– Es una forma de hablar. Yo paseo y tú ruedas.
– Eso es lo que hago. Una invitación demasiado tentadora como para perdérsela, pero de alguna manera voy a superar mi desilusión.
– Sólo hasta el próximo sábado -replicó con una sonrisa.
– Asegúrate de cerrar la puerta cuando salgas.
Una hora después, apareció Fran con un técnico que iba a conectar el portero automático a una videocámara.
– Guy piensa que te sentirás más segura si puedes ver quién llama a la puerta -explicó Fran. Matty se las arregló para no echarse a reír.
– ¿Eso dijo Guy? ¿Cuándo?
– Llamó desde su oficina. Al parecer estaba hablando con alguien acerca, de una amiga que había abierto la puerta a un falso mensajero.
– Terrible. ¿Y qué quería el falso mensajero?
– No lo sé. Guy no me lo dijo -informó Fran con absoluta naturalidad e inocencia.
Estaba claro que pensaba que había sido idea de su adorable marido.
Sí, Sebastian era muy listo. Aunque no demasiado, porque la próxima vez no se dejaría engañar por ningún falso mensajero.
– Dile a Guy que se lo agradezco, pero que insisto en pagar la cuenta de la instalación.
– ¿Por qué no vienes a cenar esta noche y se lo dices personalmente?
– ¿Cenar? -preguntó antes de echarse a reír abiertamente.
– ¿Qué te parece tan gracioso?
– Dime, Fran, ¿tengo aspecto de estar desnutrida? -le preguntó Matty.
– No, ¿por qué lo preguntas?
Matty negó con la cabeza.
– Por nada. Lo que pasa es que últimamente todo el mundo quiere alimentarme.
– Qué suerte la tuya. ¿Alguien en particular?
– No, sólo relaciones profesionales.
– Es una pena, aunque yo aceptaría las invitaciones. Mientras tanto ven a cenar con nosotros esta noche. No he pensado en nada especial, pero podemos disfrutar de la terraza con un plato de pasta y una botella de vino para alegrar el ánimo. Apenas te he visto después de la recepción.
– Ambas hemos estado muy ocupadas.
La vida en la planta superior había cambiado totalmente desde que Guy estaba en casa y desde la llegada de la pequeña Stephanie.
Demasiados recordatorios de lo que ella nunca podría tener.
Pero debía superarlo y empezar a contar sus bendiciones. Tenía amigos, una familia que la quería y se ocupaba de ella y el talento que Dios le había dado para ganarse la vida por sí misma.
¿Y Sebastian? ¿Qué había de él?
– Ven sobre las siete y me hablarás de todos los que quieren alimentarte.
Cuando Fran se hubo marchado, Matty se preguntó si Sebastian también iría. «No seas paranoica» se riñó.
Aunque eso no le impidió maquillarse con más cuidado de lo habitual. Luego se quedó mirando su pelo. Lo había dejado crecer para verse más femenina en la boda de Fran. Una estilista la había peinado cuidadosamente, pero eso había durado un día.
Matty intentó poner en su sitio un rizo que parecía tener vida propia. Era indomable y constantemente lo enrollaba en el dedo para apartarlo de la cara cuando estaba pensando, o como una distracción cuando intentaba no pensar.
Desesperada, Matty recurrió al gel fijador para domarlo, pero al cabo de cinco minutos estaba otra vez donde siempre, pero más tieso. La verdad era que el espejo le devolvía la imagen de una gallina asustada.
– Ponte a cloquear -dijo riéndose de sí misma.
¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Maquillándose con la improbable esperanza de que Sebastian fuera a cenar a casa de Fran?
¿Por un momento se había parado a pensar que por más carmín que se pusiera en los labios, por más que el pelo estuviera arreglado él se olvidaría de que no podía andar?
Entonces tomó las tijeras que estaban en la cómoda y, todavía riendo aunque con los ojos empañados, cortó el rizo rebelde.
A continuación, con las lágrimas corriendo por las mejillas, impulsivamente arremetió contra sus cabellos.
– ¡Cloquea, cloquea! -se ordenaba a sí misma mientras los rizos caían uno tras otro hasta dejar el suelo sembrado de cabellos oscuros.
Hacía tiempo que la risa se había agotado cuando oyó el sonido del timbre de la puerta de calle.
El sonido la devolvió a la realidad y se vio con las tijeras en la mano. Entonces miró su rostro en el espejo. Estaba muy pálida, con los labios rojos y el pelo…
Matty cerró los ojos un instante para borrar su propia imagen y para retener las lágrimas. Era inútil llorar, ya estaba hecho.
Tras dejar caer las tijeras, se acercó al portero con la videocámara recién instalada. Y allí estaba Sebastian, mirando a la cámara como si supiera que ella estaba allí, observándolo.
– Vete -imploró mientras se secaba las mejillas con la palma de la mano-. Por favor, vete -insistió al tiempo que apagaba el vídeo, incapaz de soportar el dolor de verlo allí.
Tras una larga pausa, oyó que insertaban algo en el buzón.
¿Así que se rendía tan fácilmente?
Era irracional sentirse enfadada. Si no había abierto la puerta era porque sencillamente no había querido abrirla.
Sebastian no se había rendido, sólo había aceptado su decisión.
No, él no la quería, no la deseaba. No debía hacerlo. Había otros hombres buenos, más sencillos, más corrientes que podrían vivir con las limitaciones de su incapacidad, pero al igual que Sebastian, ella necesitaba algo más. Por eso Matty sabía que él necesitaba alguien afín a él, tanto física como mentalmente.
Sebastian confundía la compasión con algo más profundo, y ella no quería ser responsable de sus sentimientos cuando se diera cuenta de ello. No quería ser testigo de su intento por librarse de la relación sin herirla a ella, ni odiarse a sí mismo.
No, no necesitaba para nada volver a verlo.
Ya había hecho todo lo posible por Coronet. De ahí en adelante, se limitaría a llamadas casuales y dejaría puesto el contestador automático para no tener que verse sorprendida por su voz. Además, estaría demasiado ocupada con otra «asesoría». Y si la necesitaba para trabajar en las ilustraciones, tendría que limitarse al correo electrónico.
Matty recogió el sobre que él había echado al buzón.
Era grande y de color marrón. Al abrirlo vio que contenía tarjetas de felicitación. Entonces las desplegó sobre su falda. Era sus tarjetas, su trabajo acabado. «J de Josh» «B de Beatrice», «D de Danny», «S de Sebastian».
Josh era el cuñado de Sebastian. ¿Pero quién era Beatrice? ¿Y Danny?
Había una breve nota en la tarjeta con la letra S.
Matty, me habría encantado «construir ante vuestra puerta un cabaña de sauce», pero tengo planes para esta noche que no puedo cancelar. Mientras tanto, aquí está lo que hemos logrado hasta el momento.
Sebastian.
¿Planes? ¿Para qué? Si hubiera ido a cenar con Fran y Guy, le habría bastado cruzar el jardín y entregarle las tarjetas personalmente. No era un hombre que comprendiera el significado de la palabra «No».
«Bueno, lo que él haga no es cosa tuya», se dijo intentando no sentir celos, ni pensar que ya había encontrado a otra chica a quien pudiera mirar a los ojos sin tener que arrodillarse.
Luego volvió a leer la nota. ¿Una cabaña de sauce?
Vagamente la reconoció como una cita de algo que había estudiado en el colegio. Fran tendría que saber de qué se trataba, siempre se le habían dado bien esas cosas.
Al mirarse en el espejo del vestíbulo, dejó escapar un grito ahogado. Con ese aspecto de ninguna manera podía subir a cenar con ellos.
Tendría que llamar a Fran y decirle que había recibido un encargo muy urgente. Si alegaba cansancio no pasaría ni un minuto y ya la tendría a su lado, y no quería que nadie la viera con ese pelo, especialmente Fran. Le bastaría una mirada para darse cuenta de todo.
– ¿Una cabaña de sauce? -repitió Fran, minutos más tarde-. Es de Shakespeare. Noche de Epifanía, ¿no te acuerdas? Verás, Olivia pregunta a Viola qué haría si amara a alguien que no le correspondiera y… Espera, no cuelgues… -se produjo un sonido como si una mano hubiese tapado el auricular-. Lo buscaré y podrás verlo cuando subas.