– ¿Y entonces?
– Antes de su partida, pasamos unas breves vacaciones en una casa rústica junto al mar. Fue a fines de otoño. Hacía demasiado frío para nadar, pero los días eran luminosos y las laderas de las colinas lucían un tono púrpura, cubiertas de brezo -continuó; perdida en los recuerdos.
Luego las palabras salieron con más fluidez. Le contó que habían paseado, hecho planes para el futuro y que ahí concibieron al bebé. Le contó cómo se habían conocido en una fiesta y que a ella le había parecido que de pronto todas las piezas de su mundo encajaban.
– Así es como uno se siente cuando encuentra a la persona adecuada. Es como si pasaras toda tu vida intentando meter algo donde no cabe, y de repente lo consigues -observó Sebastian con gravedad.
Ella se volvió a mirarlo. Él lo comprendía, desde luego que sí. Ningún hombre llegaba a la mitad de los treinta sin haber entregado el corazón al menos una vez.
– Eso es. Y cuando amas a una persona no te aferras a ella como si te estuvieras ahogando, no la hundes contigo en el agua simplemente porque estás muerto de miedo. El caso es que en ese tiempo me sentía cansada y ese día decidí pasar por una farmacia a comprar unas vitaminas antes de dirigirme al trabajo. Y de pronto me encontré mirando fijamente una caja que contenía un test de embarazo. Fue como si hubiese despertado repentinamente de un sueño. La compré, me encerré en un lavabo y descubrí que ahí estaba nuestro bebé.
El brazo de Sebastian la apretó imperceptiblemente, como si supiera lo mucho que dolían aquellos recuerdos.
– ¿Y qué hiciste?
– Estaba tan emocionada que lo único que quería era compartir con Michael lo que estaba sintiendo. Entonces lo llamé desde el aparcamiento.
– Seguramente en Chile era de madrugada.
– Pensé que podría despertarlo. Pero el teléfono estaba desconectado y no era un tipo de mensaje de los que se pueden dejar en un contestador. Era un día tan hermoso, Sebastian… Muy frío, pero cristalino. El color del cielo era de un tono entre azul y rosa, ¿sabes? Ese matiz de luz que se aprecia antes de que el sol se eleve sobre el horizonte. Vi como mi aliento se condensaba en el aire frío, por todas partes aparecían manchitas de hielo y sentí que era un momento mágico. Estaba tan feliz que decidí llamarlo de nuevo y dejarle un mensaje para que la primera voz que escuchara en la mañana fuera la mía… -murmuró mientras sus lágrimas empapaban la camisa de Sebastian-. La carretera estaba despejada y el móvil en el asiento de al lado, sólo desvié la mirada un segundo…
Entonces, el ruido sordo de las ruedas sobre el pavimento se transformó en un siseo y Matty de pronto no pudo controlar la dirección del vehículo, que fue a estrellarse contra un muro de ladrillos.
– ¿Y luego?
– Cuando recuperé la conciencia en el hospital, mi bebé había desaparecido y Michael estaba sentado junto a la cama. Y lloraba. De alguna manera supe que sus lágrimas no eran sólo por mí o por el bebé perdido, sino también por sí mismo.
– Se me parte el corazón -observó Sebastian, con rabia contenida.
– Yo lo comprendí. Realmente me apoyó muchísimo, incluso quiso dejar su puesto en Chile y venirse a Inglaterra para ayudarme en la rehabilitación.
– ¿Pero…?
– El tenía un trabajo fabuloso. ¿Y qué más podía hacer por mí sino sentarse a mi lado con los brazos cruzados?
– Así que lo enviaste de vuelta a su trabajo -adivinó Sebastian.
– Te he dicho que no podía hacer nada por mí. Si el bebé hubiera sobrevivido, tal vez las cosas habrían sido diferentes. Tras un par de meses, le escribí para decirle que había conocido a un terapeuta en el centro de rehabilitación.
– ¿Y te creyó? ¿Se limitó a aceptarlo? ¿Es que no te conocía en absoluto?
– Debió de haberlo dudado, porque le pidió a su madre que viniera a verme. A ella le bastó una mirada para saber que mentía. Entonces me abrazó llorando y me dio las gracias.
– Oh, Dios…
– ¿Es que no lo ves? Más tarde, Michael se enamoró de una chica que, afortunadamente, amaba todas las cosas que a él le hacían disfrutar. Escalar, salir a navegar, dar largas caminatas… Él no cambió. Yo sí. Era un buen hombre, pero no quise que se sacrificara por mí, Sebastian.
– ¿Piensas que su vida a tu lado de algún modo se habría desvalorizado?
– Tiene una esposa, un bebé en camino. Una vida entera por delante…
– ¿Hay alguna razón que te impida tener hijos? Sé de atletas olímpicos en silla de ruedas que ganan medallas de oro y además tienen hijos.
– Ésa no es la cuestión, Sebastian. Yo tuve mi oportunidad y la perdí en un momento de descuido.
– Si tuviéramos sólo una oportunidad en la vida, la raza humana no habría podido progresar.
Aunque la conversación era muy penosa, al menos Sebastian parecía haber olvidado la razón que la había llevado a cometer aquella barbaridad con sus cabellos. Porque estaba claro que no tardaría demasiado en relacionarla con el mismo hecho que ocurrió en el cuarto de baño del centro de rehabilitación, del cual Fran había sido testigo. Matty había querido acabar con todo lo que quedaba de femenino en su aspecto. Había querido negar su propia esencia de mujer. No sería difícil que él adivinara la razón por la que había vuelto a hacerlo esa misma tarde.
– Tienes razón. Seguramente te mueres de hambre. Voy a limpiar esto y luego comeremos algo -dijo ella al tiempo que se secaba las lágrimas con la palma de la mano y sonreía con decisión.
Sebastian no quería moverse. Estaba muy bien así, con ella en el sofá. Entonces besó su cabeza, sobre los lamentables cabellos.
– Debo admitir que no he comido nada desde el almuerzo. Aunque me pareció oírte decir que no cocinabas.
– ¿Y quién ha hablado de cocinar? Voy a encargar una pizza.
Lo que Matty había hecho no hizo que se sintiera rechazado, más bien se sentía más fuerte, más seguro de ganarla, porque ella no lo habría hecho si él no le importara. Había intentado ahuyentarlo, pero él todavía se encontraba allí. Incluso le ofrecía comida.
– No, cariño, con un teléfono y una tarjeta de crédito cualquier tonto puede encargar una pizza. La verdad es que necesito con urgencia demostrarte que no todos los hombres somos unos inútiles y…
– ¿Me has llamado tonta?
– Y si tienes suerte dejaré que me ayudes en la cocina -continuó como si no la hubiera oído.
– ¿Dónde vamos exactamente? -preguntó Matty bruscamente el sábado por la mañana.
No lo había visto ni hablado con él desde la noche en que intentó ahuyentarlo y en cambio terminaron cenando un sorprendente plato de espaguetis a la carbonara que Sebastian preparó para ella. Más tarde, se despidió con un beso en la frente, como si ella hubiera sido una niña de seis años.
A partir de entonces, a falta de invitaciones para comer, cenar u otros compromisos relacionados con la alimentación, le pareció que él se había arrepentido de haberla alentado a dar rienda suelta a sus emociones sobre su camisa de etiqueta.
La única razón que lo había hecho volver esa mañana era porque la necesitaba para dar los últimos retoques a las tarjetas. Negocios, simplemente.
– Te seguiré, pero prefiero que me des la dirección por si te pierdo de vista.
– ¿Seguirme? ¿Y para qué querrías seguirme?
Estaba claro. Sería una soberana estupidez compartir con él durante largo rato el estrecho espacio de un coche. Aquella noche, con la cara apoyada en su pecho, había oído los violentos latidos del corazón bajo su mejilla, así que no ignoraba el peligro.