– No, por eso te llamaba. Acabo de recibir un fax relacionado con las ilustraciones que he estado haciendo esta semana. Quieren que las modifique un poco y debo entregarlas a primera hora de la mañana.
– De acuerdo, si tienes que trabajar lo dejaremos para otra ocasión.
– Desde luego. ¿Y qué hay de la cita de Shakespeare? -insistió Matty.
– Me parece que dice así: «Me haría una cabaña de sauce ante vuestra puerta…»
– «Me haría una cabaña de sauce ante vuestra puerta e invocaría a mi alma dentro de vuestra casa. Escribiría sentidos versos de despreciado amor y los cantaría a toda voz…»
Matty dejó caer el auricular y se giró. Ahí estaba Sebastian, apoyado en el marco de la puerta, con un esmoquin que le sentaba maravillosamente recitando los versos de Shakespeare.
– ¡Para ya! -gritó, desesperada.
– «En la profundidad de la noche…»
– ¡No! No sigas. Por favor, Sebastian, no me hagas esto. No puedo soportarlo -imploró traicionando todos los sentimientos que había ocultado con tanto dolor.
Sebastián cruzó la habitación y tomó el auricular.
– Está bien, Fran. Gracias -dijo antes de cortar la comunicación.
– ¡No está bien!
– ¿Quieres decirme qué ha sucedido? -preguntó Sebastian suavemente sin hacer caso de sus palabras al tiempo que deslizaba la mano por sus cabellos hasta dejarla reposar en la nuca-. ¿Un mal día para tu pelo?
– El rizo no quería acomodarse.
– ¿Y decidiste matarlo?
– Eso es -afirmó. Si lograba hacerlo reír, él olvidaría su grito desesperado-. Ahora ya sabes la verdad. Soy una asesina de rizos.
Él se limitó a sonreír con una ternura conmovedora y, aunque su mano abandonó la nuca, sólo fue para tomarle ambas manos mientras se arrodillaba ante ella.
– No me refiero a lo de hoy, Matty. Lo has hecho antes, ¿verdad?
¿Qué diablos le había contado Fran? ¿Cómo se había atrevido?
– ¿Qué…?
– Arriba -Sebastian la interrumpió-, en el despacho de Fran, hay una fotografía de vosotras. Me imagino que fue hecha cuando erais estudiantes.
Matty recordaba la fotografía. Estaba en un tablero donde Fran había pegado varias fotos. La mayoría eran nuevas, pero había una que les habían hecho tras la graduación, cuando fueron de gira por Europa con las mochilas a la espalda, en esos últimos meses antes de empezar a tomarse la vida en serio. Dos jovencitas sonrientes con toda la vida por delante.
– ¿Qué hacías en el despacho de Fran?
– La llave del apartamento de Guy estaba en la caja fuerte. Nos sentamos a conversar un rato y, mientras nos tomábamos una copa, intentamos sacar conclusiones de lo que había sido nuestra vida en los últimos diez años. Entonces llevabas el cabello largo, casi hasta la cintura.
– ¿Y desde cuándo es un crimen cortarse el pelo? -preguntó, y de inmediato se dio cuenta de que había reaccionado exageradamente-. No es nada importante, Sebastian. Simplemente no podía arreglarme una melena tan larga tras el accidente. Eso es todo.
– ¿Así que te la cortaste sola ante un espejo? ¿Adivinaba lo ocurrido? ¿O tal vez Fran le hubiera contado a Guy los detalles de esa triste historia?
– Bueno…
– ¿Eso fue lo que sucedió?
Tenía un nudo en la garganta y, a pesar de que deseaba decirle que la dejara sola, que dejara de perturbarla, que dejara de obligarla a pensar en lo que había sucedido, su lengua se negó a responderle.
– Confía en mí, Matty.
¿Confiar en él? ¿Para qué? ¿Para que escuchara con atención lo que había hecho y quedarse mirándola como si de verdad le importara?
Y de pronto sintió que sí, que eso era lo que tenía que hacer. Contárselo todo.
– Estaba embarazada -murmuró, con voz apagada. Las palabras lograron atravesar la barrera del nudo en la garganta y de la lengua inerte-. Cuando me estrellé contra el muro estaba embarazada. No sólo perdí las piernas. También maté a mi bebé.
Capítulo 8
SEBASTIAN le soltó las manos, se puso de pie y se alejó. Ella cerró los ojos para no ver cómo se marchaba. Era lo que había deseado, aunque se sentía como si fuera a la deriva en las frías aguas de un mar oscuro.
– Matty, toma.
Sorprendida, alzó la vista.
– Pensé que te habías marchado.
Sebastian le tomó la mano y se la puso alrededor del vaso que le tendía.
– Bebe esto.
– Yo no…
– Ahora sí que beberás -dijo con suave firmeza-. Te lo prescribo como una medicina.
– No eres médico.
– No, pero de todos modos te pido que confíes en mí -declaró-. Con calma. Sorbo a sorbo -le advirtió al ver que apuraba la copa. Entonces, sacó el móvil de un bolsillo-. ¿James? Soy Sebastian Wolseley. ¿Podrías hacerme el favor de decirle al presidente que no podré ir a la cena esta noche…?
– No hagas eso -pidió Matty, con la voz ahogada.
– Sí -continuó él, sin hacerle caso-. Una emergencia familiar.
– ¿Qué has hecho? -preguntó cuando él hubo cortado la comunicación.
– Me he escapado de una tediosa cena con un grupo de tediosos hombres de negocios.
– ¿No ibas a cenar con Fran y Guy?
– Voy demasiado bien vestido para eso, ¿no te parece? ¿Te sientes mejor ahora?
– No deberías estar aquí.
– ¿Crees que me voy a marchar sólo con la mitad de la historia? -preguntó al tiempo que se inclinaba y le ponía las manos en la cintura.
– ¿Qué haces?
– Te voy a llevar al sofá y te mantendré abrazada hasta que termines lo que empezaste.
– No soy una inútil, puedes guardarte tu abrazo -replicó, alejándolo de ella.
Luego, con mucho esfuerzo, se acomodó en el sofá.
– ¿Has comido? -preguntó Sebastian al tiempo que colocaba la silla de ruedas muy cerca de ella.
– ¿Qué? No. No me mimes, Sebastian. No me lo merezco.
Él ignoró sus palabras y se quitó la chaqueta. Entonces, sin previo aviso, se sentó junto a ella y la acomodó contra su cuerpo con el brazo en torno a su cintura.
– Siento mucho que hayas perdido a tu bebé, Matty.
– No lo perdí, Sebastian, lo maté.
– Tuviste un accidente. Tu coche patinó en el hielo.
– Fue por mi culpa. No presté atención a la carretera…
– Has pagado un precio muy alto, Matty. Creo que no mereces seguir culpándote.
– ¿De veras? -preguntó, mordaz. Sebastian la miró con tanta compasión que estuvo a punto de echarse a llorar-. Creo saber mejor que tú lo que merezco. Y ahora es cuando me preguntas por el padre, ¿no?
– ¿Dónde diablos se encuentra?
– Felizmente casado con una mujer muy agradable. Esperan el nacimiento de su bebé de un momento a otro.
– ¿Y pensó que querrías enterarte de la noticia?
– Su madre me escribió en Navidad. No quiso que lo supiera por otras personas.
La verdad era que deseaba darle las gracias a Matty, pero ella no se lo dijo a Sebastian.
– Dime, ¿fue muy difícil convencerlo de que se alejara de ti?
Matty empezó a temblar, a pesar de la tibieza del cuerpo de Sebastian junto al suyo. Pero no temblaba de frío. Temblaba de miedo.
Le asustaba la capacidad de comprensión que tenía ese hombre.
– No tan difícil como deshacerse de ti. Escúchame, Sebastian. El accidente fue por mi culpa. Una negligencia criminal.
– ¿Exceso de velocidad? ¿Exceso de alcohol?
– Ninguna de las dos cosas. Eran las ocho de la mañana. Iba camino al trabajo con el móvil en la mano. Intentaba llamar a Michael para contarle las novedades, no podía esperar un minuto más para decirle que iba a ser padre -explicó. Él no dijo nada, pero apoyó los labios en la sien de Matty. Un beso de consuelo-. No se me había ocurrido que podía estar embarazada. No tenía náuseas ni ningún síntoma especial, y la falta del período la achaqué a mi disgusto por la partida de Michael. Su empresa lo había enviado a Chile para trabajar en el proyecto de un puente -dijo antes de hacer una pausa.