– Sí.
– El menor, ¿es alguien cercano a ti?
Myron mantuvo las dos manos en el volante.
– Sí.
– ¿O sea que no hay manera de hacer que te alejes de esto?
– Ninguna.
Stan asintió con la cabeza, en buena parte para sí mismo.
– Haré lo que pueda, pero debes confiar en mí. -¿Qué quieres decir? -Dame unos días. -¿Para hacer qué?
– Durante un tiempo no sabrás nada de mí. No dejes que eso haga tambalear tu fe.
– ¿De qué me estás hablando?
– Haz lo que tengas que hacer -dijo-. Yo haré lo mismo.
Stan Gibbs salió del coche y desapareció en medio de la noche.
27
A la mañana siguiente, una llamada de Greg Downing despertó a Myron temprano.
– Nathan Mostoni se ha marchado de la ciudad -le dijo-. Así que he vuelto a Nueva York. Esta tarde me toca recoger a mi hijo.
Mira qué bien te portas, pensó Myron, pero optó por callar la boca.
– Voy al YMCA de la calle 92 a lanzar unas canastas -añadió Greg-. ¿Quieres venir?
– No -dijo Myron.
– Da igual, ven de todos modos. Quedamos a las diez.
– Llegaré tarde. -Myron colgó y salió de la cama. Miró su e-mail y encontró un documento en formato JPEG del contacto de Esperanza en AgeComp. Abrió el archivo y una imagen se abrió lentamente en la pantalla: la posible cara de Dennis Lex como un hombre en sus cabales de treinta y muchos años. Extraño. Myron observó la imagen. No le resultaba familiar en absoluto. Era un trabajo notable, ese tipo de imágenes con edad añadida, muy real. Excepto por los ojos: los ojos siempre parecían ojos de muerto.
Clicó en el icono de imprimir y oyó la Hewlett-Packard ponerse en marcha. Miró la hora que aparecía en el extremo inferior derecho de la pantalla. Todavía era temprano, pero no quería esperar más.
Llamó al padre de Melina Garston.
George Garston accedió a encontrarse con Myron en su ático de la Quinta Avenida con la calle 78, con vistas a Central Park. Una mujer de pelo oscuro le abrió la puerta. Se presentó como Sandra y lo guió en silencio pasillo abajo. Myron miró por una ventana, desde donde pudo ver la silueta gótica del Dakota al otro lado del parque. Recordó haber leído en alguna parte que Woody y Mia se saludaban haciendo ondear toallas desde sus respectivos apartamentos a ambos lados de Central Park. Eran tiempos mejores, sin duda.
– No entiendo lo que tiene usted que ver con mi hija -le dijo George Garston. Llevaba una camisa azul que contrastaba bellamente con una mata de pelo blanco que le salía del pecho hasta el cuello, asomando como la peluca de un muñeco trol. Su cabeza calva era una esfera casi perfecta embutida entre dos rocas con forma de hombros. Tenía la complexión orgullosa y fornida del inmigrante que ha triunfado, pero se le notaba que había sufrido un revés. Ahora presentaba un decaimiento, el encorvamiento de los que sufren eternamente. Myron lo había visto antes. El dolor como el de ese hombre te quiebra la espalda. Sigues viviendo, pero siempre encorvado. Sonríes, pero la alegría nunca te alcanza los ojos.
– Probablemente nada -dijo Myron-. Estoy buscando a alguien, y podría tener algo que ver con el asesinato de su hija. No lo sé.
El estudio era de madera de cerezo, demasiado oscuro, con las cortinas cerradas y una lámpara que despedía una luz amarillenta apagada. George Garston se volvió a un lado, de cara al denso papel con estampado de cachemira de la pared, mostrándole el perfil a Myron.
– Una vez trabajamos juntos -dijo-. Nosotros personalmente no, nuestras empresas. ¿Lo sabía?
– Sí -dijo Myron.
George Garston se había hecho rico con una cadena de restaurantes griegos, de esos que funcionan mejor como chiringuitos de comida en las zonas de restauración de los grandes centros comerciales. La cadena se llamaba Achilles Meals. De veras. Myron tenía a un jugador de hockey griego que había promocionado la cadena en la zona, en la parte norte del Midwest.
– De modo que un agente de deportes se interesa por el asesinato de mi hija -dijo Garston.
– Es una larga historia.
– La policía no dice nada, pero creen que fue su novio, ese periodista. ¿Está usted de acuerdo?
– No lo sé. ¿Qué piensa usted?
Hizo un ruido burleta. Myron ya casi no le veía la cara.
– ¿Qué pienso yo? -repitió-. Suena usted como uno de esos terapeutas postraumáticos.
– No era mi intención.
– Te echan toda esta mierda sensiblera y lo único que quieren es distraerte de la realidad. Dicen que quieres que te enfrentes a ella pero, en verdad, es todo lo contrario. Quieren que escarbes mucho en tu interior para que al final no seas capaz de ver lo horrible que es ahora tu vida. -Gruñió y corrigió la postura sobre la butaca-. No tengo una opinión sobre Stan Gibbs. No le he visto nunca.
– ¿Sabía que él y su hija salían juntos?
A oscuras, Myron vio la gran cabeza moviéndose hacia delante y hacia atrás.
– Me dijo que tenía un novio -dijo-. Pero no me dijo su nombre, ni que estuviera casado.
– ¿Lo habría aprobado?
– Por supuesto que no -dijo, tratando de sonar cortante, pero su actitud estaba más allá de la indignación banal-. ¿Lo aprobaría usted, si fuera su hija?
– Supongo que no. ¿De modo que no sabía nada de su relación con Stan Gibbs?
– No.
– Entiendo que habló usted con ella poco antes de su muerte.
– Cuatro días antes.
– ¿Puede contarme de qué hablaron?
– Melina había estado bebiendo -dijo, con ese sonido monótono puro que alcanzas cuando las palabras llevan demasiado tiempo retumbando por tu cabeza-. Bebiendo mucho. Mi hija bebía demasiado. Lo heredó de su padre, que a su vez lo había heredado del suyo. Es el legado de la familia Garston. -Soltó un sonido que sonó mucho más próximo a un sollozo que a nada parecido a una carcajada.
– ¿Le habló Melina de su testimonio?
– Sí.
– ¿Podría decirme lo que dijo exactamente?
– «He cometido un error, papá.» Eso es lo que me dijo. Me dijo que había mentido.
– ¿Qué le dijo usted?
– Ni siquiera sabía de lo que me estaba hablando. Es lo que le he dicho antes: yo no sabía nada de ese novio.
– ¿Le pidió que se lo explicara?
– Sí.
– ¿Y?
– No lo hizo. Me dijo que me olvidara del asunto. Dijo que ya lo arreglaría. Luego me dijo que me quería y colgó.
Silencio.
– Yo tenía dos hijos, señor Bolitar, ¿lo sabía?
Myron negó con la cabeza.
– Hace tres años, un accidente de avión se llevó a mi hijo Michael. Ahora, un animal ha torturado y matado a mi niña. Mi esposa, que también se llamaba Melina, murió hace quince años. No tengo a nadie más. Hace cuarenta y ocho años pensé que llegaba a este país sin nada. Y he ganado mucho dinero. Pero ahora, en realidad, no tengo nada. ¿Lo entiende?
– Sí -dijo Myron.
– ¿Eso es todo, entonces?
– Su hija tenía un piso en Broadway.
– Sí.
– ¿Siguen ahí, sus pertenencias?
– Sandra, mi nuera, ha estado recogiendo sus cosas. Pero todavía está todo allí. ¿Por qué?
– Me gustaría echarles un vistazo, si está de acuerdo, claro.
– La policía ya lo ha hecho.
– Lo sé.
– ¿Cree que puede encontrar algo que se les puede haber escapado?
– Estoy casi seguro de que no.
– ¿Y entonces?
– Estoy enfocando el caso desde un punto de vista distinto. Eso me da una perspectiva más fresca.
George Garston encendió la lámpara de sobremesa. El amarillo de la bombilla le tiñó la cara de una ictericia oscura. Myron pudo ver sus ojos demasiado secos, quebradizos como una fruta secada al sol.