– Si descubre quién mató a mi Melina, me lo dirá a mí primero.
– No -dijo Myron.
– ¿Sabe lo que le hizo?
– Sí. Y sé lo que usted quiere hacer. Pero eso no le hará sentirse mejor.
– Lo dice como si estuviera seguro.
Myron guardó silencio.
George Garston apagó la luz y se volvió de espaldas.
– Sandra le puede acompañar al piso.
– Se pasa el día sentado en ese estudio -le dijo Sandra Garston mientras llamaban el ascensor-. Ya no quiere salir nunca.
– Todavía es reciente -dijo Myron.
Ella negó con la cabeza. El pelo negro azulado le caía formando ondas amplias y sueltas, como el papel térmico del fax cuando sale de la máquina. Pero, a pesar del color del pelo, el aspecto global de la chica era casi islandés, con el rostro y la complexión de una campeona de patinaje sobre hielo. Tenía las facciones afiladas y acabadas casi abruptamente, la tez rojiza como de frío intenso.
– Cree que no tiene a nadie -dijo.
– Le tiene a usted.
– Yo sólo soy su nuera. Me ve y soy como una atadura con Michael. No tengo valor para decirle que finalmente he vuelto a salir con alguien.
Cuando llegaron a la calle, Myron le preguntó:
– ¿Tenían una relación estrecha, Melina y usted?
– Eso creo, sí.
– ¿Sabía lo de su relación con Stan Gibbs?
– Sí.
– Pero a su padre no se lo contó nunca.
– No lo pensaba hacer. Papá no encontraba adecuado a casi ningún hombre. Uno casado lo habría hecho enfurecer.
Cruzaron la calle y se adentraron en aquella maravilla urbana conocida como Central Park. El día era espectacular y el parque estaba abarrotado. Los caricaturistas asiáticos hacían negocio; había hombres corriendo con esos shorts que recuerdan sospechosamente a unos pañales; gente que tomaba el sol perezosamente sobre el césped, apilados los unos junto a los otros y, sin embargo, totalmente solos. Nueva York es así. E. B. White dijo una vez que Nueva York otorga el don de la soledad y el don de la privacidad. Era como si todo el mundo estuviera enchufado a su walkman interno, cada uno con una música distinta, moviéndose con indiferencia a su propio ritmo.
Un tipo enrollado con un pañuelo en el pelo lanzó un frisbee y gritó «¡atrápalo!», pero no llevaba ningún perro. Había mujeres fornidas que patinaban enfundadas en tops negros. Había muchos hombres de distintas complexiones que se habían quitado la camiseta. Ejemplos: un tipo grasiento que parecía el muñeco de los neumáticos Michelin pasó por su lado sacudiéndose. Detrás de él, un tipo bien formado se detuvo y flexionó un bíceps con arrogancia. Lo flexionó de verdad. En público. Myron frunció el ceño. No sabía qué era peor, si los tipos que no deberían quitarse la camiseta y lo hacen, o los que han de hacerlo y lo hacen.
Cuando llegaron a Central Park West, Myron preguntó:
– ¿Para usted era un problema que saliera con un hombre casado?
Sandra se encogió de hombros:
– Me preocupaba, por supuesto. Pero le dijo a Melina que pensaba dejar a su esposa.
– ¿No es lo que dicen todos?
– Melina le creía. Parecía feliz.
– ¿Conoció a Stan Gibbs?
– No. Se suponía que su relación era secreta.
– ¿Le comentó alguna vez que había mentido en el juicio?
– No -dijo-, nunca.
Sandra usó la llave y abrió la puerta. Myron entró. Colores. Muchos colores. Colores felices. El apartamento parecía un cruce entre el Magical Mystery Tour y los Teletubbies, tonos brillantes por todas partes, en especial verdes, con salpicaduras psicodélicas difusas. Las paredes estaban cubiertas de acuarelas vividas de tierras lejanas y viajes por el océano. También algunos motivos surrealistas. El efecto era como de un vídeo de Enya.
– He empezado a meter las cosas en cajas -dijo Sandra-, pero empaquetar toda una vida es difícil.
Myron asintió con la cabeza. Se puso a andar por la pequeña vivienda con la esperanza de experimentar una revelación psíquica o algo así. No le vino ninguna. Paseó la mirada por las obras de arte.
– Tenía que hacer su primera exposición en el Village dentro de un mes -dijo Sandra.
Myron estudió una pintura con cúpulas blancas y agua azul cristalina. Reconoció el paisaje de Mykonos. Estaba espléndidamente pintado. Myron casi podía oler la sal del Mediterráneo, saborear el pescado a la brasa junto a la playa, sentir la arena nocturna pegada a la piel de los amantes. Ninguna pista salía de allí, pero miró la escena un par de minutos más antes de volverse.
Se puso a inspeccionar las cajas. Encontró un álbum de recuerdos escolar del curso 1986 y lo hojeó hasta encontrar la foto de Melina. Le gustaría pintar, decía. Volvió a mirar las paredes. Era tan luminosa y optimista, su obra. La muerte, como Myron sabía, tiene siempre algo de irónico, pero la muerte de una persona joven es la más irónica de todas.
Volvió a centrar su atención en su foto. Melina miraba a un lado con la típica sonrisa insegura y dubitativa del bachiller. Myron la conocía bien, ¿no hemos pasado todos por ahí? Cerró el álbum y se dirigió a los armarios. La ropa estaba perfectamente ordenada, con muchos jerseys doblados en el estante de arriba y los zapatos alineados como pequeños soldados. Volvió a las cajas y encontró sus fotos en una de zapatos. Una caja de zapatos, entre todas las cosas. Myron movió la cabeza y empezó a mirarlas. Sandra se sentó en el suelo junto a él.
– Ésta es su madre -dijo.
Myron observó la foto de dos mujeres, claramente madre e hija, abrazadas. Esta vez no había rastro de inseguridad en la sonrisa. Esa sonrisa, la sonrisa en brazos de la madre, se elevaba como el canto de un ángel. Myron contempló la sonrisa angelical e imaginó la boca celestial gritando en una agonía desesperada. Pensó en George Garston, solo, en aquel estudio con luz de ictericia. Y le comprendió.
Miró la hora. Era el momento de acelerar el ritmo. Repasó las fotos de su padre, su hermano, Sandra, salidas en familia, lo normal. Ninguna foto de Stan Gibbs. Nada útil.
En otra caja encontró perfume y cosméticos. En otra, un diario, pero Melina no había escrito nada en él en los últimos dos años. Lo hojeó, pero sintió que era una violación demasiado innecesaria. Encontró una carta de amor de un antiguo novio. Y unos cuantos recibos.
Encontró copias de las columnas de Stan.
Hum.
En su libreta de direcciones. Todas las columnas. En ellas no había nada escrito, tan sólo los recortes, recogidos con un clip. ¿Pero qué significaba aquello? Los volvió a mirar. Tan sólo recortes. Los dejó a un lado y hojeó un poco más. Cerca del final cayó algo. Myron recogió un trozo de papel de color crema, o envejecido, roto por el lado izquierdo, más bien una tarjeta doblada por la mitad. En el exterior no había absolutamente nada. La abrió. En la mitad superior habían escrito a mano «Con amor, papá». Myron volvió a pensar en George Garston sentado a solas en aquella estancia y sintió un intenso calor que le quemaba la piel.
Ahora se sentó en el sofá e intentó evocar algo. Puede que suene extraño -sentarse en esa habitación demasiado vacía, todavía con el olor dulce de una mujer muerta impregnado, sintiéndose no muy distinto de aquella viejecita de las películas de Poltergeist-, pero nunca se sabe. No era que las víctimas hablaran con él ni nada parecido, pero, a veces, podía imaginarse lo que habían estado pensando y sintiendo y le saltaba una chispa que iniciaba el fuego. De modo que lo volvió a intentar.
Nada.
Paseó los ojos por las telas y volvió a sentir que la piel le quemaba. Observó los colores brillantes, se dejó asaltar por ellos. El brillo debió de protegerla. Bobadas, pero hay algo de eso. Ella había tenido una vida. Melina trabajaba y pintaba y le gustaban los colores luminosos y tenía demasiados jerseys y guardaba sus recuerdos favoritos en una caja de zapatos y alguien había destrozado aquella vida porque nada de aquello significaba nada para él. Nada de aquello era importante. Myron se enfureció.