los de seguridad -dijo Myron-. Me querrá conocer mejor.
Granito no se rió:
– ¿No ha pensado nunca en dedicarse profesionalmente a eso del humor?
– He recibido alguna oferta.
– Estoy seguro. Entre en el coche.
– Está bien, pero tengo una hora límite. Y nunca beso en la boca en la primera cita. Lo digo por dejar las cosas claras.
Granito movió la cabeza:
– Tío, cómo me gustaría darte una paliza.
Se metieron en el coche. Delante había dos tipos con chaqueta azul. Hicieron todo el trayecto en silencio excepto por Granito y sus Crujidos Mágicos de Nudillos. El edificio Lex apareció a regañadientes en medio de la oscuridad. Myron volvió a pasar por las penalidades de seguridad. Como Win había predicho, le confiscaron el teléfono. Esta vez, Granito y los dos de la chaqueta azul giraron a la izquierda en vez de a la derecha. Lo escoltaron hasta un ascensor. Cuando se abrió otra vez, apareció lo que parecía ser una planta residencial.
El despacho de Susan Lex estaba decorado con una especie de estilo Renacimiento palaciego, pero el apartamento de ahí arriba -al menos, parecía un apartamento- daba un giro de ciento ochenta grados: moderno y minimalista eran los dos adjetivos que le pegaban. Paredes de color blanco escueto y totalmente desnudas y el suelo de madera gris paloma. Había estanterías blancas y negras de fibra de vidrio, casi todas vacías, algunas con figurillas poco definidas. También había un sofá rojo con forma de labios, y un mueble bar bien provisto y hecho de lucha por el que se veía a través, flanqueado por dos taburetes metálicos rotatorios de pie de color rojo, igual de tentadores que un termómetro rectal. En una chimenea danzaba perezosamente un fuego, compuesto por troncos falsos que proyectaban un brillo poco natural sobre la encimera negra. Todo aquel espacio despedía una sensación y un aura tan cálidos como una calentura.
Myron paseó, fingiendo interés. Se detuvo ante una estatua de cristal con el pie de mármol. Algo moderno, o cubista, o como quieras llamarlo. Movimiento Intestinal Simétrico, quizá. Myron puso la mano encima. Sólido. Miró por el cristal de una sola dirección. Era demasiado para poder ver nada, más allá de los setos que protegían la puerta principal. Hum.
Los de la chaqueta azul hacían de guardias del Palacio de Buckingham a ambos lados de la puerta. Granito siguió a Myron con las manos pegadas detrás de la espalda. Al otro lado del salón se abrió una puerta. Myron no se sorprendió al ver entrar a Susan Lex, que de nuevo mantenía la distancia de seguridad. Esta vez la acompañaba un hombre. Myron no se molestó en acercarse a ellos.
– ¿Y usted es…?
Susan Lex respondió a la pregunta:
– Es mi hermano, Bronwyn.
– No es el hermano que a mí me interesa -dijo Myron.
– Sí, ya lo sé. Siéntese, por favor.
El señor Granito le señaló el sofá-labios. Myron se sentó en el labio inferior, a la espera de ser devorado. Granito se sentó justo al lado. Qué coqueto.
– A Bronwyn y a mí nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas, señor Bolitar -dijo Susan Lex.
– ¿Podrían acercarse un poco más?
Ella sonrió:
– No lo creo.
– Me he duchado.
Ella ignoró el comentario.
– Entiendo que hace usted ocasionalmente trabajos de investigación -dijo.
Myron no respondió.
– ¿Es eso correcto?
– Depende de lo que quiera decir por «trabajos de investigación».
– Lo interpretaré como un sí -dijo Susan Lex.
Myron se encogió de hombros, como diciendo «es tu problema».
– ¿Por eso busca a mi hermano? -preguntó ella.
– Ya le expliqué por qué lo busco.
– ¿Ese cuento de que era donante de médula ósea?
– No es ningún cuento.
– Por favor, señor Bolitar -dijo Susan Lex, con ese aire de persona rica-, ambos sabemos que es mentira.
Myron hizo ademán de levantarse, pero Granito le puso una mano sobre la rodilla. Le dio la sensación de que, más que la mano, le ponía un bloque de cemento. Granito movió la cabeza y Myron permaneció donde estaba.
– No es mentira -dijo.
– Estamos perdiendo el tiempo -dijo Susan Lex. Luego miró al señor Granito-. Enséñale las fotos, Grover.
Myron se volvió a mirarlo:
– Grover es el nombre de mi personaje favorito de Barrio Sésamo. Quería que lo supiera.
– Le hemos estado siguiendo, Myron. -Granito le dio un puñado de fotos. Myron las miró. Eran fotos de 20X25 en las que él aparecía en casa de Stan Gibbs. En la primera salía llamando a la puerta. En la segunda, Stan asomaba la cabeza. La tercera los mostraba a los dos entrando en la vivienda.
– ¿Y bien?
Myron frunció el ceño.
– Qué más podría añadir.
– Sabemos que trabaja para Stan Gibbs -dijo Susan Lex.
– ¿Haciendo qué, exactamente? -preguntó Myron.
– Investigando. Como le he dicho antes. Así que, ahora que entendemos su motivo real, dígame cuánto nos costará que se vaya.