– ¿Quieres dejarla sobre la mesa, por favor? ¿Conoces a Toby?
– No, no he tenido el placer -dijo arrodillándose tras dejar las copas en la mesa-. Aunque he oído hablar mucho de ti. Encantado de conocerte -dijo al tiempo que le tendía la mano-. Soy Sebastian.
El niño se la estrechó con formalidad.
– Yo me llamo Toby Dymoke. Tengo el mismo nombre de mi padre y también el mismo apellido de mi nuevo papá. ¿Sabes?, ellos son hermanos. Y yo también tengo una hermana.
– ¿De veras? Yo tengo tres hermanas, aunque ya no son pequeñas. Las tres son mayores que yo y me hicieron pasar muchos malos ratos.
Cuando Toby se escurrió de la falda de Matty para alejarse rápidamente hacia el jardín, se produjo un silencio.
– ¿Tres hermanas? ¿Y te hicieron pasar malos ratos? -repitió Matty, finalmente.
– Hasta el día de hoy. Deberías haberlas visto en el funeral de George. Sólo porque soy su albacea testamentario me culparon por esa «comedia de absoluto mal gusto». Lo digo literalmente. Y además porque no había jerez.
Matty intentó ocultar la risa, aunque sin éxito.
– Lo siento, la situación no es para reírse. ¿Y tus padres?
– Bueno, recuerdo que mi madre bebió su copa de champán con cara de tragedia y mi padre se limitó a carraspear antes de decir que aquello era un despropósito.
– Así que tus hermanas fueron una molestia y tú el hermano perfecto. ¿Nunca pusiste huevas de rana en su crema para la cara?
– ¿Huevas de rana?
– Olvida lo que he dicho. Eso es para las madrastras malvadas.
– ¿Le hiciste eso a tu madrastra?
– Le hice de todo. No soy una chica buena.
– Eso depende de las razones que te incitaron a ello.
– Mi padre se casó con ella, pobre mujer. Y con eso es suficiente. Ya te lo he dicho, no soy buena.
Él movió la cabeza de un lado a otro.
– No pensaba en tu carácter. Pensaba en que si pudiste pescar unas ranas es que no siempre has estado en una silla de ruedas.
– ¿Crees que eso habría podido detenerme? Se lo hubiera pedido a otra persona.
– ¿A Fran, por ejemplo?
– No le habría podido decir para qué quería las ranas. Ella es mucho más simpática y amable que yo. Pero no fue necesario. La silla de ruedas se ha transformado en parte de mi vida desde que me estrellé contra una pared a causa de mi imprudencia, excesiva velocidad, falta de atención y una capa de hielo invisible en la carretera.
En sus palabras no había autocompasión. Hablaba como si no le diera importancia al asunto, con una sonrisa que él adivinó como una defensa contra la simpatía no deseada.
– ¿Desde hace cuánto tiempo?
– Tres años -informó. Durante un instante, Sebastian vislumbró algo de lo que esa sonrisa intentaba ocultar. No eran los tres años pasados, sino la vida que la esperaba en el futuro-. Pero no nos pongamos trágicos. Pudo haber sido mucho peor. Por lo demás, la parte baja de la espina dorsal no quedó totalmente dañada, así que al menos puedo utilizar el inodoro como cualquier persona normal -dijo entre risas.
– Sí, eso es una ventaja, aunque te verías en dificultades si fueras un hombre.
Ella estalló en carcajadas.
– Me gustas, pez gordo de la banca. La mayoría de las personas que se encuentran aquí, a esta hora ya habrían puesto pies en polvorosa.
– ¿Por eso sometes a examen a los que se acercan a ti?
– Sólo a los paternalistas que hablan sobre mi cabeza. Los le que preguntan a Fran si me conviene tomar una copa, los que me hablan como si fuera sorda, en fin. Creo que la conversación es más relajante si se habla abierta y directamente.
– Mentirosa. Lo único que intentas es incomodarlos.
– ¿Te sientes incómodo?
– ¿Tú qué crees? Entonces, ¿qué me dices del sexo?
– ¿Ahora? -preguntó como si él se lo hubiera propuesto-. Creí que eras un hombre que primero prefería conocer a una mujer -comentó, con sorna.
– Estoy abierto a la persuasión. Así que, ¿es un problema?
– Nada es un problema si algo se desea de verdad, Sebastian -manifestó, y al instante sonrió con la misma ironía de antes-. ¿Para qué seguir hablando sobre el tema si no sabes bailar un tango?
– Bueno, vamos a postergarlo hasta que decidas que valgo la pena como bailarín. Mientras tanto, llamaré un taxi e iremos a cenar a un sitio más tranquilo.
Sólo cuando sacó el móvil del bolsillo se le ocurrió pensar que ignoraba si ella podía manejarse en un taxi o si los restaurantes que conocía tenían una rampa de acceso. Mientras vacilaba, confrontado a una realidad totalmente nueva para él, Guy llegó en su rescate.
– Matty, Fran quiere que te acerques al toldo. Parece que hay una periodista babeando por echar una mirada al abecedario que hiciste para Toby.
– ¿Qué? ¡Una periodista en la fiesta de su boda, por amor de Dios!
– Oye, no me culpes a mí. Sólo soy el mensajero.
Cuando Sebastian se dispuso a acompañarla, Guy lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
– Oh, no. Mi amada esposa tiene planes para ti también. ¿No te importa si me lo llevo un momento, Matty?
– Puedes quedarte con él, querido. He descuidado mis obligaciones demasiado tiempo -declaró al tiempo que extendía la mano en un claro gesto de despedida-. Ha sido un placer conocerte, Sebastian.
En lugar de estrecharla, él le sostuvo la mano.
– Creí que íbamos a cenar juntos.
– Gracias, pero ha sido un largo día. Tal vez la próxima vez que vengas a Londres -replicó al tiempo que liberaba la mano-. Mis recuerdos a Nueva York. Ah, y sé bueno con tus hermanas.
Y sin esperar respuesta, giró rápidamente la moderna silla de ruedas y se alejó por el sendero del jardín.
Sebastian no le quitó los ojos de encima hasta que la vio perderse entre la multitud y luego se volvió a Guy.
– Una mujer extraordinaria.
– Sí lo es. Si he interrumpido algo, lo siento.
– Ya oíste lo que dijo. Cenaremos la próxima vez que vuelva a Londres.
– ¿No sabe que has venido para quedarte?
– No creo haberlo mencionado.
Capítulo 2
HADAS del Bosque?
Sebastian cerró los ojos. Quizá todo fuera un mal sueño. Si se concentraba mucho, tal vez despertara en la zona color pastel de su apartamento de Nueva York. Pero no sucedió nada.
Cuando volvió a abrir los ojos, el despliegue de brillantes tarjetas de cumpleaños decoradas con motivos mágicos, como hadas del bosque, todavía estaban allí.
Una semana atrás, se encontraba en su oficina de Wall Street, con el destino de grandes corporaciones en sus manos. Y una sola llamada telefónica había cambiado su vida. Había pasado del sueño americano a la tontería británica.
Lo único que deseaba era que Matty Lang estuviera allí para que viera en qué se había convertido el «pez gordo de la banca de Nueva York». Estaba seguro de que ella habría disfrutado de la broma.
– Las Hadas del Bosque era nuestra línea de productos más rentable.
Blanche Appleby, secretaria de su tío George desde tiempos inmemoriales, vaciló un instante sin saber cómo dirigirse a ese hombre que le sacaba una cabeza y además era vicepresidente de un banco internacional.
– Todavía me llamo Sebastian, Blanche.
Ella se relajó un tanto.
– Hacía muchos años que no te llamaba así, Sebastian.
– Lo sé, pero no tienes que darme un tratamiento formal sólo porque he crecido y ahora soy más alto que tú. Todavía voy a necesitar que me eches una mano en esto. No sé nada acerca del negocio de tarjetas de felicitación.
No sabía nada y le importaba menos.
– ¿Y los otros miembros del personal?
– Hablaré con ellos más tarde, cuando me haga una idea…
– No me refiero a eso. ¿Cómo quieres que te llamen?
Sebastian ocultó un gemido. La vida era mucho más sencilla en Estados Unidos. Allí simplemente era Sebastian Wolseley, un hombre que destacaba por lo que hacía y cómo lo hacía más que por el hecho de ser descendiente de la amante de un alegre monarca británico.