– No sé de lo que me está hablando.
– Para decirlo claramente, ¿cuánto costará que abandone y desista? -preguntó Susan Lex-. ¿O nos piensa obligar a destruirle también?
¿También?
Eso le provocó un clic en el cerebro.
Myron dirigió su atención al hermano silencioso:
– Déjeme hacerle una pregunta, Bronwyn -dijo-. Usted y Dennis iban juntos a preescolar. Ambos desaparecieron, pero al cabo de dos semanas, usted volvió solo al colegio. ¿Por qué? ¿Qué le pasó a su hermano?
Bronwyn abrió y cerró la boca, como un títere. Luego miró a su hermana en busca de ayuda.
– Es como si después de eso hubiera desaparecido de la faz de la tierra -prosiguió Myron-. Durante treinta años ha estado totalmente fuera de las antenas del radar. Pero ahora, bueno, es como si, por algún motivo, hubiera vuelto. Se ha cambiado el nombre, ha abierto una pequeña cuenta corriente, ha donado sangre en un centro de médula ósea. Así que, ¿qué me dice, Bron? ¿Tiene alguna pista?
Bronwyn dijo:
– ¡Sencillamente, eso no puede ser cierto!
Su hermana lo hizo callar con la mirada. Pero Myron sintió algo en el ambiente. Reflexionó la sensación y le vino a la cabeza otra idea: tal vez los propios hermanos Lex no conocían la respuesta. Tal vez ellos también buscaban a Dennis.
Fue precisamente mientras estaba perdido en ese pensamiento que recibió un fuerte puñetazo en el estómago del señor Granito. El puño le impactó tan adentro que pareció como si los nudillos hubieran llegado a la tela del sofá. Myron se dobló por la cintura. Cayó al suelo, se esforzó por recuperar la respiración, ahogándose por dentro. Agachó la cabeza hasta las rodillas, consumido por una idea: aire. Necesitaba aire.
La voz de Susan Lex le retumbó en los oídos:
– Stan Gibbs sabe la verdad. Su padre es un mentiroso repugnante. Sus acusaciones no tienen absolutamente ninguna credibilidad. Pero defenderé a mi familia, señor Bolitar. Dígale al señor Gibbs que todavía no ha empezado a sufrir. Lo que le ha ocurrido hasta ahora no es nada comparado con lo que le pienso hacer, y a usted también, si no se detiene. ¿Ha quedado claro?
Aire. Tragos de aire. Myron se las arregló para no vomitar. Se tomó su tiempo, levantó la vista, la miró a los ojos.
– No entiendo nada de nada -dijo.
Susan Lex se dirigió a Grover:
– Pues, entonces, házselo entender tú.
Con estas palabras abandonó la sala. Su hermano le dedicó un último vistazo y luego la siguió.
Poco a poco, Myron recobró el aliento.
– Buen gancho, Grover -dijo.
Grover se encogió de hombros:
– Contigo he sido delicado.
– La próxima vez, vigila cuando miro, tipo duro.
– El resultado será el mismo.
– Eso ya lo veremos. -Myron se incorporó-. Bueno, ¿de qué cojones me hablaba?
– Pensaba que la señora Lex se había explicado con claridad suficiente -dijo-. Pero como pareces tener muy poca cosa entre las dos orejas, reformularé su postura: no le gusta que nadie meta las narices en sus asuntos. Stan Gibbs, por ejemplo, las metió, y ya has visto lo que le ha pasado. Tú las has metido, y ahora vas a ver lo que te pasa.
Myron se puso de pie con dificultad. Los dos de la chaqueta azul permanecieron junto a la puerta. Granito volvía a hacer crujir los nudillos.
– Ahora presta atención, por favor -dijo-. Voy a romperte una pierna. Luego sacarás a rastras tu puto culo de aquí y le dirás a Gibbs que si vuelve a meter las narices, os exterminaré a los dos. ¿Alguna pregunta?
– Sólo una -dijo Myron-. ¿No crees que eso de romper una pierna está un poco visto?
Grover sonrió:
– Tal y como lo hago yo, no.
Myron miró a su alrededor.
– No tienes escapatoria, amigo.
– ¿Quién quiere escaparse? -contraatacó Myron.
Sin aviso previo, agarró la pesada estatua dedicada al movimiento intestinal. Los de azul empuñaron sus revólveres. Granito se agachó. Pero Myron no apuntaba contra ellos. Tiró de la estatua, estiró los brazos, giró sobre sí mismo como un lanzador de disco y apuntó, con la base de mármol por delante, a la luna de cristal de la ventana. La ventana estalló en mil pedazos.
Ahí empezó el tiroteo.
– ¡Al suelo! -gritó Myron.
Los de azul obedecieron. Myron se agachó. Las balas siguieron. Fuego de francotirador. Una bala impactó contra la luz cenital. Otra contra la lámpara.
Te hubiera encantado, Win.
– Si queréis seguir con vida -gritó Myron-, ¡no os mováis!
El fuego cesó. Uno de los de azul hizo ademán de levantarse. Saltó otra bala que estuvo a punto de arreglarle el peinado. Volvió a tumbarse inmediatamente, tan plano que parecía una alfombra de piel de oso.
– Ahora voy a levantarme -dijo Myron-. Y me marcharé. Os aconsejo que os quedéis bien agachaditos. Y, ¿Grover?
– ¿Qué?
– Avisa por radio a los de abajo que no intenten detenerme. No estoy del todo seguro, pero es bastante probable que, si me retraso más de la cuenta, mi amigo lance una granada desde fuera.
Granito hizo la llamada. Nadie movió un dedo. Myron se levantó y luego abandonó la sala casi silbando.
26
Era ya medianoche cuando Myron llamó a la puerta del apartamento de Stan Gibbs.
– Salgamos a dar un paseo -le propuso Myron.
Stan tiró el cigarrillo y lo aplastó con la punta del pie.
– Tal vez será mejor que vayamos en coche -respondió-. Los federales usan radios de largo alcance.
Subieron al Ford Taurus de Myron, también conocido como Ligón de Chatis. Stan Gibbs puso la radio y se puso a juguetear con las emisoras. Un anuncio de Heineken. ¿Acaso le importa a alguien que sea importada por Van Munchin and Company?
– ¿Llevas algún micro, Myron?
– No.
– Pero los federales hablaron contigo -dijo Stan-. Al salir de aquí.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me tienen vigilado -respondió, mientras se encogía de hombros-. Lo más lógico es suponer que te interrogaron.
– Háblame de su conexión con Dennis Lex -le pidió Myron.
– Ya te lo dije, no tengo ninguna.
– Esta noche me ha venido a buscar un tipo grandote llamado Grover. Él y Susan Lex me han advertido severamente que no siguiera jugando contigo. También estaba Bronwyn.
Stan Gibbs cerró los ojos y se los frotó.
– Sabían que me habías venido a ver.
– Digamos que tenían instantáneas de 20x25 de la velada.
– Y han deducido que trabajas para mí.
– Bingo.
Stan movió la cabeza.
– Aléjate de todo esto, Myron. No es gente con la que te gustaría verte involucrado.
– ¿Desearías que alguien te hubiera dado este consejo hace tiempo?
Su sonrisa no escondía nada. Rezumaba agotamiento de la misma manera que el asfalto desprende calor en un día de verano.
– Ni te lo imaginas -dijo.
– Cuéntamelo tú.
– No.
– Puedo ayudarte -dijo Myron.
– ¿Contra los Lex? Tienen demasiado poder.
– Y como tienen poder, quisiste escribir una historia sobre ellos, ¿no?
Silencio por respuesta.
– Y eso no les gustó. De hecho, se opusieron frontalmente.
Más silencio.
– Empezaste a escarbar por donde ellos no querían. Descubriste que había otro hermano llamado Dennis.
– Sí.
– Y eso los sacó de quicio.
Stan empezó a mordisquearse un pellejo del dedo.
– Vamos, Stan. No me hagas sacártelo a tirones.
– Ya lo tienes bastante claro.
– Pues, entonces, cuéntamelo.